domingo, 4 de abril de 2010

Premio para corruptos. Por M. Martín Ferrand

PARECE ser que el PSOE y el PP, gatos escaldados, tratan de establecer un pacto contra la corrupción -la política, supongo- para llevarlo al Parlamento y lograr su aprobación por todas las siglas allí representadas.

Nada podría escandalizarme más y eso que, por español y por viejo, tengo el zurrón repleto de escándalos de todos los tamaños y colores. Si, en verdad, hace falta un reglamento para lograr que los representantes del pueblo -nacionales, autonómicos o locales- no abusen de su poder y posición, no tomen nada que no les pertenezca y se comporten según establecen las leyes, las costumbres, la ética y el buen sentido; ¿qué tipejos nos han colado de matute en el anonimato fáctico de las listas cerradas y bloqueadas?

Es común en las partitocracias el acuerdo entre los partidos para el mantenimiento del sistema; por ello, mientras unos pelan sus barbas otros remojan las suyas. Todos saben que la apariencia es indispensable para que los ciudadanos -es decir, los contribuyentes- mantengan sus adhesiones y renueven en las urnas el aval a quienes consideran sus representantes. Los clamores de corrupción excitan la desconfianza cívica y, como antídoto, las máquinas propagandísticas de los partidos, en sincronía con las del Estado, tratan de hacernos creer con sutiles y torticeros mensajes que la corrupción es una epidemia, algo así como la viruela o el sida, que llega por contagio inevitable.


Las instituciones no delinquen. Ese es un privilegio exclusivo de las personas que, eso sí, pueden asociarse con otras para, en cuadrilla, atentar contra lo ajeno; pero la corrupción no es un mal colectivo e incurable que viene dado por la fatalidad. De ahí que los partidos deban seleccionar con rigor a sus militantes y ser radicales en la denuncia de quienes vulneran la norma. Nunca, como suele suceder, sus protectores. Para dejarlo más claro, propongo que el innecesario consenso anticorrupción que buscan los grandes partidos se convierta en acuerdo para que cada año le sea concedido un premio que reconozca, para el escarnio público, el personaje político más corrupto de la temporada. Ese premio, que conllevaría estigma social, podría llevar el nombre simbólico del Duque de Lerma, el valido de Felipe III, que no fue el primero de los corruptos instalados en el poder, pero al que no se le puede negar la grandeza de su miseria.

ABC - Opinión

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