Fue en el Cádiz de las Cortes, además, donde el patriotismo brota y se convierte, como dijera el poeta Quintana, en «una fuente eterna de heroísmo y prodigios políticos». «Patria» y «amor a la patria» eran vocablos que venían de la Antigüedad clásica, pero «patriotismo», novedad del siglo XVIII, hacía referencia a la predisposición para sacrificarse por la colectividad. El patriotismo, así entendido, recibe un impulso decisivo de los constitucionalistas gaditanos.
En Cádiz se forja una idea de España, pero en la fragua se fundieron las ideas precedentes, dándose así continuidad a un proceso que todavía no ha podido detenerse. En aquellos debates parlamentarios confluyeron -dije antes- sensibilidades muy diversas, que es costumbre agrupar alrededor de las distintas filiaciones ideológicas de los Diputados: realistas, americanos y liberales. Sería esta última la orientación ideológica dominante en nuestro primer texto constitucional, pero son evidentes los vestigios debidos a quienes no lograron imponer sus planteamientos. Y, por encima de todo, es llamativa la terca voluntad liberal en presentar como simple actualización de la tradición y de la Historia lo que constituían verdaderas innovaciones revolucionarias. Hasta tal punto se era consciente de que no se trabajaba sobre el vacío o desde la nada, sino a partir de una entidad histórica que reclamaba una nueva formulación política.
Y tal sería la Constitución de 1812. Un texto constitucional, el primero auténticamente español, de tantos méritos como trágico destino. Su vigencia fue en verdad pequeña, pero su influjo se ha hecho notar hasta nuestros días, y desde el principio disfrutó del mejor predicamento más allá de nuestras fronteras. Se inserta, sin duda, en la escogida tradición de las Constituciones que han marcado la senda del constitucionalismo universal, que arranca con la de los Estados Unidos y, pasando por Cádiz, recorre México y continúa por Weimar y Bonn, trazando un mapa constitucional que tiene aquí en España una de sus capitales. Para nosotros, particularmente, supuso el inicio de la modernidad, el nacimiento de la España que conocemos. Una España cuyos contornos enseguida hubo que revisar a raíz de la emancipación americana, pero que en lo sustantivo se ha demostrado capaz de llegar a los doscientos años.
Se crea así una España que es Estado; y Estado constitucional, unitario, descentralizado y liberal. En verdad sólo puede hablarse del proyecto de una España así definida, pues en Cádiz apenas se inició un proceso que, en esa línea, tardaría muchos años en realizarse. Quizás tantos como los que median hasta la Constitución que nos dimos en 1978. Pero el proyecto ya estaba entonces trazado y los primeros pasos pudieron comenzar a andarse.
El punto de partida fue la soberanía de la Nación española, fundamento primero de un Estado que trae causa de la voluntad soberana formalizada en la Constitución. El arranque no podía ser más radical ni, tampoco, más extemporáneo, demasiado adelantado en el contexto de una Europa de Cartas otorgadas que se movía al ritmo desacompasado del Congreso de Viena. De allí la causa de su perdición a manos de los Hijos de San Luis. Tardaría en recuperarse aquel axioma, pero ya era un dogma irrenunciable de nuestra incipiente tradición constitucional. Soberanía de la Nación, del Pueblo, concebido como sujeto unitario al que no cabe oponer otros sujetos de su misma calidad. Se admitirían, a lo sumo, unos sujetos subordinados y constitutivos de la Nación, a los que no puede corresponder otra cosa que una autonomía que, por definición, no es soberanía.
Preguntarse por la idea de España en la Constitución de Cádiz es hacerlo por la España que hoy vivimos. No es, por supuesto, la definitiva. Si algún día alcanzáramos una España perfectamente acabada habríamos dado con una España moribunda, desprovista del genio que ha hecho posible su continuada reinvención, necesaria para su acomodamiento en cada tiempo histórico. Pasados ya casi doscientos años cabría preguntarse si el modelo gaditano muestra ya signos de agotamiento; si, como sus predecesores, ha cumplido un ciclo y se impone volver a comenzar. No lo creo.
La España de principios del siglo XXI apenas recuerda en lo económico, social y jurídico a la España de 1812, pero la abrumadora distancia que media entre una y otra se ha recorrido con el Estado nacional inaugurado en Cádiz y sucesivamente perfilado en las Constituciones que jalonan nuestra accidentada tradición constitucional.
El viaje ha sido difícil, demasiadas veces penoso y hasta trágico, pero la nave botada en San Fernando no ha hecho agua y mantiene el rumbo de la singladura que entonces emprendimos y que en la Historia cuenta los días por centurias.
Quizás Europa, se dirá, acabe siendo el trance histórico que imponga una nueva idea de España. Acaso así ocurra, pero no debe olvidarse que la construcción europea es obra, ante todo, de los Estados y España es uno de los más antiguos y de mayor peso histórico. En la futura organización de Europa la realidad profunda de España encontrará, sin duda, la manera de traducirse en una idea acompasada con esa nueva organización. Casi dos mil años son prueba fehaciente de que en esta Península hay una Nación que pugna por manifestarse como una unidad protagonista de la Historia.
Como afirmara Muñoz Torrero en las Cortes Generales y Extraordinarias, y consta en la página 1745 del Diario, «yo quiero que nos acordemos que formamos una sola Nación, y no un agregado de varias Naciones».
Así se dijo, así se sintió en aquel templo del constitucionalismo mejor: «Una Nación verdaderamente una; donde todos sean iguales en derechos y obligaciones, iguales en cargas». «Aquí no hay provincia, aquí no hay más que la Nación, no hay más que España», leemos en el Diario de las Cortes.
Manuel Jiménez de Parga de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas