miércoles, 15 de diciembre de 2010

UPyD: la verdadera cara del proyecto de Rosa Díez. Por Francisco García y Álvaro Ballesteros

La mayoría de ustedes ya conocen la historia de UPyD, o más literalmente: el partido de Rosa Díez. Ya saben lo que ha pasado desde 2007 y hay muchos que se preguntan por qué ese partido no levanta cabeza: un diputado en el Parlamento vasco, una diputada en el Congreso de los Diputados, y un diputado en el Parlamento Europeo. Mucho discurso retórico, populista, y muchas más historias y rumores de ruptura, de abandonos sonados, de ataques inverosímiles entre afiliados, de decepción y engaño por parte de la Dirección.

Nosotros, Francisco García y Álvaro Ballesteros, nos conocimos a principios de 2008 después de habernos afiliado a UPyD en 2007, ilusionados por poder trabajar junto a otro montón de gente de todo el país por lo que creíamos era una historia de regeneración democrática y futuro. Francisco García fue el encargado de desarrollar la política de UPyD en el área de Defensa (al tiempo que Rosa Díez era portavoz del Grupo Mixto en la Comisión de Defensa del Congreso de los Diputados), y Álvaro Ballesteros, el encargado de coordinar desde su inicio, la política Exterior del naciente partido. Ambos redactamos las secciones en estas materias (y en otras), del programa de UPyD para las elecciones Generales de 2008, y juntos creamos en 2009 el programa con el que el partido se presentó a las elecciones Europeas de ese año. Escribimos múltiples artículos, colaboramos con muchísima gente, viajamos por el país reuniéndonos con unos y otros en campañas electorales y aprendimos mucho de muchos. Encontramos un montón de gente buena e interesante, con motivos e ilusiones similares a las nuestras; y encontramos también un montón de gente amarga con historias en nada similares a las nuestras, cuyo objetivo era medrar en la política a toda costa, para lo cual se habían fabricado un partido a su medida: ya solo necesitaban votantes fieles, no militantes comprometidos y críticos. Una regeneración democrática, pues, hecha por y para políticos profesionales (unos nuevos y otros muy antiguos), aplaudidos por una masa ilusionada de ingenuos idealistas y, cómo no, de segundones interesados venidos de otros partidos y que buscaban así una posibilidad de “regeneración laboral” en primera persona. “Heroicos regeneradores de la democracia” que encontraron en el apaño con Rosa Díez la vía para evitar el ocaso de su carrera política, al tiempo que ofrecían la coartada para hablar de transversalidad en el nuevo UPyD. Una transversalidad tan retórica y vacía de contenido como el resto del equipaje del partido.

Hizo falta algún tiempo, convivencia y comunicación para darnos cuenta del negocio político que se estaba fraguando por y para los socios de honor de ese Club dirigido por el triunvirato con nombre de diputada. La historia de Rosa Díez, Carlos Martínez Gorriarán y Luis Fabo, el triunvirato todopoderoso, es la historia del “más de lo mismo” que Zapatero descorcha cada mañana en sus ensueños de Peter Pan. La banda de los tres (y sus siervos feudales en cada región) dirigieron el partido desde el primer día basándose en una severa y autoritaria desconfianza hacia todos aquellos que realmente dimos forma al tinglado con nuestra participación e ilusión, esfuerzo, tiempo y dinero. Estos tres nuevos dioses del Olimpo jugaron con las ilusiones de muchos y dejaron en el vacío a los miles de españoles que necesitaban, para seguir sintiéndose ciudadanos de derecho, la aparición de un proyecto nuevo que aportase una dinámica renovadora a la gastada realidad política española.

Nosotros abandonamos juntos el partido, el mismo día en marzo de 2010, incapaces de seguir apoyando a gente sin vocación ni preparación, situados en ámbitos de decisión interna sobre temas clave, sin otro mérito que la relación de mecenazgo del nombrado triunvirato. Fueron duros y largos meses junto a otros militantes, de intercambio de dudas y preguntas sin respuesta; largos meses para comprender que todo lo que se le ofrecía a la sociedad española desde UPyD era una absoluta representación teatral. UPyD, ya no puede ocultar que su realidad es la de un proyecto tristemente abortado por la avaricia de un grupo muy reducido; un proyecto que es además inexistente en multitud de Comunidades Autónomas. UPyD es hoy un partido centralizado por y para el trío afincado en Madrid y que hace aguas en todo el país. Tanto es así que en Comunidades como Andalucía, Extremadura, Galicia, Cataluña, Murcia y Baleares, los aprendices de aparatchiks al servicio del triunvirato (cuatro o cinco personas juramentadas tras sus estancias de adoctrinamiento organizadas por UPyD en Llanes, Asturias) han conseguido reducir el número de afiliados en el partido a cifras esperpénticas. Todo valía para asegurarse el control de la organización antes de que esta empezase a andar (y a generar jugosas subvenciones estatales, dicho sea de paso): candidaturas electorales prefijadas directamente desde la Dirección, primarias falseadas como en Baleares, contradicciones sangrantes entre la propaganda y lo dispuesto en los crecientes expedientes internos abiertos, campañas de desprestigio contra cualquier intento de articular una alternativa al triunvirato, y una falta de transparencia en lo económico que nos hace pensar lo peor.

