Cuando Madrid, según las quintillas de Nicolás Fernández de Moratín, era «castillo famoso que al rey moro alivia el miedo», se alanceaban toros en su Plaza Mayor; pero esto de alancear difuntos, tan zafio e inútil, tiene menos garbo y ninguna gracia. Gallardón no es «el bravo alcaide Aliatar/ de la hermosa Zaida amante...», ni sus ediles merecen el sonar ruidoso, entre solemne y bullanguero, de los añafiles y los atabales. Una capital cuajada de obras insoportables, ensimismada en una tómbola olímpica en lugar de estarlo con un proyecto cívico y urbanístico de más enjundia y menos linimento, no debiera perder el tiempo de su máximo y más representativo órgano rector en darle al pasado pellizcos de monja. Quienes han gestionado, y gestionan, la ciudad más endeudada de Europa -posiblemente del mundo- y llevan amontonado un debe cercano a los 6.000 millones de euros habrían de mostrarse, aunque sólo fuere por guardar las apariencias, más sesudos y equilibrados. En razón de la biología y en aras del sistema educativo, más de la mitad de los madrileños, los menores de 35 años, no saben quién fue Franco y la otra mitad le tenemos tan distante como a Recaredo o Chindasvinto. ¿Hacen falta tanta pompa y tanto gasto, tanta obra y tantísimo boato para tomar razón de que Franco ha muerto?
ABC - Opinión
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