sábado, 18 de noviembre de 2006

Traición a una nación inventada, por Albert Boadella

Me siento especialmente agradecido por el premio, porque en mi caso, cualquier mérito en este sentido, les aseguro que es fruto del azar. El origen de mis reiteradas traiciones a la tribu es pura casualidad. Tampoco se trata de imitar a Günter Grass, aceptando a estas alturas mis posibles colaboraciones con el diablo para efectuar una morbosa y rentable confesión, pero no puedo dejar de reconocer que, sin el azar, jamás me hubiera embarcado en los berenjenales por los que se me concede la distinción.

Cuando empecé en el gremio de los comediantes, perseguía lo mismo que la mayoría de mis colegas: el lucimiento, el aplauso, el éxito y el glamour. Soñaba con multitudes esperándome a la salida de artistas y deshaciéndose en elogios. Incluso, estaba convencido de que llegaría a imprimir mis manos en el cemento tierno de alguna famosa avenida.

Todo parecía encaminarse por esta dirección, hasta que un día me ocurrió algo parecido a una escena de la película Tiempos Modernos de Chaplin. Recordarán todos, aquella secuencia donde un camión pierde la banderita roja que sobresale de la carga, y Charlot, siempre tan solícito, la recoge del suelo, agitándola mientras corre detrás del camión para avisar al conductor. Pero el azar le juega una mala pasada, pues por detrás, aparece una manifestación obrera que al descubrirlo en aquella actitud tan comprometida, lo toma por su valeroso líder y obviamente, acaba entre rejas.

Evocando aquella ingeniosa escena, puedo decir que a mí no fue la ética sino la estética la que un día me llevó a la cárcel. Después, ya no podía dominar los acontecimientos. El entorno me utilizó como referencia de libertad y el futuro quedaba hipotecado incluso a mi pesar. Ya nada sería igual, porque es la demanda y la esperanza de los demás, la que incita a una aceptación del compromiso y la modificación de las ambiciones personales.
Desde esta óptica, el sentido de la belleza cambia radicalmente porque se vincula para siempre a la realidad estricta. Y en esa nueva lucha estética, lo primero que se percibe, es que hoy la palabra sólo sirve para ocultación de la verdad.
Después, todo se convierte en una fanática búsqueda de lo real, y esta forma de mirar, se hace especialmente implacable sobre el entorno. Las consecuencias son tristes. Estropea el paisaje de la propia tribu que uno consideraba el más agraciado posible.
Bajo semejante disposición, se incrementan los contrarios, el enemigo adquiere cuerpo real, nombre y apellido, y uno descubre peligrosamente la faz de los estafadores especializados en falsificaciones sentimentales, o sea, la farsa nacionalista. Digo también peligrosamente, porque como muy bien saben, en el País Vasco situaciones parecidas han significado la muerte física, pero quizás desconocen que en mi rincón del Mediterráneo significa algo menos irreversible pero análogamente perverso: la muerte civil.
Entonces, las dulces colinas de mi Ampurdán dejan de rezumar el cálido olor incestuoso de la tribu, el paisaje se desdibuja y también las gentes. Las rocas de Montserrat se transforman en decorado de cartón piedra, y Barcelona es, lisa y llanamente, territorio comanche.
Como Charlot, ahora no me queda más remedio que seguir agitando la banderita del camión, una bandera ya completamente descolorida de rojo, y aunque lo hago convencido de que el azar fue providencial para descifrar la realidad, siento cierta nostalgia por no vivir en la fantasía, pensando que debe ser tan agradable estar de acuerdo con todo y con todos, mientras a uno le convierten en ídolo, tan solo insultando al enemigo tradicional en la televisión de la tribu.
Por ello, el premio que me han concedido, ayuda a mitigar esta sutil nostalgia, y al mismo tiempo, infunde nuevos ánimos para seguir traicionando, en el fondo, una nimiedad. Traicionando simplemente una nación inventada.

Albert Boadella es actor y director de Els Joglars.
Comunicación, El Mundo18 noviembre 2006

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