sábado, 2 de febrero de 2008

Es la política, estúpidos

TODA oposición tiene la mayoría que se merece. El viejo Popper tenía razón hace ya más de sesenta años (La sociedad abierta y sus enemigos) y la tendría hoy en estas vísperas electorales españolas en las que su aforismo se convierte en diagnóstico del presente y, al mismo tiempo, en pronóstico de futuro. Porque, a medida que se cacarean propuestas y contraórdagos para rebañar sufragios al precio del olvido de los principios y de la ausencia de escrúpulos, o se lanzan videos y blogs en la red con el sólo propósito de ridiculizar o demonizar al contrario, con el resultado de que los propios autores son quienes incurren muchas veces en el esperpento, los perfiles se difuminan para quienes, sin camiseta de hoolingan que ponerse, querrían fiar su elección a los méritos propios de los candidatos.

Para estos electores desvalidos el resultado ya casi da lo mismo, porque comienzan a sospechar que, pase lo que pase el 9 de marzo, nada va a cambiar sustancialmente respecto del infierno (o del desierto) del que venimos. Y se resignarán a elegir, no una opción que colme sus preferencias aunque sea sólo en parte, sino el menor de los males: triste consuelo; o, simplemente, se quedarán en sus casas. Para estos ciudadanos, cualquiera que venga ser mayoría u oposición, unos se habrán merecido sobradamente a los otros. Y el pueblo español, piensan, a ninguno de ellos.

Las comparaciones son siempre arriesgadas (nunca odiosas), pero resulta casi inevitable echar una mirada a lo que está ocurriendo al otro lado del Atlántico para no sucumbir, en este orilla, al descreimiento en la política. Allí también brillan las navajas y menudean las puyas envenenadas contra los oponentes, pero hay demasiada gente que no se regocija con la sangre ni ríe según qué gracias. En Carolina del Sur, los Clinton probaron la medicina que muchos electores americanos suelen reservar a quienes, por un puñado de votos, no dudan en ensanchar las fracturas raciales o en menospreciar las cualidades del contrario. El resultado es que, en la ascensión hacia el supermartes del próximo día 5, Hillary y Bill cargan ahora a cuestas con el sambenito de la «vieja política» (los sondeos siguen apostando en su favor, pero los estudios de opinión, lo sabemos desde Iowa, los carga el diablo), mientras que la familia que compendia algunos de los ángulos más rancios de la democracia americana, los Kennedy, se cree en el derecho de traspasar al candidato Obama la «antorcha del cambio» que enarboló JFK hace medio siglo.

Los candidatos americanos esconden en sus cuerpos costurones de todas las medidas, adquiridos en las mil batallas que han debido librar desde los escalones más bajos (condados, alcaldías, legislaturas de los Estados, Cámaras del Congreso) hasta convertirse, después de innumerables esfuerzos, en una opción a la presidencia del país. Están forjados en el tesón y el espíritu de lucha, y ven en el contrario, salvo excepciones, un reflejo de su propia imagen de fajador admirable. Como dos púgiles veteranos, los candidatos americanos se respetan y se temen, y cualquier descuido en ese aspecto puede costarles el combate.

En España, muchos de nuestros candidatos han incubado sus ambiciones en las mesas de despacho de una sede partidaria, o en una concejalía o escaño autonómico recibido graciosamente por un mandamás del partido, del que se convierten en clientes (en el sentido romano del término). Allí, agazapados y sumisos, esperan una oportunidad para dar el próximo salto. Y los partidos, para evitar tentaciones, ofrecen a sus electores un menú cerrado del que no se puede cambiar ni el café. La fragilidad del sistema representativo español quedó al descubierto cuando el partido (PSOE) que intentó un remedo de lo que en Estados Unidos es moneda común (el sistema de primarias) casi revienta por las costuras. No puede decirse que, en España, la indeferencia o el tedio sean vicios de ciudadanos perezosos. No elegimos candidatos; nos los eligen. En Estados Unidos, los aspirantes se curten en la política; aquí, en la obediencia. Y, a pesar de todo, los ciudadanos siguen acudiendo a las urnas. Merecerían más consideración.


Eduardo San Martín
ABC

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Mal vamos si tenemos que tomar como modelo de comportamiento a los políticos americanos. Creo que los ejemplos de los últimos 15 años bastan para ver que, aunque nuestro sistema no sea el ideal, todavía tienen algún peso (y lo digo con la boca pequeña) las ideas de los que concurren al "cuadrilátero" electoral. Pero bueno, esto se acabará cuando los candidatos dependan de los espónsors y patrocinadores más que de sus propias ideas. En estados unidos, los candidatos se respetan porque en realidad no son más que los cabezas visibles de una gran multinacional, y sus ideas no son más que una elemento más del marketing que, cualquier día de estos, desaparecerán de sus programas electorales. Aquí, de momento, el debate ideológico aún está claro. Y esperemos que lo siga estando. Y que se diversifique aún más, que con esto ganaríamo todos, los de la derecha, los de la izquierda, los del centro y los de más "p'adentro".