miércoles, 24 de junio de 2009

Si Montilla quisiera... Por Pablo Molina

EUROPA, más cansada que vieja, vive una importante y arriesgada crisis de talento político. Paralizados los supuestos de Lisboa por el capricho irlandés, que hasta los gatos quieren zapatos, el Continente vive lánguido y estéril. Con las únicas y tenues excepciones que suponen los liderazgos de Angela Merkel y Nicolas Sarkozy, el resto de la Estados integrantes de la Unión atraviesan por una situación de vacío cuasi absoluto en sus cúspides de poder: una escasez que sólo se alegra con algunas anécdotas de alcoba, como las que genera Silvio Berlusconi, y con una agigantada crónica de sucesos que, junto con las del corazón, integran el pasto principal con el que los medios, incluso los tradicionalmente tenidos por serios, alimentan a sus decadentes y respectivas clientelas.

La originalidad del caso español en el seno de tan poco estimulante batiburrillo reside en que aquí, en puridad, no es el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, el que tiene en sus manos los controles básicos del poder y la capacidad decisoria suficiente para enfrentarse a las crisis globales y específicamente nacionales que tanto nos empobrecen y angustian. Zapatero da la cara; pero quien manda y decide es José Montilla, el president de un exótico tripartito de quien depende la continuidad del teórico líder del socialismo español.

Zapatero, el de las maldades, tiene paralizada la vida española. Aquí, ni se toman las medidas necesarias para sanear el sistema financiero -sin considerar la crítica situación de las Cajas de Ahorro-, ni se modifica, como predica ya hasta Jean Claude Trichet, el ordenamiento laboral vigente para dar paso a una mayor competitividad de nuestra decaída economía. Zapatero espera las instrucciones de Montilla y Montilla, pobrecito, aguarda un rayo de luz que le ilumine dentro de la caverna política que se ha fabricado contra la voluntad de los electores y frente al sentido socialista clásico, que no coincide necesariamente con el sentido común, pero del que nunca el PSOE estuvo tan lejos como ahora.

Los mínimos caprichos del nacionalismo catalán, ni tan siquiera sus intereses más respetables, condicionan el todo de la política española porque la partitocracia en que ha degenerado la escuálida democracia nacional ha terminado por convertir lo accesorio y marginal en fundamental y decisorio. Un juego temerario de efectos tan predecibles como calamitosos.

ABC - Opinión

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