domingo, 15 de noviembre de 2009

Los niños de Casterlsardo. Por Arturo Pérez Reverte

Amarro en Castelsardo, en el norte de Cerdeña, y bajo a tierra a estirar las piernas, relamiéndome de antemano por los espaguetis con bogavante y la botella de tinto local que voy a calzarme en cuanto me siente en la terraza del restaurante Fofó. Me gusta mucho este pueblecito costero por varias razones. Una es que al amanecer impresiona verlo desde el mar, en la distancia, encaramado en su montaña fortificada que hasta hace sólo un par de siglos lo mantenía a salvo de los piratas. La otra es que el recuerdo de la antigua monarquía aragonesa –Cerdeña fue española en otro tiempo, como gracias a los sucesivos ministros de Educación saben perfectamente todos ustedes– sigue presente en sus viejas piedras, en las costumbres y en el habla de sus habitantes, y todo aquí tiene un aire familiar.

Hay una tercera razón, que convierte Castelsardo en uno de mis favoritos de esta parte de la isla: no está saturado de visitantes como Alghero, o Cagliari; y la Costa Esmeralda, con Porto Cervo y los megapijopuertos caros de diseño frecuentados por Flavio Briatore y esas pavas que lo acompañan por amor, Alejandro Agag, Fefé, los honrados Albertos y compañía, queda lejos, más allá de las bocas de Bonifacio. Esta otra parte de Cerdeña es más de andar por casa: señoras mayores sentadas cosiendo o charlando con las vecinas, pescadores con pinta de rufianes que todavía miran las piernas a las turistas que pasan por delante, tiendas modestas, bares humildes y cosas así. La vieja Cerdeña sigue presente aquí, dejándose reconocer –aunque no sé por cuánto tiempo– sin demasiado esfuerzo. Con Castelsardo me pasa lo que con Porto Torres, otro lugar más feo y cutre que está cerca, unas millas a poniente, junto al golfo de Asinara. Bajas a tierra, allí como aquí, y parece que estés, para lo bueno y lo malo, en la España mediterránea de los años sesenta, antes de que el ladrillo y la poca vergüenza lo destrozaran todo. Sólo falta, para creerte en la costa de Murcia o Almería, una pareja de la Guardia Civil, de esas que iban por la costa con el máuser al hombro y la cogotera verde en el tricornio.

También la gente parece más decente. Y no me refiero a honradez y cosas así, porque la condición humana en todas partes cuece las mismas habas. Hablo del modo en que se relacionan y se comportan. Los sardos, quizá por su condición de isleños, son serios de talante, respetuosos consigo mismos y con los demás; y esa manera de comportarse enlaza con muchos de mis recuerdos. Una escena a la que asisto en una de las empinadas calles del pueblo me lleva de modo asombroso al pasado: en una acera, una señora de edad amonesta a dos niños que iban en bicicleta y estuvieron a punto de atropellar a otro niño que jugaba. La señora los reprende con gravedad; y los niños, apoyados en el manillar de sus bicis, la miran muy serios, sin abrir la boca, hasta que al fin asienten respetuosamente y siguen su camino con más atención. La escena me impresiona, pues yo fui, en otro tiempo, uno de esos niños. Recuerdo perfectamente el respeto, temor incluso, con el que los pequeños aceptábamos la autoridad de cualquier persona mayor. Hasta un cachete o palo en el culo, aplicados con oportunidad, moderación y justicia por alguien que no era familiar tuyo, resultaban inobjetables. Era normal que, a menudo, vistas las circunstancias, tus padres diesen la razón a la persona mayor que te reconvenía del modo adecuado. En otros tiempos, a un niño no lo educaban sólo sus padres o maestros. Lo hacían entre todos. Y no era extraño que gente humilde, de modesta condición, tuviera hijos mejor formados en dignidad y maneras que los de clases más acomodadas. En otro tiempo, la urbanidad no era un lujo esnob, sino una forma de relacionarse con respeto. De vivir.