Todo ello hizo que muchos viésemos la luz de la traición y el engaño. Fue el regalo de Rosa Díez, una verdadera profesional de la política, a los ingenuos ciudadanos que creíamos poder aportar nuestro grano de arena al funcionamiento del país (coto cerrado para los de siempre). Algunos se fueron ya en 2008, muchos más en 2009 (especialmente tras las Europeas y tras un primer Congreso que fue una verdadera oda al fascismo/estalinismo más brutal), y muchos más les siguieron los pasos en 2010, entre ellos nosotros dos. No sabíamos, inmersos en nuestro desengaño, la que nos esperaba: ataques y descalificaciones personales desde la sede del partido contra todos los críticos (a los que Rosa Díez llegó a calificar de “batasunos” en un Congreso al mejor estilo Ceaucescu), y la torticera praxis de envío de comunicaciones vía email en las que no somos parte.

Ahora, ya desde la lejanía de los que nos sentimos liberados de toda responsabilidad política, viene el momento de la visión calmada y del análisis incluso cómico de la realidad del partido con nombre de diputada. Un partido que ha conseguido en tres años poner en fuga a cientos de ciudadanos comprometidos con un proyecto inicialmente novedoso; reducir su militancia a la mitad, y tener ya más detractores (conocedores de su realidad interna) que apoyos. En definitiva, reducir su proyección de futuro a un tercio de los votos que recibieron en 2009. Un partido en perpetua contradicción entre lo que hace y lo que dice; que ya moviliza a menos gente que el de Carmen de Mairena en Cataluña, pero cuya agresiva reactividad supera a PSOE y PP juntos. Un partido que no podrá mantener por mucho tiempo la mascarada porque con los medios actuales los españoles no son tan engañables como antes. Una lección que una política tan profesional como la diputada Díez parece no haber entendido bien. Quizás es por ello por lo que anuncia a los votantes catalanes que dieron recientemente la espalda a su falso proyecto regenerador, que les perdona y que les dará una nueva oportunidad para votar por ella en el futuro. No dirán que la Divina no es generosa, ofreciendo una nueva oportunidad a tantos.

Lo cierto es que, a día de hoy, UPyD es una especie de avión de carga antiguo que se va dejado parte del armazón y la estructura por el suelo al poco de intentar echar a volar. Un avión que lleva entre su carga múltiples incongruencias y contradicciones: un equipaje tan pesado que ni el nuevo Airbus A-380 podría alzar el vuelo con él. UPyD es hoy un partido que critica el desvarío del Estado autonómico, pero que defiende el Estado federal (igual que los nacionalistas cuyo discurso dice rechazar). Un partido que dice defender los derechos de los homosexuales, pero que vota en contra de ellos en el Parlamento Europeo. Que dice rechazar las prebendas de una clase política atrincherada en las instituciones, al tiempo que crea su clase política dentro de las estructuras del partido para asegurarse el control de todo. Que dice escuchar las críticas provengan de donde provengan, pero que luego se llena la boca acusando a sus críticos de ser de “extrema derecha” o “extrema izquierda” para deslegitimar el discurso crítico sin tener que afrontarlo. Un partido que pide transparencia pero que luego presenta cuentas opacas ante sus afiliados, y que hace un Congreso que no pasaría la más mínima evaluación democrática. Un partido que critica a los partidos “tradicionales” por haber provocado la desafección de la ciudadanía con respecto a la política, al tiempo que su propio Consejo de Dirección (presentado en lista cerrada, a pesar de defender las listas abiertas) recibe el apoyo de menos del 30% de los afiliados del partido con derecho a voto. Un partido que alardea de que cualquiera puede presentar su candidatura a los cargos internos, pero que se dedica a expedientar a los críticos antes de las elecciones internas para impedir que estos puedan presentar su candidatura una y otra vez. En fin, una delicia de “regeneración democrática” que hace que hasta Zapatero vuelva a parecer el corderito de Norit en los ojos de muchos ex-afiliados magenta cuando se lo compara con la diputada Díez.

Por todo ello es por lo que nos fuimos de UPyD en su momento, y por lo que ahora nos afanamos en pedir disculpas a la sociedad por haber (inconscientemente) propagado una mentira muy peligrosa. Hoy intentamos corregir el daño hecho exponiendo a nuestra sociedad el verdadero cariz del chiringuito magenta, en la esperanza de que los nuevos partidos que se creen en el futuro no sean nuevas versiones de este descarnado timo del tocomocho. Al fin y al cabo, hemos de recordar que muchos de nosotros nos afiliamos a UPyD porque queríamos impulsar un proyecto regenerador y de esperanza en este país que amamos y que queremos mejorar. Estamos seguros de que la Historia recordará a Rosa Diez y a su galera precisamente por el gran daño hecho a la confianza de tantos que se acercaron por primera vez a la política, y por el daño hecho a la propia regeneración democrática que tanto anhelábamos.

España y nuestra democracia se merecen, sin embargo, que sigamos aportando nuestro esfuerzo común y buscando opciones democráticas mejores. Hoy, a pesar de nuestra diferencia generacional y profesional, nosotros dos reivindicamos que formamos una nueva generación. La de los ciudadanos comprometidos por el futuro de su país, que no tiran la toalla a pesar de haber sido engañados por Rosa Díez y su chiringuito magenta. Somos esos cuyas críticas se quieren ignorar calificándonos de resentidos y de abanderados del “quítate tú para ponerme yo” (precisamente la doctrina enarbolada por el triunvirato y sus seguidores).

Aun así, queremos decir bien alto y claro que nosotros no nos fijamos solo en el dolor por haber sido engañados, y queremos animar a muchos a que hagan lo mismo, recordando la pasión inicial que desprendíamos y la esperanza que sentimos al cogernos de la mano para impulsar lo que creíamos era la mejora del país. Eso no nos lo puede robar ni Rosa Díez, ni su cohorte de paniaguados, ni nadie. Esa ilusión mágica está dentro de nosotros y si seguimos alimentándola, España podrá levantar cabeza y nuestra política podrá ser regenerada. Desenmascarar a los impostores es tan solo el primer paso para intentar impulsar una política nueva, limpia y mucho más transparente. Esa nueva manera de hacer política que nuestro país necesita tan desesperadamente y que, sin duda, España y los españoles se merecen. Nosotros, humildemente y como tantos otros ciudadanos, nos la merecemos.


Alvaro Ballesteros es experto en Seguridad Internacional y Política Exterior.
Francisco de Asis García González es experto en Politica de Defensa.


El Imparcial - Opinión

Estado de alarma. La excepción como norma. Por Agapito Maestre

Zapatero nunca quiso avenirse a gobernar con los mecanismos clásicos del Estado de derecho, siempre ha estado incómodo, entre otras razones porque nada más llegar al poder cuestionó que el genuino alojamiento del Estado de derecho fuera la Nación española.

He escrito más de doscientas de columnas en este periódico sobre el peculiar régimen político que Zapatero ha impuesto, desde el 11-M de 2004 hasta hoy, en España. Si tuviera que buscarle un hilo conductor, una constante, a todas ellas creo que sería la búsqueda de la excepcionalidad como régimen ideal del socialismo de Zapatero. Por eso, precisamente, no me ha extrañado nada que este personaje declarara el estado de alarma para solucionar un conflicto laboral. Menos todavía me sorprende que prolongue esa situación en el tiempo y el espacio.

Por el contrario, Zapatero demuestra una coherencia sin igual en toda Europa. Ha conseguido, además, que su "régimen de excepcionalidad" lo justifique la propia Constitución. Ha manejado la propia debilidad de la Constitución con maestría; seguramente, lo ha hecho mejor que lo hicieron en el pasado dictadores relevantes, o en el presente gentes como Chávez en Venezuela, para llegar o mantenerse en el poder. Sí, por empecinarse en la duda, todas las Constituciones tienen siempre un punto débil, a saber, "normar" la creación de un Estado de Excepción que, por mucha legislación que haya al respecto, siempre nos sitúa al borde del abismo democrático. Y ahí estamos. La cosa viene de lejos.


