jueves, 18 de noviembre de 2010

Foto de camello con faisán. Por Hermann Tertsch

Rubalcaba y Taib Cherkaui se entienden. Hablan el mismo idioma. Y tienen intereses comunes. Quizás demasiados.

HAGAN memoria. A ver, a bote pronto, ¿cuántas fotografías históricas recuerdan de un encuentro entre dos políticos o estadistas que se revelaría como una cita aciaga para terceros, con trágicas consecuencias? Tenemos decenas del siglo XX europeo en la retina. No voy a citar ninguna para no quitarle enjundia a la que se hicieron juntos los ministros del Interior de España y Marruecos en Madrid el martes. Nos muestra a dos políticos grises —gris oscurantista— en escena de sofá ministerial, con aspecto serio y competente —«meaning business»—. Dedicados a sus negocios, en sentido estricto. Sabemos que están hablando de nosotros, de la opinión pública española. También algo de los saharauis. Y todo hace suponer que a ambos les preocupa más la primera que los segundos. Los dos ministros, Alfredo Pérez Rubalcaba y Taib Cherkaui, se entienden. Hablan el mismo idioma. También el mismo lenguaje. Y tienen intereses comunes. Quizás demasiados. ¿Por qué esta tremenda comunión en un momento de evidente conflicto entre la razón de Estado de la monarquía alauí y los principios democráticos de la democracia española, entre ellos la defensa de los derechos humanos? Las sospechas pueden llevar muy lejos. Claro está que se han propuesto estar de acuerdo. El ministro del Interior marroquí asegura que todo lo sucedido en el campamento saharaui y en El Aaiún fue muy distinto a lo relatado por las víctimas saharauis y los pocos observadores que evitaron la caza y expulsión por parte de la policía de Rabat. El ministro español asegura que cree a su colega. Y confía en que la policía marroquí se investigue a sí misma. Reunión armónica entre amigos.

El problema radica en que no les creemos. Si no fuera así, el cambalache sería perfecto. El silencio y la paz —de los cementerios— se impondrían, así en nuestras relaciones como en el desierto. Pero mal que les pese, no se les cree. Dos maestros de la ocultación se ponen de acuerdo en la versión más inverosímil de unos hechos imposibles de contrastar. Uno se ha encargado de vetar a los testigos potenciales y aterrorizar a los existentes. Y el otro acepta y defiende su versión, descalifica a los que la contradicen y acata implícitamente el derecho marroquí a decidir quién nos cuenta a los españoles los hechos. Al marroquí cabe decirle que si tan terrible fue el trato dispensado a su aguerrida gendarmería por miles de mujeres y niños y unos hombres armados de piedras y algún cuchillo, fue un inmenso error por su parte no haber llevado testigos independientes a mansalva. Para dejar claro que, como asegura, el campamento de familias saharaui era gran guarida del crimen organizado y cuartel general de Al Qaeda. Lo cierto es que la foto de los dos especialistas en sombras, silencios y desinformación —el del GAL y del Faisán y el de los muertos, desaparecidos o torturados en El Aaiún— no solo es siniestra. Es contraproducente. No presta ningún servicio a los intereses de España, ni siquiera a los de Marruecos. La democracia reformista marroquí se revela como una cruel satrapía que se enfanga más si cabe. Y el Gobierno democrático español aparece como cómplice necesario en la ocultación de crímenes de estado. Y nos advierten, —Rubalcaba, Jáuregui, Jiménez— que si no nos tragamos su historia y condenamos lo intolerable, la seguridad de los españoles, a la que tanto ayuda Marruecos, puede verse mermada. Si esto no es una amenaza, convendría que cuanto antes los ministros reformulen el planteamiento. Porque lo parece. Y las sospechan podrían dispararse.

ABC - Opinión

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