Sigo camino en busca de mis espaguetis con bogavante mientras veo a la señora caminar delante de mí –bata de botones estampada de toda la vida, bastón con el que se ayuda a subir la empinada cuesta–, e imagino cómo se habría desarrollado esa escena en otros lugares de Italia y, por supuesto, en nuestra España cañí. Es como si lo viera. «Hay que portarse bien, criaturas, y no atropellar a la gente», diría la señora. Por ejemplo. Y los niños, dos enanos cabrones de diez u once años, rebotándose con el descaro hoy habitual en la pequeña chusma: «Vete a mamarla a Parla, vieja pelleja. Anda y que te folle un pato loco». Quedando ahí la cosa, claro, mientras el padre o la madre de las tiernas criaturas no anduviesen cerca para amenizar el episodio. «A ver quién te manda echarle broncas a los niños, tía. Con qué autoridad te atreves. Métete en tus asuntos, tontalculo, porque a mis hijos no les riñe ni Dios. Que yo por ellos mato, cacho guarra.» Eso, en el mejor de los casos. Cabe, también, la posibilidad de que a la señora la inflaran a hostias entre toda la familia. No sería la primera vez. Ni la última.

XL Semanal

¿Barcos sin bandera?. PoJosé María Carrascal

DEJEMOS aparte a un gobierno que gobierna a base de crear problemas para tratar luego de solucionarlos, y fijémonos en nosotros, los españoles, si todavía podemos llamarnos así. Los españoles llevamos demasiado tiempo jugando con las cosas, no de comer, sino de existir, como niños que juegan con las bombas encontradas en un descampado. Todo está aquí permitido, nada está vedado, y así nos va. Si puede violarse impunemente no ya la ley, sino la Constitución, ¿por qué no puede meter la mano en la caja un alcalde o un secretario de Estado, cuando el Estado es un pitorreo? ¡Ah! Pero si las cosas vienen mal dadas, en economía, en sanidad, en el océano Índico, al primero que acudimos es al Estado para que nos saque de apuros. ¡Que no somos listos los españoles! ¿Para qué vamos a imitar a los alemanes, como quiere la ministra de Hacienda, si tenemos la fórmula para vivir como Dios? Pedir siempre, no dar nunca, y quejarnos. Sobre todo, quejarnos de esa mala madre que es España.

Ahí tienen al PNV rechazando la bandera española en todo el territorio vasco, pero pidiendo soldados españoles para defender a sus atuneros. Por cierto, ¿llevaba bandera española el Alakrana cuando fue apresado por los piratas, como asegura el abogado de los dos de ellos detenidos? No lo sabemos, pero en las imágenes televisadas que nos llegan de las islas Seychelles, otros atuneros no la llevan, llevan la ikurriña, que no está reconocida como pabellón nacional. O sea que son «barcos sin bandera», sin derechos reconocidos internacionalmente. En España se puede quemar sin el menor riesgo la bandera española, pero por ahí fuera resulta peligroso salir sin su cobijo. Son cosas que no caben en la mente estrecha de los políticos nacionalistas, pero que pasan. Y me gustaría preguntar a toda esa gente que se manifiesta para pedir la vuelta a casa de los 36 tripulantes del Alakrana, víctimas inocentes en este juego de ambiciones e irresponsabilidades, si un Estado Vasco tendría los medios para defender a sus pescadores, a sus empresarios, a sus técnicos, a sus simples turistas por esos mundos de Dios y del diablo. O, más sencillo todavía: si creen que los chicos que queman contenedores, extorsionan y pegan tiros en la nuca se embarcarían en los atuneros para defenderlos de los piratas somalíes. Porque una cosa es jugar a Estado y otra muy distinta, asumir sus funciones. Algo que no han hecho ni harán nunca nuestros nacionalistas, no porque España se lo impida, la pobre ya no puede impedir nada, sino porque la necesitan aún más que el resto de los españoles, para sacarle todo lo que puedan y denigrarla el máximo posible, que a la postre viene a ser lo mismo. Pujol recordaba el otro día la fábula del escorpión y la rana. Don Jordi siempre tan oportuno. El escorpión es un alacrán.