Y porque viene de lejos, de hace casi siete años, me sorprende que muchos se extrañen por el estado de alarma decretado por Zapatero. O son cínicos o son imbéciles quienes se hacen de nuevas por la excepcional medida adoptada por un presidente del Gobierno que ha elevado lo anormal a normal, lo atrabiliario a común y, en fin, ha convertido la arbitrariedad en norma de conducta de Gobierno, es decir de desgobierno antidemocrático.

Zapatero nunca quiso avenirse a gobernar con los mecanismos clásicos del Estado de derecho, siempre ha estado incómodo, entre otras razones porque nada más llegar al poder cuestionó que el genuino alojamiento del Estado de derecho fuera la Nación española. Fue el primer golpe que dio a la débil Constitución española. Desde entonces hasta aquí, son pocos los días que no se haya cometido alguna tropelía contra los mecanismos de funcionamiento normal del Estado de derecho... Para qué hablar del sometimiento del resto poderes a sus designios, o para qué recordar su empecinamiento con el Estatuto de Cataluña para acabar con lo poco que nos quedaba de nación.

Cualquiera que haya seguido con un poco de atención la trayectoria política de Zapatero, desde la Oposición hasta el nombramiento de vicepresidente segundo de Pérez Rubalcaba, pasando por el 11-M y días posteriores, sabe que la extravagancia, por decirlo suavemente, ha sido y es su principal fuente de manejo del poder. La afectación, la falta de naturalidad democrática, en fin, su tendencia a la excentricidad política siempre ha limitado con los comportamientos de los viejos dictadores, incluso su forma de vendernos que "él es un demócrata de toda la vida" ha sonado extraña, según han demostrado con solvencia critica analistas políticos muy diferentes, valga citar a modo de ejemplos los libros Gustavo Bueno, El fundamentalismo democrático, y el de José García Abad, El Maquiavelo de León (por cierto que este último ha reconocido que fuera del PSOE a Zapatero sólo le gusta pescar... ¡Les recuerda a alguien!).

Varias son las figuras que adquieren esa extravagancia, por otro lado, mejor planificada de lo que suponen sus adversarios políticos; en mi opinión, los nombres de esas figuras son resentimiento, encanallamiento y excepción. A ello vamos, directamente, al estado de excepción. ¡De qué extrañarse! No seamos ingenuos, amigos, estamos ante la primera etapa de la solución excepcional. Pensábamos que el estado de excepción en España era una cosa de los libros de historia, pero muchos se han quedado aturdidos ante esta jugada clásica, o mejor, vieja, de ajedrez político: el poder lo tiene, en efecto, quien puede crear la situación de excepción. El poder, sí, es de Zapatero. El resto, o sea lo demás, pamplinas.


Libertad Digital - Opinión

El gran juego. Por Gabriel Albiac

Como siempre, las proclamas doctrinarias sirven muy bien para ocultar los flujos de la cuenta corriente.

CONSEJO primordial de Maquiavelo al Príncipe: absténgase del robo. «Están de tal modo hechos los humanos, que olvidarán el asesinato de su padre, pero no la pérdida de sus bienes». Olvidarán a González, recordarán a Zapatero. ¿Qué son unos cuantos muertos, si uno se pone a compararlos con el drama de perder el trabajo o no poder seguir pagando la hipoteca?

Y así con todo. Nada es lo que parece en estos días, cuando al espectro entero del único partido que de verdad ejerce en España desde el fin de la dictadura, el socialista, se ha transmitido la certeza de vivir las vísperas de un desastre electoral mayúsculo. Nada es lo que parece. Y hasta lo que tal vez sea verdad —la cercanía del fin de Rubalcaba, por ejemplo— sirve de engaño. Todos en el PSOE saben que sobrevivirán pocos. Todos maquinan que pague el vecino. O, si preciso fuera, la madre (no pienso en Pajín, conste), amante, o hijo. No anda el horno para sentimentalismos. Aquí todos son de la pasta del orondo gánster del Halcón Maltésde Hammett. «Es como un hijo para mí», pero que cargue con el muerto. «En esta vida, hijos hay muchos; Halcón Maltés, sólo uno». En esta vida, sí, hay cantidad de amigos y parientes; pero oficio con secretaria, sueldo, dieta y chófer sin dar golpe no hay más que uno.


