sábado, 26 de marzo de 2011

El dilema del tirano. Por Hermann Tertsch

ENCABEZAMIENTO

Nadie podía pensar que las revoluciones de Túnez y Egipto, en general pacíficas, iban a ser la norma. Regímenes anquilosados pero firmemente arraigados durante muchas décadas, con inmensos intereses creados, multitudes adscritas como beneficiarios privilegiados y usurpación total del estado hasta el punto de convertir el poder en hereditario, no ceden el poder. Cuando lo pierden es porque se lo han arrebatado. Cada caso con sus circunstancias. Ben Alí no quiso lanzar a su ejército contra la población. O no pudo porque quizás sabía que no se acatarían sus órdenes. A Hosni Mubarak en Egipto le pasó algo similar. Aunque sí intentó aplastar violentamente las protestas. En su honor hay que decir que nadie los creyó capaces de llegar tan lejos como ha llegado Gadafi. Quizás habrían osado un «Tiananmen» de haber creído poder reinstaurar el orden y el miedo. Pero nadie imagina a Mubarak bombardeando Alejandría por mantenerse en el cargo.

Otro sátrapa está ya muy cerca de tener que tomar decisiones en uno u otro sentido. Son muchos los que le creen capaz y dispuesto a arrasar sus propias ciudades por preservar la férrea dictadura que heredó de su padre. Es Bashir el Assad. Su padre no dudó en matar en días a 30.000 civiles en Hama en 1982. Para aplacar revueltas menores a las actuales. Bashir es el dictador de la región al que de forma más verosímil se aplica esa presunción de ser menos cruel que su entorno. Algo frecuente en dictaduras. Los comunistas iban al paredón en las grandes purgas convencidos de que los mataban a espaldas del padrecito Stalin. Muchos sirios aún creen que es rehén de la camarilla de su padre. Pero ya da igual que dirija o cabalgue un tigre desbocado. Está en el dilema. Las concesiones pueden ser el fin. La guerra al pueblo también.


ABC - Opinión

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