ABC - Opinión

Allí, para siempre. Por Alfonso Ussía

«Miré al cielo y todo estaba negro. El negro del cielo se unía con el negro de los tejados de las casas. Eran las doce del mediodía y la luz, o la falta de luz, era de noche negra. Busqué refugio en una taberna, y la cerveza que bebían los clientes, era cerveza negra. Estaba en Belfast». Esta agradable y generosa descripción se debe al talento de Robert Linley, un modesto escritor ingles de historias de viajes domésticos. Nuestros cielos cantábricos, desde los vascos a los gallegos de la cornisa norteña, aún en días de galernas, vientos noroestes locos y panzas de burro estáticas y lluviosas, son luminosos si los comparamos con los de Irlanda del Norte. Se trata de que Iñaki De Juana Chaos sea extraditado a España o no. José Antonio Vera escribió días pasados en este periódico un sagaz artículo titulado «Mejor que no vuelva». Un juez irlandés tiene en sus manos la decisión. Los abogados del criminal que ha penado en España menos de un año de cárcel por cada uno de sus crímenes, han comunicado al juez que, de volver a España, De Juana Chaos podría caer en una profunda depresión que le llevaría a la muerte. Otro chantaje más. Curiosa depresión en quien ha asesinado a veinticinco inocentes. Pero aún así, me uno a la opción de Vera. Mejor que no vuelva. En Belfast para siempre.

Si De Juana volviera a España, cumpliría o no, una breve pena de prisión. Y en unos pocos meses estaría libre. Sería el héroe de las «herriko-tabernas». Le invitarían a pinchos y chacolí, al menos durante unas semanas. De Juana y su chica, Irati Aranzábal, no podrán vivir nunca como una pareja normal. Estarían en tensión y agobio hasta en su propia casa de San Sebastián. Pero mejor el agobio en San Sebastián que la tranquilidad en Belfast. Iñaki De Juana, el asesino, ha sido tratado en las cárceles españolas como un pachá. Chantajeó al Gobierno con unas alimentadísimas huelgas de hambre. Fue vergonzosa moneda de cambio del «proceso de paz» montado por Zapatero y Batasuna. Las autoridades penitenciarias le permitían, de acuerdo con sus antojos y apetencias, compartir con Irati toda suerte de quiquis y sucedáneos, con el mérito de que ni uno ni la otra asistieron nunca a los talleres de masturbación de la Junta de Extremadura. De Juana comenzó a sentirse preso con su libertad. Y a experimentar la inseguridad en sus largos y chulescos paseos donostiarras. Sus amigos terroristas del IRA le encontraron en Belfast el nidito de amor que exigía su nueva condición de casado. Y tanto ella como él, están hasta las narices de Belfast. La depresión le ha sobrevenido por amanecer en Belfast un día sí y otro también. La recuperación del asesino será un engorro para todos. Mejor que no vuelva. Para un español, y el canalla de De Juana lo es aunque no quiera serlo, la libertad en Belfast es más cárcel que la prisión en cualquiera de los centros penitenciarios de España. No he conocido a nadie que prepare con ilusión un viaje a Belfast. Sabino Arana eligió Lourdes para su viaje de novios. Sabino buscaba un milagro que no se produjo. Poder consumar su matrimonio. De Juana creyó encontrar en Belfast su libertad inmerecida. Que la disfrute, si es que en Belfast se disfruta la libertad. Y que no vuelva. Que se muera allí.

La Razón - Opinión

Tomar nota. Por Maite Nolla

Leo en un periódico digital que los dirigentes del PP tomarán nota de quienes no acudan a la campus party de Barcelona. Los votantes deberían tomar nota de los que vayan.

Leo en un periódico digital que los dirigentes del PP tomarán nota de quienes no acudan a la campus party de Barcelona. Los votantes deberían tomar nota de los que vayan. Y es que para que no digan, me he tomado la molestia de leerme el programa de la convención y para sorpresa del personal, no existe ni una sola referencia a nada que tenga que ver con los motivos que llevaron al PP a recurrir el estatuto de Cataluña. Se va a hablar de educación (Ana Mato), de vivencias sociales ante la crisis, de empleo estable y con futuro (Javier Arenas, eterno líder de la oposición en Andalucía –debe ser por eso–), de reformas para una sociedad competitiva (Montoro), del espacio, de cultura, de ser emprendedor no significa estar sólo (con Alicia Sánchez Camacho), de los libros digitales, de instituciones para una sociedad libre (con Federico Trillo), de investigación, de deporte (con Rajoy –y no es broma, que está colgado en internet–), del cambio climático, de austeridad (con Soraya), de la sociedad del bienestar, de igualdad de oportunidades para las mujeres y de tres o cuatro vacuidades más. Léanselo, si no tienen nada más que hacer.


