Los niños y los adolescentes nos reíamos mucho de ello. Pasamos años riéndonos de los esfuerzos litúrgicos de los mayores. Hasta que, por defunción, no pudimos contarles a quienes nos habían hecho aquel regalo lo importante que para nosotros había sido. Después, tras haber visto muchas desgracias y muchísimos muertos en morgues no sólo tercermundistas sino también centroeuropeas, muy cercanas a la Catedral vienesa de San Esteban, retorné a la Nochevieja vienesa. A la mañana siguiente siempre sentía el ánimo que me daba la Marcha de Radetzky del Musikverein, para mí inseparable de mi querido e inolvidable Paco Eguiagaray. Volví también, por supuesto, por toda la familia y amigos que allí sé que me quieren y que celebran unas Navidades y un Fin de Año con solemnidad y formas muy diferentes a lo que aquí por desgracia se ha impuesto.
Cada año que pasa creo más en los símbolos y en los gestos. Quizás alguien podría adivinar que es a la liturgia. Cada día valoro más a quienes aprecian y respetan las formas. Cada vez venero más a las formas mismas. Hubo tiempos en los que personajes que se presumían indestructibles, una especie de ícaros chulescos, planeábamos sobre los acontecimientos y la historia con la arrogancia shakespeariana de quienes, sin límites ni Dios, tocábamos todas las teclas del sentir humano con el desprecio definitivo al escrúpulo y al trato. Hoy me acuerdo una vez más de Viena y soy feliz porque un amigo, Carlos Herrera, está recorriendo mis veredas entre el Bräunerhof de Thomas Bernhard y el Landtmann de Altenberg. Entre el martini seco del Bar Azul del Sacher y el aguardiente de pera del Hawelka. Y pienso en el amor a las formas de mi padre, su perseverancia en la solemnidad que sus hijos se tomaban a broma y en la contundencia de las costumbres en la articulación de las formas de la amistad y del amor. En que la vida buena es en gran parte liturgia. Viena es mi prueba.
ABC - Opinión
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