Tampoco para los propios iraníes será posible pasar página como si tal cosa. Aunque la represión haya logrado poner sordina a la protesta, la fractura del régimen ha salido a la luz del día y todos saben que tarde o temprano las venganzas se irán ejecutando, incluyendo a aquellos que han accedido a aparecer en público «confesando» su participación en las protestas, al estilo de las grandes purgas en las peores dictaduras. La sangre inocente que se ha vertido en las calles de Teherán no se desvanecerá y aunque el miedo puede acallar las gargantas de aquellos que piden reformas, la ya antes cuestionada legitimidad del actual régimen de Teherán está manchada para siempre.
En estas circunstancias, los países occidentales tienen que hacer frente a la peor de las alternativas: un Ahmadineyad enrocado en su intransigencia, acosado por sus propios errores, e inclinado hacia la confrontación con el exterior para tratar de distraer las tensiones en el interior. Precisamente pensando en las aspiraciones del régimen de los Ayatolás para dotarse de armas nucleares, cualquier intento de apaciguamiento es un arma de doble filo. Antes de cualquier tentación de legitimar la permanencia de Ahmadineyad en el poder hay que tener en cuenta que la posibilidad de llegar a un acuerdo con él es la misma que la de hacer que reconozca que la elección presidencial no fue justa.
ABC - Editorial
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