Es cierto que yo soy amiga de Daniel Sirera y me fastidia que le humillen, pero no busquen ustedes entre los ponentes y deponentes a Pizarro, a Esperanza Aguirre, a Paco Caja, a Carmelo González o a Xurde Rocamundi. Eso sí, mucho apellido Fernández, Montserrat o Mato, que también son una dinastía. Vamos, lo que es un partido familiar. Y no busquen una ponencia sobre el estatut, la financiación autonómica, ni una medio idea sobre que el Estado vuelva a ejercer competencias que hoy son autonómicas y que se utilizan en perjuicio de la gente. En cambio, podrán encontrar a Josep Miró i Ardèvol, seguramente como puente colgante de lo que el PP quiere hacer en el futuro y, claro, la cosa cambia, que diría Diego El Cigala.

La presidenta del PP de Cataluña y Soraya anuncian que aprovecharán el momento para pedir un pacto contra la corrupción y la reforma del Código Penal, y parece que el Gobierno les está haciendo caso. Repasemos pues, cuál fue la actividad del PP en materia de persecución de la corrupción entre 1996 y 2004. ¿Saben cuántos artículos se reformaron o introdujeron en el código en ese periodo? Uno. El 445 bis, en enero de 2000. Y, ¿saben de qué iba? Pues de la corrupción en los organismos internacionales y del tráfico de influencias como el del dúo Kofi-Koho o el que permanentemente afecta al Comité Olímpico Internacional, en el que España y los madrileños se dejan cada cuatro años unos cuantos millones de euros.

No se cambió ni una coma de los artículos relacionados con el cohecho, la prevaricación, la malversación de caudales públicos o el tráfico de influencias. Está bien que la señora Camacho proponga ahora “medidas activas” de lucha contra la corrupción, como lo llama ella. Ocho años de pasividad lo requieren.

Por cierto, antes de acabar, quiero agradecer a don José Manuel Lara que inserte publicidad gratuita de esRadio en el periódico que sostenemos a medias los contribuyentes y él. Y además, hay anuncios día sí y día también. De verdad, señor Lara, muchas gracias. Ya sabe que la empresa con la que colaboro es pequeña y que cualquier publicidad es bienvenida. No sabemos si de los dos negocios ruinosos que apoyó, el estatuto de Cataluña y un periódico en quiebra, se arrepiente más de uno que de otro, pero que se arrepiente de ambos, seguro. Pero que este detalle no emborrone mi más sincero agradecimiento.

Libertad Digital - Opinión

El pírrico Rajoy. Por M. Martín Ferrand

PIRRO, rey de Epiro, al frente de un ejército de 20.000 infantes, 3.000 jinetes, 2.000 arqueros y 500 honderos experimentados consiguió, en el siglo III antes de Cristo, una rotunda victoria sobre los romanos; pero su número de bajas fue tan alto que, mientras contemplaba el campo de batalla, en las orillas del golfo de Tarento, les dijo a sus escasos capitanes sobrevivientes: «Otra victoria como esta y vuelvo solo a casa». La ventaja que tiene Mariano Rajoy, a la vista de la Convención del PP que se celebra en Barcelona, es que ya viajó solo al territorio que pastorea Alicia Sánchez-Camacho. Se trataba, tras las turbulencias que tienen hecho unos zorros al gran partido de la oposición, de proyectar una imagen de unión y fortaleza. Ni lo uno ni lo otro.

