lunes, 22 de noviembre de 2010

El pastor y el lobo. Por José María carrascal

El único que cree a Zapatero es él mismo, y ni siquiera del todo como comprobamos en sus continuas contradicciones.

LE ha ocurrido lo que al pastor de la fábula, sólo que al revés. El pastor anunció tantas veces la llegada del lobo que cuando vino de verdad no le creyeron. Zapatero ha negado tantas veces la crisis que cuando la admite, no le hacemos caso. Ha perdido la credibilidad, algo grave en política y fatal en economía, que se funda precisamente en el crédito, y las declaraciones que ha hecho a Javier Moreno no van a ayudarle a recobrarlo. Al contrario, nos confirman que estamos, no ante un optimista antropológico, como generosamente se le caracterizaba, sino ante un mentiroso compulsivo, alguien que miente incluso cuando dice la verdad, al ser incapaz de asumirla.

¿Cómo puede decirse, como ha dicho en la entrevista, que «los recortes sociales han sido muy limitados» cuando han sido los mayores en democracia? ¿Cómo puede sostenerse que «el sueldo de los funcionarios no es un derecho social»? ¿Cómo puede olvidarse en las dramáticas jornadas de mayo que fue una llamada de Obama lo que le hizo aceptar los recortes? ¿Cómo puede negarse que volvemos a estar en situación de riesgo cuando él mismo ha dicho que la recuperación no es segura? ¿Cómo puede aventurarse que «ser rescatado por otros países no es un problema de deuda»? ¿Cómo puede llamarse «debate sobre la crisis» lo que fue su tozuda negativa a reconocerla? Al final, como ocurre a todos los mentirosos, se descubre al decir que «un presidente siempre tiene que dar estímulo». En pasiva: nunca debe reconocer desgracias. Estamos ante una de esas personas que se engañan a sí mismas, como si llevaran la mentira en su ADN.


Para salir de la crisis sigue fantaseando: va a crear una Comisión de Competitividad con la personalidades más relevantes y prepara una gira por Asia en busca de inversores y exportaciones. Lo que busca realmente es esconderse tras esas personalidades, a las que nunca ha hecho caso, y engañar a los asiáticos, creyendo que son tan tontos como los españoles. ¡Buenos son ellos! Pero ni siquiera eso sabe el hombre en cuyas manos hemos puestos nuestras vidas y haciendas.

A estas alturas, el único que cree a Zapatero es él mismo, y ni siquiera del todo como comprobamos en sus continuas y erráticas contradicciones. Se me apuntará a sus colaboradores más inmediatos, los ministros. Y responderé que están obligados, no a creerle, pero sí a obedecerle, lo que hacen con gusto por los beneficios que les reporta. No volverán a tener tal protagonismo en su vida, por lo que procuran alargarlo lo más posible. No hay nada de hermoso ni de heroico en este desesperado esfuerzo por escapar de los propios errores y mentiras que está escenificando el inquilino de La Moncloa. Sobre todo, cuando sigue sin metabolizarlos.


ABC - Opinión

Zapatero. En La Luna hablan catalán. Por José García Domínguez

Uno se prestaría más que gustoso a cederle su plaza de catalán al presidente. Pues, siendo viable la transacción, he de admitir que solo vería beneficios para mí en ese negocio.

El presidente Zapatero, según parece varón oriundo de una pequeña pedanía de la provincia de León llamada Valladolid, se ha confesado predispuesto a adoptar la triple nacionalidad, haciéndose catalán. Íntimo anhelo, ése, que acaba de revelar a una fervorosa tropa leridana convocada al efecto. "No tendría ningún problema en ser de aquí", dicen que les dijo. A uno, por su parte, le ocurre algo muy parecido: tampoco tendría ningún problema en dejar de ser de aquí. Al cabo, lo bueno de ostentar la vecindad civil catalana es que concede el privilegio de poder ser español. Así las cosas, uno se prestaría más que gustoso a cederle su plaza de catalán al presidente. Pues, siendo viable la transacción, he de admitir que solo vería beneficios para mí en ese negocio.

Al menos, deviniendo castellano-leonés no tendría que sufrir vergüenza propia y ajena ante ciertos jadeos, corrimientos y competidas disputas entre rameras, Dios sabe si fingidos o genuinos. Es lástima, y grande, que permuta tan óptima resulte metafísicamente imposible de llevar a la práctica. Y ello por una razón bien simple: Zapatero no puede hacerse catalán porque, aunque él aún lo ignore, ya lo es. Y no de adopción, por cierto, sino de nacimiento. Al respecto, ha sido el escritor Jordi Soler, un hijo pródigo del exilio mejicano, quien, tras interminable querella bizantina, nos ha aclarado, al fin, qué es eso de ser catalán.

"Yo soy hijo de una familia barcelonesa que emigró a Veracruz, México, donde ser catalán consistía en sumar un ramillete de variables tales como llamarme Jordi, oír a Joan Manuel Serrat, seguir los resultados del Barça en el periódico, cantar el Sol solet y el Cargol treu banya, comer butifarras, beber un horrible vino importado del Penedès y hablar catalán, una lengua que, en aquella selva mexicana donde nací, nos dotaba de un lustre exótico", escribiría el hombre. Sin embargo, fue tras "volver" a casa cuando descubrió perplejo que aquella Cataluña imaginada e imaginaria donde él había crecido resultaba ser mucho más real que ésa otra de la que hablan todos los políticos catalanistas, sin excepción. "La mía estaba asentada en Veracruz. La de ellos, en La Luna", concluía Soler. ¿Cómo, entonces, no iba a ser catalán Zapatero? Más que nadie.


Libertad Digital - Opinión

Dificilísimo. Por Ignacio Camacho

La desastrosa cadena de errores del zapaterismo en el conflicto del Sahara solo admite comparación con la de la crisis de 1975.

RESOLVER el contencioso del Sahara es, en efecto, muy difícil, como ha diagnosticado con aguda clarividencia —¡cráneo previlegiao!, que decía Valle— el presidente Zapatero en sus primeras palabras públicas al respecto desde los incidentes de El Aaiún, pero mientras se encuentra una fórmula de solucionarlo conviene no estropear más lo que ya está suficientemente embrollado. Eso, complicar una situación de por sí muy enredada, es lo que ha hecho el Gobierno español bajo su augusta presidencia al transformar la actitud de ambigüedad pasiva de sus predecesores en una abierta toma de posición a favor del expansionismo marroquí y su política de hechos consumados, desequilibrando la ya desfavorable relación de fuerzas que soporta la causa saharaui y mostrándose connivente con una manifiesta violación de los derechos humanos. La cadena de errores cometidos por el zapaterismo en apenas dos semanas es tan desastrosa que solo admite comparación con la que cometió el franquismo terminal durante la crisis de 1975. Y con el mismo resultado, por cierto: la consolidación de factode los intereses de Marruecos, respaldados por Estados Unidos, sobre un territorio que el derecho internacional no le ha adjudicado.

Esa serie de despropósitos —descoordinación diplomática, anuencia con la brutalidad represiva marroquí, conchabamiento público de los ministerios de Interior, amedrentamiento expreso ante las amenazas veladas del sultanato, tolerancia y cooperación con la censura de prensa, desprecio hacia el Polisario y renuncia al ejercicio del papel de referencia de España como antigua potencia metropolitana— no sólo ha liquidado la credibilidad española para mediar en el conflicto sino que ha triturado la maltrecha coherencia de la política exterior zapaterista al chocar frontalmente con los principios retóricos que la sustentaban. El presidente ha vulnerado su propia doctrina internacional, la que aplicó con tanto éxito electoral en la guerra de Irak, poniéndose de parte de quienes atropellan con victoriosa arrogancia la legalidad de la ONU. Y ha volteado la tradicional simpatía prosaharaui de la izquierda, culminando un vertiginoso giro pragmático de su política que empezó con la forzosa aceptación del ajuste fiscal y económico. En pocos meses Zapatero ha completado una enmienda a la totalidad de sí mismo, simbólicamente atornillada con el sumiso visto bueno a un atropello flagrante, violento y unilateral que su antiguo avatar de progresismo buenista no habría dudado en condenar como un atentado inaceptable, y que ahora ha aceptado sin una mala palabra, siquiera de consuelo humanitario, para la causa bruscamente abandonada.

Sí, el problema del Sahara es «dificilísimo», pero ahora está peor que antes. Y lo está porque quienes no lo saben arreglar muestran además una excelente disposición para agravarlo.


