sábado, 25 de noviembre de 2006

El acoso a Ciutadans

Ya ha empezado el linchamiento. Primero fue la invisibilidad, el silencio, el desprecio. Pero ahora que los Ciutadans están aquí, con nada menos que tres relucientes escaños en el Parlamento catalán, los que ayer se negaban a verlos entienden que ya ha llegado el momento de tirarles piedras.

Y uno tal vez podría entenderlo -que no comprenderlo- si las pedradas provinieran sólo de la casta periodística catalana, de esa tribu aldeana que prorrumpió en obscenos aplausos cuando los políticos a quienes debían vigilar pergeñaron ese flamante Estatuto que refrendó menos de un 40% del electorado. Si los proyectiles vinieran sólo de esas filas pastueñas, de esos sumisos ciegos que no quieren ver los tres por cientos ni los derrumbes de barrios enteros en la fosa séptica que recorre la Ciudad Condal; si, como digo, sólo ellos fueran los lapidarios, uno lo aceptaría como otra manifestación más de la obediencia debida, de la adicción al éxtasis colectivo del que únicamente disfrutan los que tienen derecho a vivir bajo la confortable sombra de los cocoteros del oasis polaco. Los periodistas allí no quieren ser excluidos de esa sombra. Saben que la norma sagrada es no molestar a los políticos locales, todos niños bien del «seny», el Ensanche y la Sagrada Montaña de Montserrat. A cambio de respetarla, tienen toda la libertad del mundo para disparar contra un gigante de cartón que allí no asusta ni a los niños: un gigante espantoso, culpable de todos los males de Cataluña, un gigantón de barro llamado España. Ya me lo advirtió hace meses el mismo Albert Boadella cuando le pregunté por su apoyo a Ciutadans y por las consecuencias que le podría traer su postura firme en defensa del bilingüismo y la idea de una Cataluña imbricada en España. Él me dijo que nada había que temer mientras no sacasen un solo diputado; que si no enturbiaban el estanque, serían contemplados con cierta displicencia despectiva. Pero, ay, si lograban representación parlamentaria, mucho se temía que entonces tendría que irse de Cataluña por su propia seguridad. «No nos lo perdonarán», me dijo. ¿Quién? Quise saber. «Los políticos profesionales», contestó. ¿Los nacionalistas? Él me miró con cierta tristeza y negó con la cabeza. «No, ésos no serán los peores en el acoso». Y el resto de la amarga respuesta se diluyó en el atardecer. Pero, después de haber leído cómo un columnista de «La Razón», ese periódico de derechas decidido defensor de la idea de España, tilda a Albert Rivera de cobarde por definirse cercano a la socialdemocracia, he de recordar compungido el resto de la respuesta que se llevó el aire aquella tarde. Cuando un tío cómodamente sentado en su butaca madrileña acusa de falta de valor a quien se juega el tipo por poder definirse español en Cataluña, es que la vía de agua abierta en la fachada partitocrática es muy grande. Ahora me doy cuenta de cuán acertado era el diagnóstico de Boadella. Ciutadans, como grupo marginal, folclórico, algo atrabiliario, es perfectamente digerible, de fácil amortización, incluso divertido para el «stablishment», para esos que se reparten en amistosa francachela los ayuntamientos, las consejerías, los cargos, los túneles y los tres por cientos. Ahora bien, como grupo político parlamentario, sin hipotecas con entidades crediticias, patronales, sindicatos, lobbies, editoriales o grupos mediáticos, Ciutadans es una amenaza, un estorbo, el maldito espejo que retratará cuán fofos son los profesionales de partido. A la denigración se han sumado, pues, los conservadores que tanto se llenan la boca con la palabra España, para estupor de sus propios votantes. Pero es que el votante de uno y otro signo, llevado por su infantil buena fe, no acaba de darse cuenta de que la política de partido es un coto cerrado, un campo embarrado con sus propias reglas del juego, consistentes sólo en garantizar la supervivencia de los jugadores por delante de cualquier otra consideración. Incluso los escasos medios de comunicación que apoyaron el experimento en Cataluña se aprestan ahora a negarle utilidad alguna fuera de los estrechos márgenes regionales, sin tomar en cuenta el creciente número de ciudadanos formados y críticos de toda la nación que ya estamos hartos de que nos vendan la misma burra una y otra vez. El linchamiento ha empezado pronto. Y los linchadores profesionales no pararán hasta devolver a Ciutadans a la marginalidad, de donde consideran que nunca debió salir. Pero será cosa nuestra, señora, de usted y mía, el que lo consigan. ¿Estamos tan inermes como nos suponen? Bueno, pronto saldremos de dudas.

Miquel Silvestre (La Nueva España) (11/XI/06)

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