La número dos de la formación, María Dolores de Cospedal, antes de que los acontecimientos y los gestos pudieran contradecirla, se apresuró a decir, como respuesta al significativamente ausente José María Aznar: «Tenemos un proyecto, un partido, un gran presidente y un gran líder». Lo dijo sin inmutarse, sin agitar el rímel, con la firmeza de quien no tiene dudas, pero quienes saboreamos los acontecimientos sabemos que, siendo verdad lo del partido, lo demás está en veremos. El proyecto es ignoto y el presidente transcurre envuelto en nubes de ambigüedad, nieblas de pereza, brumas de irresoluta autoridad y una calima de indecisiones que invisibilizan esa grandeza que le atribuye la secretaria general del partido.

La larga crisis que viene padeciendo el PP desde las legislativas de 2.004, en las que nos sobrevino Zapatero, tiene multitud de componentes y los más son de naturaleza autonómica. No es fácil la unidad en una España disgregada. La desafección fáctica de Esperanza Aguirre y la no menor, aunque menos ostentosa, de Francisco Camps son el paradigma que mejor resume la situación para quienes preferimos no menudear en lo morboso. La Convención de Barcelona trataba, al modo de las viejas celestinas, de recomponer las apariencias de unión y concordia; pero Rajoy volverá a Madrid como el rey Pirro después de su campaña italiana. Más solo que la una. Cuando hoy pronuncie su gran discurso, la pieza nuclear de la reunión de rabadanes -todo lo demás es campaña catalana-, Aguirre y Camps no estarán presentes. Los presidentes son fruto de la organicidad; los líderes, de la adhesión.

ABC - Opinión

Descomposición. Por José María Marco

¿Por qué hay que solidarizarse con quien ha hecho de la voluntad de distinguirse de uno el eje de casi toda su vida?

Baroja se solía burlar de los nombres de los barcos españoles y más en particular –creo recordar– de los de su tierra vasca. Apuntaba que en Francia se llaman Ma poule o Ma Belle y aquí en España Begoña y Javier, o Ave María. Lo lógico, siguiendo esta línea, es que hoy se llamaran Asier eta Itziar, o Gorka eta Patxi, pero ha debido de haber varios saltos de los que antes se llamaban cualitativos y ahora los barcos, en particular los pesqueros, llevan nombres tan sugestivos como Alakrana. Sólo el nombre merecería un tratado etno-antropológico que estudiara lo que va del matriarcado ancien régime al matriarcado alternativo, secesionista y socializado.


Y muy poco amigo de los españoles, obviamente. De las cuestiones más interesantes del secuestro del barco pesquero en el Índico es ver salir a flote, pidiendo la intervención del Gobierno español, a personas que, por lo que se ve, no han demostrado nunca mucha solidaridad ni mucha compasión con otros que han sufrido problemas de violencia parecidos, o incluso peores, a los que ellos están sufriendo ahora.

Hay quien ha argumentado que estos pescadores deberían ir a buscar la protección del Gobierno vasco. Yo no estoy de acuerdo con esta propuesta, si es que se puede llamar así. Por si sirve de consuelo a quienes la formulan, se puede argumentar, muy justificadamente, que el Gobierno español no lo va a hacer mejor que el vasco, por mucho cuerpo diplomático, judicatura, abogacía del Estado y fuerzas armadas de las que disponga.

El Gobierno central (o español según la neolengua hispanosocialista), ha tratado a los familiares, o a las esposas, de los pescadores, con la misma desenvoltura con la que ha tratado a los familiares de las víctimas de los terroristas. Según lo que esos familiares dijeron hasta que se callaron y sugirieron que todo el mundo hiciera lo mismo, han sido tratados sin el menor interés, sin la menor simpatía, sin la menor compasión. Ya sabrán cómo se las gasta el Gobierno con quienes no son de su agrado, aunque no sabemos si la lección les habrá hecho más compasivos con el dolor ajeno.

La actitud que ha tenido el Gobierno hacia las familias de los marineros es, en realidad, la consecuencia de una política. El Gobierno socialista se ha empeñado en destruir cualquier rastro de solidaridad nacional. La empresa viene de mucho antes, claro está, pero culmina en estos últimos seis años. La consecuencia es que en la sociedad española aparecen fracturas que hacen cada vez más difícil que alguien se ponga en el lugar del otro, sobre todo si sufre. Los catalanes no quieren ser españoles, muchos vascos tampoco y los españoles, por su parte, también los consideran ya extranjeros. Así todo.

