jueves, 28 de octubre de 2010

Política de cabestros. Por Ignacio Camacho

Lo peor que podría hacer el PP es aceptar ese choque frontal que transforme la política en una embestida de cabestros.

CUANDO afloje esta ofensiva frontal, cuando se remansen estos ánimos inflamados, cuando amaine la tormenta de improperios que el flamante Gobierno ha desatado contra el PP para salir de su arrinconamiento político, no habrá en España un parado menos ni una empresa más porque la deriva de zozobra económica sigue intacta bajo el intenso ruido dialéctico con que el copresidente Rubalcaba intenta atronar el ambiente como el director de una orquesta desafinada. Nada sugiere en esta primera semana del nuevo Gabinete un cambio sustantivo en la gestión de la crisis; ni un indicio de rumbo distinto más allá de los mensajes crispados que tratan de compensar el desconcierto gubernamental con un brusco incremento de la dialéctica de confrontación para disimular el fracaso de la legislatura en medio de una atmósfera política combustible.

El Gobierno ha consagrado su tiempo en exclusiva a la creación de un retrato tenebrista y cavernario de la oposición, pintada a brochazos como un grupo retardatario, machista, corrupto, antisocial y hasta genéticamente sospechoso —ay, qué peligrosas e históricamente siniestras son las alusiones a la genética del adversario—; un catastrófico racimo de oportunistas engolfados en la desgracia nacional que les supone una oportunidad de desalojar del poder a los salvíficos progresistas del tardozapaterismo. Para abocetar ese cuadro primario los socialistas han recurrido a su acreditada tradición agitadora, impregnada de un propagandismo alborotado que intenta arrastrar a la opinión pública a un debate visceral de etiquetas simples, animadversiones y enconos. Con tal de estrechar un poco la horquilla de las encuestas y obtener algo de resuello pretenden excitar la temperatura de sus desencantados hooligansmediante un ejercicio de demonización del rival que amenaza con convertir la escena pública en una corrala y sustituye la estilizada impostura de la democracia del talante por una vulgar propuesta de política de garrafón.

Lo peor que podría hacer el PP es enredarse en ese choque de cornamentas que transforme la dialéctica argumental en una embestida de cabestros. Si cede a la tentación de la reyerta que le proponen perderá la posición moderada que le ha ido proyectando como alternativa y se meterá de lleno en el campo de fango donde le han citado para que pierda pie. La ofensiva del Gobierno busca una respuesta en sus mismos términos destemplados que excite los demonios más exaltados de esa derecha bronca a la que puede presentar sin esfuerzo como un grupo de radicales extremistas. No es su reputación lo que ha de defender el Partido Popular sino la posibilidad —más cierta que nunca en los últimos ocho años— de volver a construir una mayoría social capaz de reconducir el futuro de un país en quiebra. Se trata de una decisión difícil que requiere una dosis considerable de equilibrio y paciencia, pero alguien tiene que mantener el sentido de la responsabilidad cuando lo pierden aquellos que han sido elegidos para ejercerla.


ABC - Opinión

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