Como siempre, las proclamas doctrinarias sirven muy bien para ocultar los flujos de la cuenta corriente. Que es de lo que aquí se trata. «Izquierda», como «derecha» son hoy vocablos hueros de significado. Y densos de connotación, en mayor o menor medida alucinada. Logotipos, marcas. Pero cualquier empresa sabe lo que la marca consagrada vale: todo. Basta poner su etiqueta, para que una ajada estofa se trueque en «estilismo»: lo inmaterial, el nombre, hace hoy preciosa a la quincalla. La empresa política —pues que de eso se trata, bajo el periclitado nombre de «partido»— en nada se distingue de las otras. Un logotipo al cual dora más de un siglo de alcurnia, es un tesoro. Da dividendos sin necesidad de mover un dedo. Y hace joya de todo aquello sobre lo cual imponga su cuño: del crimen como de la caradura; o de la simple incompetencia.

No estaría nada bien que nos fingiéramos ingenuos. No lo somos. No lo es ya nadie a estas alturas del viaje. Y no, no es la representación lo que está en juego. No lo es la democracia. Nadie mata —salvo en raros momentos de locura colectiva— por representación o democracia. Al menos, en sociedades razonablemente seculares. Los hombres civilizados matan por preservar sus bienes. Materiales. Y a la formula maquiaveliana, opondrá Hitler un cinismo modernista: «yo siempre llamo a los míos a enriquecerse; nada une más que el robo compartido». Los hombres civilizados matan siempre que ven amenazada la riqueza que atesoraron.

En unos meses, tendrán lugar las elecciones autonómicas y municipales; luego, en fecha indefinida, las generales. Sueldos en juego: muchos. Negocios: muchos más. Si alguien quiere atisbar la turbulenta trama que burbujea en el fondo de la ciénaga socialista, sólo tiene que hacer un listado de prohombres del partido que hayan tributado alguna vez al fisco por algo que no les venga de la política. Todos los que no están en esa lista son la clave. Todos.


ABC - Opinión

Rubalcaba. Estado de nervios. Por Pablo Molina

Hablar de Estado de derecho y socialismo resulta incongruente, claro, pero hasta el PSOE había respetado siempre ciertos límites formales. Ahora ya no.

El Gobierno de Rubalcaba le ha cogido gusto a las excepciones constitucionales y parece muy cómodo con el estado de alarma que decretó el día de autos. En España sólo los socialistas pueden actuar de forma autoritaria a pesar de sus constantes apelaciones a las cuatro virtudes cardinales del progresismo (diálogo, talante, mestizaje y tolerancia), porque para eso se han encargado de manipular el imaginario colectivo dotándose de una legitimidad que debería negárseles aunque sólo fuera por la perversidad de las ideas que profesan. La derecha política, travestida de un centro-reformismo esquivo, es incapaz de hacer algo parecido ante la amenaza cierta de ver arder todas y cada una de sus sedes a causa de los mismos que hoy alaban la altura de miras de Rubalcaba, dispuesto a prorrogar la excepcionalidad democrática lo que sea menester, es decir, hasta que le salga de los pajines.

Si el aturdimiento inicial, provocado por el boicot de los controladores y la necesidad de superar esa crisis nacional en el menor tiempo posible, podían servir de disculpa para las medidas extremas adoptadas, el Gobierno de España, con Rubalcaba a la cabeza, debería abstenerse de prorrogar ahora una situación anómala cuya extensión en el tiempo sólo obedece a la "inetitud" del responsable de Fomento y sus compañeros y compañeras de Gabinete.

Porque, ¿qué ha hecho el ministro Blanco en los diez días transcurridos desde que estalló el motín? Nada, como saben bien hasta los blanquistas más irredentos. El caso de Pepiño no hubiera desentonado si el Ejecutivo estuviera dirigido por el otro "ineto", pero siendo presidente Rubalcaba hay una exigencia de efectividad reclamable a todos sus miembros y miembras aunque sea para hacer el mal.

La prolongación del estado de alarma hasta que pasen las fechas navideñas es tan sólo el reconocimiento de la incapacidad de un Gobierno para gestionar los asuntos comunes utilizando los recursos normales del Estado de derecho. Hablar de Estado de derecho y socialismo resulta incongruente, claro, pero hasta el PSOE había respetado siempre ciertos límites formales. Ahora ya no. Casualmente todo comienza a torcerse cuando Rubalcaba decide sustituir a Zapatero al frente del Gobierno. ¿Casualmente?


Libertad Digital - Opinión

Rubalcaba, caudal de rumores. Por M. Martín Ferrand

El último grito, en que coinciden zurdos y diestros, es comparar a Rubalcaba con Joseph Fouché.

