viernes, 3 de junio de 2011

Don Alfredo. Por Ignacio Camacho

Mientras los guardias se le cuadren a pie de escalerilla va a ser difícil que Rubalcaba deje de ser Don Alfredo.

RUBALCABA tal vez no sea un candidato ideal; queda demasiado tétrico, con un aura intrigante y sombría y mucho pretérito imperfecto a las espaldas, pero es lo más idóneo que tiene el PSOE en un momento de descomposición, zozobra y desánimo. Es un hombre sensato que refleja sentido de la responsabilidad y sugiere, a primera vista, unos valores opuestos a la banalidad posmoderna que ha fracasado con el zapaterismo, al que sin embargo ha contribuido a apuntalar. Zapatero le entregó todos los resortes del poder cuando buscaba, zarandeado por la crisis, investirse de una cierta respetabilidad y sentido de Estado. En cierto modo, el ministro del Interior viene a ser como un espejo socialdemócrata de Rajoy, la clase de hombre de la que no se puede esperar un entusiasmo carismático pero tampoco una concesión al capricho, a la volubilidad o a la ligereza. Tipos fiables para un tiempo incierto. Ésa es su virtud principal, y a ella deben atenerse; a estas alturas no pueden aspirar a revestirse de empatía.

Y eso es exactamente lo que trata de hacer el nuevo aspirante socialista. Cuando pide que le llamen Alfredo intenta derribar ante los militantes la barrera de solemnidad que rodea, como un círculo de tiza, su condición de copresidente del Gobierno y jefe de la Policía, su biografía de tres décadas de coche oficial, cristales oscuros y más oscuras maniobras entre las bambalinas del poder. Una distancia adherida a su perfil que solemniza en exceso el flamante papel de liderazgo que acaba de asumir, y que incluye en teoría la necesidad de ser accesible, familiar, propicio a la confidencia y el afecto. Justo lo que resulta imposible cuando todo el aparato de Estado se cuela a cualquier hora por la celdilla del teléfono móvil.

José Antonio Griñán, el presidente de la Junta de Andalucía, hombre de natural altivo, se empeñó en que lo llamaran Pepe. El hipocorístico no le ha impedido perder las elecciones de mayo ni ha propulsado su popularidad, y los únicos que le dicen Pepe, sus compañeros de partido, no paran de ponerle zancadillas con la intención de apuñalarlo cuando tropiece. La proximidad, la llaneza, se tiene o no se tiene; no se puede impostar. Tampoco pasa nada por no tenerla; siempre cabe explotar otras virtudes, otras cualidades. Los artificios no convencen a la gente, que en seguida detecta la simulación y el revestimiento que tanto gusta a los diseñadores de las campañas. El problema de Rubalcaba no es que sonría poco o que la vida y el poder le hayan puesto cara de malas noticias; es ser el principal colaborador de Zapatero y llevar encima cinco millones de parados.

Puesto a abolir lejanías, siempre resultaría más creíble si dejase de ser el ministro de casi todo, el valido omnipotente rodeado de parafernalia de Estado. Mientras los guardias se le cuadren al pie del avión oficial va a ser difícil que deje de parecer Don Alfredo.


ABC - Opinión

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