domingo, 19 de septiembre de 2010

Gestionar la inmigración

La polémica creada tras la decisión del Gobierno de Nicolas Sarkozy de expulsar del territorio francés a inmigrantes en situación ilegal, responsables a su vez de actos delictivos, ha traspasado las fronteras galas para afectar a toda Europa y ha reactivado el debate no resuelto sobre los flujos extranjeros incontrolados y la libre circulación de los ciudadanos comunitarios. En nuestro país, la inmigración es un asunto de honda complejidad, que ha sido abordado tradicionalmente por la izquierda con una enorme carga de demagogia y ventajismo. En la controversia actual, sin embargo, el presidente del Gobierno ha abandonado el discurso políticamente correcto habitual para respaldar sin fisuras las medidas del presidente francés y alinearse así con la posición común de los gobiernos europeos. Zapatero admitió que cada país tiene derecho a poner mecanismos dentro de la legalidad para solventar sus problemas de seguridad.

Este ataque de realismo, del que nos felicitamos, quedó en suspenso después de conocer que el PSOE presentó una propuesta de condena a la estigmatización de los gitanos. Este deambular errático, improvisado y contradictorio es precisamente lo contrario de lo que demandan los retos de la inmigración. La iniciativa de Sarkozy tiene por encima de otros el mérito de haber abordado la controversia en lugar de haber mirado para otro lado, como ha sucedido en España durante los últimos años. La Administración socialista creó un problema con la inmigración donde no lo había, con su equivocada política de regularizaciones masivas que activaron un efecto llamada perjudicial. Desde entonces, lejos de reconocer los errores y sus consecuencias, el Gobierno ha optado por negar las dificultades y no gestionar el fenómeno.

Desde luego, el fin de las políticas migratorias no puede ser estigmatizar ni señalar ante la sociedad a colectivo alguno, pero resulta inútil y muy negativo dar la espalda a los conflictos derivados de la falta de integración, los guetos, la marginalidad y la delincuencia que padecen hoy nuestras principales ciudades. Sarkozy no ha demonizado a la inmigración, porque, entre otras cosas, Francia ha sido extraordinariamente tolerante y generosa con los llegados de fuera, sino que ha actuado contra un problema de orden público y delincuencia. Y ése ha sido un ejercicio de responsabilidad, con sus aciertos y sus errores, que se debería imitar.

En España, la inmigración ha aportado indiscutibles beneficios para el país. La mayoría de los extranjeros ha sido gente honrada y trabajadora, comprometida con la prosperidad y el bien común. Pero sería irresponsable negar la existencia de una bolsa creciente de extranjeros que se mueven en la exclusión, la criminalidad y la marginalidad delictiva, contra la que no se puede seguir de brazos cruzados o con actitudes condescendientes. La inmigración del futuro debe ser ordenada, con contratos de trabajo, con derechos y deberes. Es imprescindible aprender de los errores y no perpetuarlos.


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