A la mesocracia madrileña, a la que le sobran funcionarios para ser estrictamente burguesa, le encantan las intrigas. Los muchos mentideros que se salpican por Madrid, generalistas o especializados, gustan de analizar rumores, sopesarlos y, en su caso, sustituirlos por otros más divertidos e inquietantes, incluso dándole prioridad a la fantasía sobre el rigor y, generalmente, en confusión entre la realidad y los deseos. De un tiempo a esta parte lo que se lleva es hablar, bien o mal —según familias—, de Alfredo Pérez Rubalcaba a quien algunos socialistas ven como el ungüento amarillo capaz de aliviar todos los alifafes que tienen marchita la rosa y dolorido el puño. En las derechas, tanto más cuanto menos firmes sean éstas en rechazar métodos indeseables en bien de un objetivo conveniente, el de Solares parece un mal menor, la más próxima y probable sustitución de José Luis Rodríguez Zapatero, lo que es tanto como suponer que Zapatero se rinde, Rubalcaba acepta y, sobre todo, que José Blanco, guardián de las llaves del partido, transige con la chapuza.

El último grito, en que coinciden observadores zurdos y diestros, es comparar a Rubalcaba con Joseph Fouché. Es mucho comparar. El francés se hermana con el cántabro en el gusto de ambos por el espionaje y, en general, cualquier tipo de escudriñamiento en beneficio propio y perjuicio ajeno. Salvando las distancias terminológicas, Fouché fue varias veces ministro del Interior (o de Policía) antes de sus más gloriosos quince días en que presidió la Comisión de Gobierno en que sirvió al tránsito de Napoleón II a Luis XVIII. Rubalcaba es velocista, no un fondista como su mala comparanza gala, y, aunque los dos estudiaron en colegios religiosos, el de Fouche, los seguidores de San Felipe Neri, era abierto y, para su tiempo, avanzado y forjador de hombres recios; el de Rubalcaba, los marianistas del Colegio del Pilar, el orden franquista en estado de prudente obediencia.

Dicen que Rubalcaba es muy listo. Pudiera serlo en la medida en que la astucia sea síntoma de ello y no de cautelas patológicas. Si se concretan los pronósticos que circulan sobre él, conseguirá ser presidente de Gobierno sin encabezar unas elecciones y ser baranda socialista sin trámite congresual. No es mala marca. Ahora bien, si es tan listo como cantan sus augures y reconocen muchos de sus adversarios, ¿cómo es posible que, siendo parte fundamental del pedestal de poder en que se asienta Zapatero, haya llevado al todavía presidente a una situación tan límite y penosa? Para reconocer su talento habría que señalar también otras cualidades menos virtuosas.


ABC - Opinión

Moncloa usa el estado de alarma con carácter preventivo. Por Antonio Casado

Dos objeciones a la prórroga del estado de alarma hasta el 15 de enero solicitada por el Gobierno y que el Congreso de los Diputados autorizará mañana con toda seguridad con o sin los votos del principal partido de la oposición. La primera es su carácter preventivo. La segunda es precisamente el escaso interés de Moncloa por recabar la complicidad del PP. No es buena noticia en asunto de mayor cuantía.

Hablamos del carácter preventivo de la medida que alumbrará el Consejo de Ministros del viernes. Eso tiene difícil encaje en los supuestos descritos en la regulación legal de los estados de alarma (ley orgánica 4/81 de 1 de junio), pues ahora reina la normalidad, aunque sea forzada. Repárese en que, a diferencia del estado de alarma declarado el sábado 4 de diciembre, no estamos ante un caos como el de aquel infausto día. ¿Cómo argumentar la necesidad de prolongar unas medidas excepcionales si la situación no es excepcional?


Los controladores aéreos están en sus puestos y el transporte aéreo funciona con normalidad. Con la militarización de las torres y de sus servidores, ya no hay desbarajuste en los aeropuertos, ni colapso en la prestación de un servicio público esencial, ni apagón en el derecho a la libre circulación de los ciudadanos.
«A diferencia del estado de alarma declarado el sábado 4 de diciembre no estamos ante un caos como el de aquel infausto día. ¿Cómo argumentar la necesidad de prolongar unas medidas excepcionales si la situación no es excepcional?.»
Por tanto, la prórroga solo puede concederse a título preventivo, por mucho que el concepto le moleste al vicepresidente Pérez Rubalcaba. Es palmario que se opta por la prórroga del estado de alarma para evitar que los controladores vuelvan a las andadas en las estratégicas fechas navideñas. De hecho, esa es la motivación esgrimida por el Gobierno y quienes le van a apoyar en la Cámara (nacionalistas catalanes, vascos y canarios) cuando, por medio del ministro responsable de las relaciones con las Cortes Generales, Ramón Jáuregui, se solicite mañana la consabida autorización parlamentaria.

