jueves, 17 de diciembre de 2009

Zapatero y Mandela. Por José María Carrascal

Desde el «Bambi» que le colgó Alfonso Guerra, a Zapatero le han llamado de todo: frívolo, improvisador, irresponsable, radical, mentiroso, asustadizo, desleal. Lo último es chantajeable. Hoy, le chantajean Marruecos y Aminatu Haidar, como ayer le chantajearon los piratas somalíes y los gibraltareños, los sindicatos y los nacionalistas catalanes, vascos, gallegos y canarios. Le chantajeó incluso un etarra, De Juana, ¿recuerdan su huelga de hambre? Más algún otro del que no nos enteramos. Suele ocurrir cuando alguien adquiere fama merecida o inmerecida de demasiado complaciente.

No es éste, sin embargo, el rasgo más característico de nuestro presidente de Gobierno. Lo que mueve a Zapatero, lo que persigue desde que llegó al poder con una determinación digna de mejor causa es ganar la guerra que perdió uno de sus abuelos frente al otro. No vino, como nos dijo, a hacer una «Segunda transición». Vino a enterrar la primera, y con ella, el compromiso que representó entre las dos Españas de renunciar a sus posiciones extremas, para encontrar un espacio común, donde pudieran vivir todos los españoles.


El famoso «consenso» del que tanto se habló, la «tercera España» equidistante de las otras dos, por la que suspiraba Antonio Machado, finalmente conseguida. Pero lo que comenzó como sueño alcanzado iba a alejarse con el paso de los años. Las dos Españas que nos hielan el corazón, no estaban por la labor. Una entró a tiros en el Congreso con ánimo de secuestrarlo, intento por fortuna abortado. La otra empezó a cuestionar la Transición. La llegada al poder del nieto de un colaborador de Franco confirmó sus temores de que la derecha volvía, y con ella, la España de siempre. Únanse los que sólo habían aceptado a regañadientes el compromiso por no sentirse españoles -los nacionalistas- y tendrán una combinación explosiva. Faltaba la chispa que la hiciera explotar. Se la proporcionó el 11-M, donde el gobierno Aznar cometió todos los errores posibles: no prever los atentados, dar información errónea sobre ellos, empecinarse en el error. Todo el afán de revancha acumulado durante el franquismo y el resentimiento hacia Aznar estallaron como una olla exprés. La Transición pasó de cuestionada a amortizada, y la Constitución, de terreno común a campo de enfrentamiento .

El hombre para esta nueva etapa era José Luis Rodríguez Zapatero, que representaba el nuevo -¿o era el viejo?- espíritu. No perdió un minuto en llevarlo a la práctica. Su primer cuidado fue expulsar de la escena política al PP, cosa fácil, al haber quedado grogui por la derrota. No contento con eso, «pasó» de todo lo que oliera a derecha en España y estableció lazos con los partidos nacionalistas más extremos, como ERC en Cataluña y el BNGA en Galicia, mientras en el País Vasco iniciaba una negociación con ETA, sin hacer caso de las malas experiencias de gobiernos anteriores, incluido el de Felipe González. Nos salvó el extremismo de unos extremistas que lo querían todo, pues de haber aceptado lo que les ofrecía -a los catalanes, el estatuto que le pidieran, a ETA, más que un estatuto-, a estas horas, España hubiese dejado de ser nación y puede, Estado.

Pero ésta era -¿y sigue siendo?- la «agenda Zapatero». Acabar con la vieja, caduca, retrógrada, España de derechas. Desquitarse de las derrotas, humillaciones y desencantos de la izquierda durante siglos. Para ello encontró ayuda en los muchos resentidos que hay en un país donde la envidia es el pecado nacional y toda contrariedad se torna ofensa personal.

Lo que olvidó este hombre, demostrando que su incapacidad como estadista supera incluso a su capacidad de rencor, es que cometía el mismo error que intentaba corregir: su intento de amputar la derecha le dejaba sin medio país. Y si Franco no consiguió acabar con la izquierda española en un régimen totalitario, menos iba a conseguir él acabar con la derecha en un régimen de libertades. Sin embargo, en vez de desanimarse por ello, se volcó aún más en su proyecto, con el resultado de que olvidó el resto de los problemas de España, sobre todo la necesidad de cambiar un modelo económico fundado en el ladrillo por otro basado en la competitividad, productividad y modernización. Nada de extraño que la crisis económica nos haya cogido prácticamente en cueros y que si en parados estamos a la cabeza de los países de nuestro entorno, en recuperación estamos a la cola. Zapatero ha perdido cinco años negociando con ETA, discutiendo sobre el Estatuto catalán y tratando de acabar con la derecha, por desconocer lo que Publilius Syrus recomendaba: «no te vengues del vecino quemándole la casa, si está al lado de la tuya». Ahora, pide ayuda, ¿adivinan a quién?, al PP para apagar el incendio.

La venganza no ha sido nunca una buena política. Puede traer alguna satisfacción personal, pero en el marco de las relaciones humanas, ha sido siempre una fuente de desgracias, al volverse contra quienes la practican, en un intercambio de golpes sin fin, que termina con ambas partes deshechas, como Goya mostró con brutal realismo en uno de sus aguafuertes. Al parecer, no hemos aprendido.

Me ha sugerido estas reflexiones, aparte de la actualidad española, la película «Invictus», recién estrenada en Nueva York, otra obra maestra de Clint Eastwood. Basada en la vida de Nelson Mandela, nos presenta, con una calidad artística insuperable, no sólo a uno de los personajes más carismáticos de nuestro tiempo, sino también la dimensión moral de su ejemplo, que desborda por los cuatro costados la pantalla. Pese a haber estado 28 años en la cárcel, el primer presidente negro surafricano no accedió al poder con ánimo de revancha, sino dispuesto a ser el presidente de todos sus compatriotas. Para demostrarlo, la primera decisión que tomó fue que sus guardaespaldas serían los de su antecesor, blancos por tanto. Una decisión, como otras por el estilo, que le trajo críticas de sus propios seguidores. Pero Mandela era consciente de que todo intento de ajustar cuentas iba a dar al traste con la frágil democracia que inauguraba y, posiblemente, con el propio país. A diferencia de Zapatero, Mandela sabía que la mejor venganza es no parecernos a quien nos injurió, sino ser mejor que él.

Quien se recrea en ella mantiene abiertas las viejas heridas, y la tarea de todo gobernantes auténtico es cerrarlas. En el film, vemos cómo Mandela insiste en mantener la bandera, el himno y otros símbolos de un régimen que había significado opresión y humillación para los negros, pero necesarios para mantener unido un país amenazado por la secesión e incluso por la guerra civil. La cima de esta política integradora le lleva a adoptar como deporte nacional el rugby, practicado por los blancos y despreciado por los negros. Pero ayudado por el capitán de la selección, papel que Matt Damon borda, logra que Suráfrica sea readmitida en las competiciones internacionales de las que llevaba años excluida y que el país entero vibre al unísono cuando su selección conquista la copa del mundo.

La realidad surafricana no es tan risueña como nos muestra Eastwood en su última película, pero tampoco tan diferente, ya que el país se libró del baño de sangre que muchos le predecían, gracias a la visión de su primer presidente negro.
Aparte de acabar bien, algo de agradecer en nuestros días. Altamente recomendable, pues, para todos los públicos. Cuanto más poderoso, mejor.


ABC - Opinión

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