¿Por qué hay que solidarizarse con quien ha hecho de la voluntad de distinguirse de uno el eje de casi toda su vida? Las concentraciones de apoyo, por ejemplo, han sido notablemente reducidas y el interés del asunto se centra mucho más en la increíble gestión gubernamental que en la suerte de los secuestrados. Al final, las familias o las mujeres de los marineros se encuentran solas ante un Gobierno que les trata como si fueran súbditos molestos. Y no les queda nadie a quien recurrir, como no sea algún sindicato que las utilizará para sus enjuagues de cursos, subvenciones y liberados.

Para cumplir su plan de darle la puntilla final a cualquier solidaridad nacional, el Gobierno ha seguido toda una línea de conducta: poner al frente de las fuerzas armadas a una pacifista ignorante del abecedario del ejército; anular la capacidad ofensiva –e incluso defensiva– de las fuerzas armadas; incluir la defensa de los barcos españoles en una operación europea que no cubre el espacio en el que trabajan estos barcos y que lleva, por cierto, un nombre de sabor poético y aspiraciones feministas.

Si a este programa se añade la incompetencia del Gobierno, su incapacidad para prever nada, la descoordinación y el general sálvese quien pueda, se encontrará escrita la minuta de una descomposición.

Libertad Digital - Opinión

Paroxismo surrealista. Por Ignacio Camacho

EL contraste más claro de la incompetencia de este Gobierno se produce cada vez que ha de hacer frente a una crisis, sea estructural como la económica o puntual como la del «Alakrana». Diseñado para la política gestual, para elaborar marcos superficiales de debate ideológico o para urdir operaciones de ingeniería social, se enreda en graves dificultades cuando se halla ante cualquier situación de emergencia que requiera decisiones tajantes u ofrezca variantes inesperadas o fuera de control. La falta de proyecto y de experiencia -pese a que ya son cinco años en el poder- provoca una acusada tendencia a la improvisación de soluciones desorientadas que a su vez van generando nuevos problemas en una desquiciada espiral de zozobra; esa manera repentista de gobernar se ha convertido en la característica más acusada del zapaterismo, al que las coyunturas críticas sitúan en un bloqueo caótico.

Ese colapso que suele atenazar al Gabinete en circunstancias de apuro ha alcanzado un punto paroxístico con el secuestro del «Alakrana»; a los habituales errores de precipitación, falta de perspectiva e incluso desconocimiento de los protocolos elementales de respuesta se ha unido en esta ocasión la evidencia de una profunda descoordinación de los resortes de poder ante la clamorosa inhibición del presidente. El azacaneo de varios ministros inclinados a actuar por su cuenta sin un mínimo de cohesión ha derivado en un choque frontal entre la titular de Defensa y la vicepresidenta del Gobierno, cuya disparidad de criterios se ha hecho visible en medio de un vertiginoso embrollo de competencias agravado por la intervención del poder judicial. La sensación de desconcierto y de desorden se ha apoderado de una opinión pública atónita por el espectáculo de un Estado en jaque ante el desafío de unos vulgares piratas asaltabarcos. Atrapado por la escandalosa confusión de sus colaboradores directos, Zapatero no ha encontrado mejor salida que la de culpar a los medios de comunicación de incrementar el embrollo y tratar de imponerles un silencio que no ha logrado establecer en su propio equipo, junto al que el ejército de Pancho Villa parecería un modelo de jerarquía, discreción, precisión funcional y disciplina de ajuste.

Sólo el riesgo objetivo que corre la vida de treinta y seis rehenes impide que este descalzaperros se convierta en el risible esperpento de un Gobierno a la deriva, enredado en su propio desbarajuste, y de una Justicia tan deteriorada en sus principios que ha llegado a plantearse el modo de burlarse a sí misma. Pero ni siquiera el siniestro suspense del rescate puede aplazar ya el asombro social ante esta exhibición de surrealismo político, que está haciendo trizas el Estado de Derecho y ha arrasado ya los últimos jirones de confianza en un Gobierno tan inoperante que ni siquiera necesita oposición para llevarse la contraria.

ABC - Opinión