Si es verdad que estos profesionales pretenden volver por donde solían, como cree el Gobierno, y seguramente acierta, también pueden hacerlo después del 15 de enero. Habida cuenta de que en esa fecha no habrá culminado la formación de nuevos controladores, según los planes expuestos ayer por el ministro de Fomento, José Blanco, la duda no puede ser más perturbadora: ¿habrá que volver a prorrogar el estado de alarma si los controladores mantienen el pulso con el Gobierno y AENA? Y la explicación que dio anoche Rubalcaba, después del Consejo de Ministros extraordinario celebrado sobre la marcha en el Congreso, no puede ser más floja: “Lo que suceda después del día 15 se debatirá”.

En cuanto al descuelgue del PP, me temo una sobredosis de politización a un asunto que la semana pasada había unido en lo fundamental al Gobierno y al principal partido de la oposición, cuando Mariano Rajoy, sin perjuicio de censurar la imprevisión del Ejecutivo, dejó clara su condena al comportamiento de los controladores y reconoció que el Gobierno había cumplido con su deber de restablecer la normalidad.

Me temo que el Gobierno, que al menos hasta ayer por la noche no se había puesto en contacto con el PP para comunicarle su intención de alargar el estado de alarma, va a querer capitalizar en exclusiva el malestar de la opinión pública contra los controlares. Como si el principal partido de la oposición, al no darle el sí al decreto de prórroga, fuese un cómplice de los controladores.


El Confidencial - Opinión

Estado de chantaje. Por Edurne Uriarte

Estado de alarma o estado de chantaje es la disyuntiva que debería supeditar las dudas de la oposición sobre la prorrogación.

Estado de alarma o estado de chantaje. Es la disyuntiva, me temo, a día de hoy y a ella deberían quedar supeditadas las dudas políticas de la oposición sobre la decisión de la prorrogación del estado de alarma. Y es que si hay algo que Blanco dejó bien clarificado ayer es la naturaleza del estado de chantaje permanente en que ha vivido el Estado desde hace muchos años. Y la falta de cambios en la actitud de los controladores que permitan asegurar su fin.

Porque éste es un problema de leyes pero es, sobre todo, un problema de actitudes. Cultivadas por unos y por otros. Por los controladores, «embriagados», como muy bien definió Blanco, por tantos años de concesiones y la convicción de que podían poner de rodillas al Estado con los pasajeros como rehenes. Y por los sucesivos gobiernos y ministros del ramo que han hecho esas concesiones y han permitido la aberración de ese estatus increíblemente abusivo de los controladores.


Lo más extraordinario de este asunto es que hayamos tenido que esperar a 2010 para que un ministro, Blanco, en este caso, se haya decidido a coger el toro por los cuernos. En buena medida, por una perversión política cultivada con pasión por todos los partidos consistente en pedir soluciones como sea y al coste que sea. En este caso, al coste del chantaje que sea, con tal de que se acabe el problema. Y al que han cedido uno tras otro todos los gobiernos y ministros correspondientes.

Es el dilema de nuevo, si se acaba con el problema como sea, es decir, con las concesiones exigidas por los controladores y con la paz de los privilegios y de los abusos o si se acaba con el problema de una forma éticamente presentable para el Estado. Para eso hace falta tiempo, incluido el estado de alarma, hacen falta alternativas, no quedaron claras ayer, y, sobre todo, hace falta voluntad política. Del Gobierno y de la oposición.


ABC - Opinión

Estado de alarma. El derecho a la pereza. Por José García Domínguez

A esa enfermedad, la pura y simple molicie, que no a la mala fe, procede atribuir los disparates que las más ilustres plumas patrias andan firmando estos días.

