miércoles, 26 de noviembre de 2008

Gramsci en el cielo. Por Hermann Tertsch

La fe insana en el determinismo histórico siempre acaba haciendo gamberradas a los beatos del equipo. Doña Almudena Grandes disfrutaba el otro día evocando la nada improbable violación múltiple de una monja por sus amigos de aventura hacia el paraíso en estos lares mundanos. Los que creen en Dios son unos perfectos gilipollas y quienes dedican su vida a esa creencia en la trascendencia religiosa unos psicópatas peligrosos a violar, domeñar, encarcelar o fusilar. Siempre me han dado pena quienes tienen respuestas contundentes ante la gran interrogante de todo ser humano que percibe el vértigo de la existencia, esa pregunta infinita que lo hace maravillosamente humano. Ahora resulta que nuestro querido Antonio Gramsci, al final de su vida, creyó en Dios. O algo parecido. Adiós a la dialéctica, adiós a los camaradas, adiós a la fe perruna en la vida perruna limitada por el tiempo. El Ser volvió a ser algo para el Gramsci del final. Cosas veredes, nazis, comunistas, fanáticos del ateísmo, totalitarios en la adoración de la fechoría pequeña del hombre. El héroe para todos los que creímos en hacer del mundo una tortilla maravillosa rompiendo huevos, huesos, cabezas, familias, sociedades y patrias, acabó su vida -a los 48 años, más corta que la mía-, con una mirada confiada en un «nuevo episodio». Eugenio Trías hablaba maravillosamente de ello en una Tercera de aquí. No hay que ser católico ni comunista para emocionarse con esta anécdota. No es otra cosa. Pero Gramsci ha sido especial para nosotros como habitante especial de la jaula de fieras. El alemán Radek, todos los rusos, nuestro Dimitrov búlgaro, o el salvaje Bela Kun, eran monstruos de otra especie. Los italianos Gramsci y Togliatti -y Berlinguer al final de la historia siniestra-, eran nuestros chicos de cara amable. Resulta que Gramsci murió creyendo en la Madre Maravillas. Habrá mucho desencantado. Habrá quien quiera sodomizar a Gramsci por ello. Pero a los demás, y perdonen, nos queda esa suave complacencia con lo que Gramsci nunca escribió en vida pero gozo junto a la muerte.

ABC - Opinión

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