sábado, 13 de marzo de 2010

Aquel jueves de sangre que nos heló el corazón . Por Antonio Casado

Seis años después del jueves de sangre los españoles recordaron a las víctimas del 11-M en numerosos actos sociales y políticos, cuya máxima escenificación institucional tuvo lugar en el Congreso de los Diputados. Pero ninguno de ellos con la conmovedora sencillez y la enorme capacidad evocadora de esos ramos de flores colocados ayer de forma espontánea por los usuarios del tren de cercanías, a la hora de las explosiones, en las estaciones de Atocha, Entrevías y El Pozo.

La condolencia no se decreta en el BOE ni se dicta en un discurso de aniversario. Miles de personas se detuvieron ayer a rezar, a hacer su particular minuto de silencio, a colocar velas en los lugares de la tragedia o en sus representaciones simbólicas, como el llamado Bosque de los Ausentes o el monumento de Atocha. Nadie les llamó. No les hizo falta ninguna convocatoria oficial para expresar su cercanía a los muertos y a sus familias.

Son las mismas personas anónimas que en la infausta mañana del atentado, al escuchar los llamamientos a la donación de sangre, llegaban a los puntos señalados antes que los equipos de extracción. Saben ponerse en el lugar de las víctimas. Se reconocen en el sufrimiento del ser humano convertido en víctima de un acto cruel y arbitrario. Les pudo haber tocado a ellas. Carecen de rango para solemnizar la compasión en actos oficiales pero les quedan lágrimas para hacer sentir a las víctimas el valor de la solidaridad. Es la estirpe de los buenos vasallos a falta de buen señor.


La de ayer fue una fecha para el recuerdo, la condolencia, el reconocimiento y la repulsa de quienes han convertido el asesinato en una herramienta política a escala nacional e internacional. En esa línea se supone inscrita la decisión de declarar Día de las Víctimas del Terrorismo el 27 de junio de cada año. Una fecha para convertir el sentimiento individual de las víctimas del terrorismo en el sentimiento colectivo de todos los españoles, según reza la declaración institucional que ayer leyó el presidente del Congreso, José Bono, ante los representantes políticos y las autoridades del Estado.

La fecha evoca el asesinato de una niña de veintidós meses, Begoña Arroz, alcanzada por una bomba incendiaria que explosionó hace cincuenta años en la estación de Amara, en San Sebastián. Ahí comenzó una sangrienta secuencia que ya alcanza la escalofriante cifra de 857 víctimas mortales del terrorismo que España padece desde aquel 27 de junio de 1960. “ETA nunca asumió la autoría, aunque el 29 de marzo de 1992, a raíz de la captura de la dirección de ETA en Bidart, en el ordenador del jefe del aparato político, José Luis Alvarez Santacristina, Txelis, fue encontrada una cronología de diversos acontecimientos, en la que figuraba la mención a este atentado” (Del excelente libro “Vidas Rotas”, firmado por Rogelio Alonso, Florencio Domínguez y Marcos García Rey).

El sexto aniversario del jueves de sangre debió haberse quedado sólo en expresiones de respeto a la memoria de las 192 víctimas. Pero algunos lo aprovecharon para jalear el ejercicio de intoxicación que consiste en seguir arrojando dudas sobre la verdad judicial de los atentados. Y sobre los autores de los mismos. Como si fueran distintos al grupo terrorista de confesión islámica perfectamente identificado en la sentencia del 11-M. Como si el autor intelectual, localizado o no, fuera alguien ajeno al grupo terrorista de confesión islámica que nos heló el corazón aquella mañana de marzo. Hace seis años ya.


El Confidencial

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