sábado, 27 de febrero de 2010

Dimitir. Por Alfonso Ussía

No tiene vuelta de hoja. Dimitir es renunciar, hacer voluntariamente dejación de algo, como un empleo o una comisión.

Lo garantiza la Real Academia Española, que no se estira en más acepciones. La dimisión, por lo tanto, es una acción voluntaria que no está sujeta a ser aceptada o inadmitida. El que dimite se va porque así lo desea, porque se siente obligado y porque le sale de las narices. Si sus compañeros no aceptan su dimisión, allá sus compañeros. A Franco le dimitieron pocos ministros. Sainz Rodríguez lo hizo desde Portugal; Arrese le anunció su propósito de dimitir durante una breve charleta. Franco no escondió su sorpresa. «No ze precipite, Arreze. Ya dimitirá cuando reciba mi carta agradeciéndole los servicios preztadoz». Tampoco sabía en qué consistía una dimisión. Y la mejor dimisión de los últimos años fue una de las muchas que presentó Anguita en Izquierda Unida. «Dimito, pero si mis compañeros no aceptan mi dimisión, seguiré al frente de la coalición». Y siguió. Y no quiero dejarme en el tintero a Antonio Barrera de Irimo, último ministro del franquismo que se fue voluntariamente, si bien en los atardeceres del régimen anterior.
«En el camino del Pardo
han levantado una ermita
con un letrero que dice:
“maricón el que dimita’’».

Mi querida y admirada Gabriela Bravo, portavoz del Consejo General del Poder Judicial, ha confirmado que los miembros de dicha institución han rechazado por amplia mayoría la dimisión de un tal Gómez Benítez, cuyo mérito más destacado no es otro que ser muy amigo de Garzón. Y Gómez Benítez se ha quedado como vocal de la Comisión de Calificación. Me preocupa que los miembros del Consejo del Poder Judicial ignoren el significado de dimitir. Si Gómez Benítez dimite de verdad, Gómez Benítez estaría ahora mismo en su casa, con rechazo o sin rechazo de la amplia mayoría. Sucede que la perversión del lenguaje políticamente correcto ha prostituido el único significado del verbo dimitir, y aquí todo el mundo dimite de mentira. El que ha dimitido ha sido Manuel Pizarro. Educado almuerzo con Rajoy, educada renuncia a su escaño, y a casa, Tomasa. En España, cuando alguien se mueve en los espacios del poder, es muy complicado que se vaya a su casa. Aquí hay que echar a la gente a patadas, y aún así, se resisten. A Don Juan March se le puso gallito uno de sus consejeros. March no le concedió importancia hasta que éste le presentó su dimisión. «No se la acepto», dijo el millonario. «Me importa un huevo», le respondió el díscolo. Y el díscolo se marchó. Había leído y sabía el significado del verbo dimitir.

Gómez Benítez no ha dimitido porque ha puesto su presumible renuncia voluntaria en manos de otras personas, y ahí se quiebra su propia libertad. Ha hecho un paripé, como casi todos los que «dimiten» sin intención de dimitir. No conozco a Gómez Benítez. La vida no ha sido generosa con nosotros y nos ha impedido la dicha del conocimiento mutuo y el cultivo de la amistad. Pero si Gómez Benítez es un tipo íntegro y ejemplar, está en el deber de reconfirmar su dimisión y abandonar su cargo en el Consejo General del Poder Judicial. No dimitiendo de boquilla, sino concediéndole a la dimisión toda su importancia académica. Porque dimitir es lo mismo que decir «ahí os quedáis, pichones». Y Gómez Benítez es un pichón con escasa vocación de volar. Eso, el amago de dignidad sometido a la sopa boba.


La Razón - Opinión

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