ABC - Opinión

Cataluña gira a la derecha

La conclusión más contundente de la encuesta electoral que hoy publicamos en La Razón no es el regreso de CiU al Gobierno de Cataluña, que estaba cantado desde hace bastantes meses, sino la debacle de los tres partidos que han gobernado en coalición durante estos siete años. La fulminante caída de la izquierda catalana adquiere tintes de catarsis, como si los electores quisieran despertarse de una pesadilla y alejar de sí a sus protagonistas. Los datos son inapelables: a los socialistas les aguardan los peores resultados de los últimos 30 años y los republicanos independentistas de ERC pierden casi la mitad de su capital, lo que los relega detrás del PP como tercera fuerza política. El hecho de que los escaños de CiU dupliquen a los del PSC describe fielmente el giro radical que los catalanes quieren imprimir a la Generalitat. Si a este dato se le añade que el otro partido que más sube es el PP, al que le auguran dos escaños más, parece claro que los votantes apuestan por el centroderecha y por la moderación para reconducir la lastimosa situación en que el tripartito ha dejado Cataluña. Las frivolidades económicas, el aventurismo estatutario, el sectarismo fanfarrón y su inmoderado intervencionismo, características del Gobierno de coalición, han hastiado a los ciudadanos hasta el punto de que PSC, ERC e IC-V perderán 386.000 votos, de los cuales 210.000 se refugiarán en la abstención y el resto se irá casi todo a CiU. Es evidente que la crisis económica, cuyos efectos han golpeado con especial virulencia entre los votantes de la izquierda, explica en buena medida el hundimiento; y que la deplorable gestión del Gobierno de Zapatero no es ningún favor para Montilla. Pero el tripartito ha hecho méritos de sobra para causar la desbandada entre sus seguidores y simpatizantes. Los errores cometidos han sido de bulto, pues mientras el paro aumentaba, miles de pequeñas empresas echaban el cierre, el crecimiento de Cataluña era superado por el de Madrid y surgían serios problemas de inmigración, el tándem Montilla, Carod Rovira y Saura se aplicaba con denuedo a atacar al Tribunal Constitucional y a azuzar los sentimientos independentistas. A pesar de que no era, ni mucho menos, la primera exigencia o reclamación de los catalanes, el Gobierno tripartito empeñó todo su esfuerzo en un nuevo Estatuto de autonomía, cuya tramitación, desde el primer día hasta la sentencia final del TC, produjo un profundo desgarrón entre Cataluña y el resto de España. El proyecto estrella de los últimos años no ha aportado nada positivo a los catalanes; al contrario, ha sacado a relucir los peores humores y las mayores suspicacias. No sin razón, el PSC recibirá el día 28 un castigo histórico de quienes son sus más fieles votantes: aquellos que, sintiéndose tan españoles como catalanes, fueron sometidos a una disyuntiva absurda con un Estatuto que iba contra la Constitución en varios de sus artículos. Sería muy conveniente que CiU extrajera de esta experiencia la lección correcta y abandonara las frivolidades soberanistas. Cataluña tiene otras urgencias y hay partidos, como el PP, que no dudarían en arrimar el hombro si quien gobierna lo hace con responsabilidad, con rigor y para todos.

La Razón - Editorial

Con el agua al cuello

La ruina de Madrid o Valencia requiere planes de austeridad municipal controlados por el Gobierno.

El presidente del Gobierno ha negado al alcalde de Madrid la refinanciación excepcional de los intereses de la deuda (257 millones de euros) que vencen a finales de este año y que corresponden a una deuda total de más de 7.000 millones. La decisión del presidente responde a una lógica inexorable: no se pueden conceder excepciones en la prohibición de endeudamiento si se quiere mantener la credibilidad de los inversores en la solvencia de las finanzas españolas, de las que penden las deudas autonómicas y municipales. Pero, al mismo tiempo, situar al Ayuntamiento madrileño en una situación de asfixia económica tendrá graves consecuencias para las empresas. De hecho, la ruina virtual de Madrid obligará a suspender el pago a los proveedores del municipio, algunos de los cuales llevan meses sin cobrar sus facturas.

