lunes, 12 de enero de 2009

Minúscula epopeya. Por Gabriel Albiac

El desajuste horario y ese desquicio anímico que ponen los vuelos trasatlánticos me habían despertado mucho antes de que amaneciese. Al descorrer la cortina, Amherst no existía apenas. No era, al menos, visible. En su lugar, una bellísima monotonía blanca fosforescía, tan infinita como el cielo negro e igual que él de cristalina. Ni rastro de carreteras, calles o caminos. Apenas si perfiles vagos de los edificios; la nieve, pensé, con sólo aquel punto de referencia, no debía bajar de los dos metros. Recordé cómo, al llegar a la Universidad de Massachussets, seis horas antes, comenzaban a caer unos vagos copos. Bueno, pues no habría Congreso. Me era indiferente. Nada cuenta, frente a la hipnótica belleza de la nieve. Y allí, sentado ante aquella metáfora primordial del infinito, los orfidales acabaron por hacerme efecto. Cuando abrí los ojos, era ya de día. Y en el desierto blanco, una dura cuadrícula marcaba a tiralíneas carreteras y calles. Limpias. Y, en la trinchera con la cual la nieve las perfilaba, se apreciaban mejor los dos metros de altura de aquel milagro blanco. Coches y peatones circulaban con la normalidad de siempre. Siguió nevando en los tres días que siguieron. Hubo Congreso, por supuesto. No recuerdo que nadie se quedase en aeropuerto o carretera. Cuando sugerí a un colega tal posibilidad, me miró con un aire entre curioso y compasivo. ¡Qué cosas más raras se les ocurren a estos españoles! Fue hace ya algunos años. El autobús de retorno a Boston no modificó en un solo minuto su trayecto. Y el avión salió del aeropuerto a la hora exacta. No he podido sino recordar aquello con envidia en estos días madrileños. El viernes, yo, con la empecinada monotonía de todas las mañanas de todos los días de todas las semanas de mi vida, andaba amarrado al duro banco de mi galera turquesa, o sea, al teclado del ordenador. Pasadas las once y media, me llamó mi hija mayor, que había cogido la ruta del cole antes de las nueve. Saqué en limpio que, tras dos horas de ruda marejada a través de calles sincopadas por un centímetro y medio de nieve, habían logrado llegar hasta la puerta del colegio. Suertudos, que eran. La mayor parte de las rutas y la casi totalidad de los profes fueron tragados por el cataclismo y nadie acertaba a dar razón empírica de lo que hubiera podido ser de ellos. Se procedió al repliegue táctico. Mi hija pequeña logró retornar al punto de partida hacia las cuatro y media de la tarde, previo operativo de rescate, a medias entre su madre y la de una amiguita inmersa en igual epopeya. La mayor y yo nos lo pasamos pipa tirándonos bolas de nieve en el Parque del Oeste, cosa que su hermana no nos perdonará el resto de nuestras vidas. Nada funcionó. Lo cual puede hasta dar risa. A la hora de tomar un avión, por ejemplo. Y encontrarse uno con que el tercer aeropuerto de Europa se ha quedado paralizado por la apocalíptica capa de nieve de dos centímetros. Y constatar uno la lógica -Magdalena dixit, que ni Pixi, que diría su colegui- de que los quitanieves comparezcan en las pistas al cabo de siete horas. Y apreciar uno cómo, tres días después, los aspirantes a viajeros siguen haciendo camping vigilado en Barajas. Epopeya en minúsculas.

La Razón - Opinión

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