Con frecuencia se ha denunciado la precariedad financiera de los Ayuntamientos. Carecen de recursos públicos estables, circunstancia que, según las interpretaciones más benévolas, es la causa de la corrupción municipal. Tampoco quieren arrostrar el coste político de subir las tasas o impuestos; y cuando lo hacen, como en el caso de la tasa de basura en Madrid, lo explican mal y resulta que el incremento es completamente desproporcionado respecto al servicio. A pesar de que los alcaldes conocen esa precariedad, algunos municipios, como Madrid o Valencia, no han tenido empacho en convertirse en los más endeudados de España y dejar el pago para las generaciones futuras. Este modo de actuar (inyectar optimismo desplazando los costes del bienestar presente hacia las rentas del futuro) es muy característico del PP (aunque no solo). Baste recordar el déficit de la tarifa eléctrica, convertido hoy en una bola indigerible de casi 20.000 millones gracias a la demagogia del PP que no subió las tarifas cuando había que hacerlo, o el estrangulamiento financiero de las autopistas radiales de Madrid.


La respuesta de que la excepción es imposible no resuelve la ruina municipal. Un Ayuntamiento, por elevadas que sean sus deudas, jamás aplicará un plan de ajuste en condiciones, es decir, un recorte drástico del gasto, una reducción de funcionarios y cero en inversiones durante años; se limitará a trasladar la ruina a los suministradores. Una solución plausible para el Gobierno y los Ayuntamientos sería autorizar refinanciaciones limitadas a cambio de planes de austeridad comprometidos por las autoridades municipales y controlados por el Gobierno. Ello equivaldría a una intervención del Ministerio de Economía en los Consistorios afectados; pero es que la mala gestión debe pagarse.

Un plan similar debería considerarse, a sabiendas de que resulta muy difícil controlar eficazmente desde fuera las partidas de gasto de Madrid, Valencia o Barcelona. La recesión reduce además el margen de financiación desde el Estado. En todo caso, la crisis de Madrid deja como última lección la conveniencia de que los grandes municipios españoles estén presentes en el Consejo de Política Fiscal y Financiera.


El País- Editorial

Irlanda, con España en el horizonte

Es urgentísimo que el Gobierno acelere el ajuste presupuestario, reduzca la cuantía de las hoy inasumibles obligaciones financieras de la Seguridad Social, dote de flexibilidad a nuestra economía y, sobre todo, complete la privatización de las cajas.

No constituye ninguna sorpresa que finalmente Irlanda haya tenido que ser rescatada por la Unión Europea. Con el estallido de la burbuja inmobiliaria que padeció el país como consecuencia de la política monetaria expansiva del Banco Central Europeo, su sistema financiero estaba condenado a quebrar y el Estado irlandés carecía de capacidad real para rescatarlo por cuanto el PIB de toda la economía era 10 veces inferior al tamaño de su banca.

Es probable que gracias a este rescate orquestado, de nuevo, a costa de los contribuyentes más ricos de la UE, los mercados abandonen su desasosiego de los últimos días y vuelvan a tranquilizarse; tal vez vivamos unas semanas o unos meses de injustificada calma, tal como sucedió tras el rescate de Grecia.

Sin embargo, haríamos muy mal en pensar que después de Irlanda, los países europeos ya han despejado todos los nubarrones que se podían presentar en su horizonte. Al contrario, de las preocupantes siglas de los PIIGS sólo dos letras han sido –parcialmente– recapitalizadas por la UE y el FMI. Quedan, por consiguiente, tres: Portugal, Italia y España.


Es muy probable que la economía lusa, esclerotizada por una década de crecimiento nulo y de expansión del Estado merced al déficit público, sea la próxima víctima en caer tras Grecia e Irlanda. El problema es que los bancos españoles tienen una elevada exposición a la deuda pública y privada de nuestro país vecino, de modo que su suspensión de pagos arrastraría a nuestra banca y, cuando nuestro Gobierno tratara de rescatarla añadiendo todavía más deuda a un ya de por sí abultadísimo déficit público, muy probablemente al Estado español.

Podría pensarse que nada de esto tiene por qué resultarnos especialmente problemático, en especial si la posición europea ha sido hasta el momento tan abierta a los rescates. Ahora bien, la cantidad de fondos que requeriría nuestra economía para superar una suspensión de pagos sería de tal calibre –alrededor de 300.000 ó 400.000 millones de euros– que es muy probable que nuestros socios comunitarios nos calificaran como irrescatables y nos dejaran quebrar, con todas las dramáticas consecuencias que ello acarrearía sobre los ahorradores, las empresas y los trabajadores.

Por eso es urgentísimo que el Gobierno acelere el ajuste presupuestario –minorando el déficit público todo cuanto sea posible, incluyendo de manera destacada el déficit público de las autonomías–, reduzca la cuantía de las hoy inasumibles obligaciones financieras con las que carga la Seguridad Social en materia de pensiones, dote de flexibilidad a nuestra economía para generar expectativas de crecimiento futuro (y con él de una mayor recaudación fiscal) y, sobre todo, complete el proceso de consolidación bancaria y privatización de las cajas de ahorros para que nuestras entidades de crédito vean reforzados sus fondos propios.

Sólo si se acometen sin más dilación estas cuatro reformas, nuestra economía podrá evitar un escenario como el griego o el irlandés pero sin la red europea. El Gobierno socialista parece haberse enrocado en el inmovilismo más suicida y la oposición espera impasible a que la crisis tumbe al Ejecutivo. La cuestión es qué país quieren legar a los españoles unos y otros: si un erial o una economía que tras un bache consiguió reponerse de las dificultades.

Si no tuviéramos la peor clase política de nuestra historia, desearíamos un pacto de Estado donde se acordara un plan que girara en torno a los cuatro puntos anteriores. Pero hoy tanto el PSOE como el PP ni tienen la voluntad ni la convicción de pactar nada que vaya en detrimento de su ideología y de sus perspectivas electorales. Sólo nos queda confiar o en la providencia o en la caridad de los alemanes. Por desgracia, a nuestros políticos electos, encargados y remunerados por gestionar la cosa pública, ni están ni se les espera.


Libertad Digital - Editorial

Castigo definitivo al tripartito

El PSC, además de pagar una mala gestión, está respondiendo por el travestismo ideológico y por pactar con una formación extremista como ERC.

LOS datos de la encuesta realizada por DYM para ABC sobre las elecciones catalanas del 28-N ofrecen dos conclusiones claras y ya conocidas. La primera es que CiU accederá al gobierno de la Generalidad con un número de parlamentarios cercano a la mayoría absoluta (entre 60 y 62 diputados). La segunda es que el tripartito sufrirá un duro revés, con la pérdida en conjunto de entre 15 y 16 escaños. Sólo los eco-comunistas de ICV se salvan de la quema, en la que caen los socialistas, con 6 actas menos y, sobre todo, los independentistas, con diez menos. Salvo que la última semana de campaña electoral movilice al electorado abstencionista, que rondará el 48 por ciento, el resultado se decantará por una vuelta del nacionalismo de CiU al poder que abandonó hace dos legislaturas. Escasa participación, desinterés ciudadano y mensajes repetitivos vuelven a ser los rasgos de unas elecciones dominadas por la rutina del debate nacionalista y victimista y el estancamiento de su clase política.

La variable que resta por despejar es la alianza que tendrá que firmar Artur Mas para ser investido presidente de la Generalidad porque la situación, según DYM, es que le faltan entre seis y ocho escaños. El CiU electoralista y soberanista no debería ser el CiU de gobierno. Normalmente no lo ha sido hasta ahora y, por esta trayectoria, sería deseable que una vez a las puertas de la Generalitat, Artur Mas se decante por la responsabilidad antes que por el maximalismo soberanista, que tampoco ha sido especialmente rentable al tripartito. Montilla, además de pagar una mala gestión, está respondiendo por el travestismo ideológico de su partido y por los costes de pactar con una formación extremista como ERC. Obviamente, a Rodríguez Zapatero le conviene un pacto entre CiU y PSC para reforzar su último cuarto de legislatura, pero a día de hoy parece altamente improbable. Sólo si CiU quiere estar en el postsocialismo de 2012 y en propiciar una alternancia en Cataluña, el Partido Popular sería el interlocutor más adecuado para ambos escenarios. La superación de prejuicios y discursos hostiles se antoja como un esfuerzo menor ante la necesidad de impulsar el cambio político a nivel nacional, que debe transitar por Cataluña ahora y por las autonómicas y locales de 2011, después. La disyuntiva de Mas es simple: aguantar a Zapatero en su sillón o dar el primer paso para una nueva etapa en Cataluña y en España.

ABC - Editorial