La escena pública española, esa corrala de comadres donde el berrido eclipsa por sistema a la inteligencia, eterno escenario de un vodevil poblado de malos actores que sobreactúan para contento de un auditorio que no les anda a la zaga, resulta imposible de entender si no se repara en nuestro peor vicio nacional: la pereza. Es algo que se ha vuelto a certificar estos días tras la proclamación y consiguiente prórroga del llamado estado de alarma. Así, leyendo con la preceptiva consternación el cúmulo de tonterías publicadas al respecto, se antoja imposible no reparar en las palabras del yerno de Marx, Paul Lafargue, a cuenta de la secular holgazanería hispana. Aquéllas recogidas en El derecho a la pereza, celebración literaria de la ecuménica vagancia que observó en sus viajes a lo largo y ancho de la Península.

"Para el español, en quien el animal primitivo no está atrofiado, el trabajo es la peor de las esclavitudes", certificaría, quién sabe si con inconsciente sarcasmo, en páginas ya para siempre contemporáneas. Al cabo, a esa enfermedad, la pura y simple molicie, que no a la mala fe, procede atribuir los disparates que las más ilustres plumas patrias andan firmando estos días. Así, claman desolados los unos por sus "derechos fundamentales", que creen les fueron robados de noche mientras dormían, como el carro de Manolo Escobar. Gimen los otros, compungidos ante la que dicen negra sombra del franquismo, huérfanos, según propalan inconsolables, de las prerrogativas asociadas a la ciudadanía.

Que ha entrado en barrena la normalidad democrática en España, lamentan, en fin, los de más allá, queriéndose muy sensatos. Y todo por esa incapacidad crónica para sobreponerse al bostezo, por la ancestral desidia que les impide agotarse durante cinco minutos con la lectura del Real Decreto de marras. Y más en concreto, con la de su artículo segundo, el que define el minúsculo, insignificante, ridículo ámbito espacial afectado por el estado de alarma. Ése que reza literal: "La declaración de estado de alarma afecta, en todo el territorio nacional, a la totalidad de las torres de control de los aeropuertos de la red y a los centros de control gestionados por la entidad pública empresarial Aeropuertos Españoles y Navegación Aérea (AENA)". Única y exclusivamente. Grande Lafargue.


Libertad Digital - Opinión

Alarma por si acaso. Por Ignacio Camacho

El estado de alarma por si acaso, la medida de excepción preventiva, constituye una aberración democrática.

EL estado de alarma, cuyo decreto fue una chapuza jurídica y acaso resulte inconstitucional, sirvió en un momento dado para resolver un aprieto perentorio pero va a acabar convirtiéndose en otro testimonio de la incapacidad del Gobierno para solucionar el enésimo conflicto que no sabe cerrar después de haberlo abierto. El pulso con los controladores no tenía plan B más allá de la militarización y de los golpes de autoridad, y a Fomento le pasan los días sin encontrar salidas estables del problema. A Rubalcaba, que es el que está a los mandos por abdicación de un Zapatero al que quizá le tiemblen las bambalinas morales ante unas medidas incompatibles con su democracia bonita, no se le ocurre ninguna fórmula civil para devolver la normalidad a los aeropuertos y está dispuesto a estabilizar la emergencia, es decir, a gobernar mediante un oxímoron que consiste en transformar la excepción en regla. La provisionalidad permanente es la última invención de este postzapaterismo de remiendos que improvisa tanto como el zapaterismo de escuela.

Las medidas excepcionales que contempla la Constitución están pensadas para crisis sobrevenidas, para socorres catástrofes o hacer frente a dificultades extremas. Lo que no está previsto es su uso preventivo, su aplicación profiláctica como blindaje ante un eventual apuro, por lo que este estado de alarma por si acaso constituye una aberración democrática. El Gobierno no es capaz de garantizar el funcionamiento regular del tráfico aéreo y pretende cubrir su ineficacia con una suspensión parcial de garantías y una movilización del Ejército. Es decir, decreta un período especial para suplir su falta de eficiencia en la resolución de lo que, pasado el primer momento de sedición masiva de los controladores, no deja de constituir un contencioso laboral entre unos empleados y su empresa.

Ese contencioso no lo sabe arreglar Fomento. No puede despedir a los trabajadores rebeldes porque no tiene con quién sustituirlos, y nos los puede empapelar porque al cambiarlos por decreto de la jurisdicción civil a la militar se ha metido en un galimatías jurídico. Al parecer, tampoco tiene capacidad de lograr que se cumpla el nuevo marco laboral si no es bajo la presión de los uniformes, lo que representa una absoluta demostración de incompetencia que no se justifica por la arrogante y ventajista chulería del colectivo de controladores ni por su posición estratégica. Lo que ha ocurrido es que el Gobierno del talante y el diálogo se ha embarcado en un pulso que no tiene manera de ganar salvo a través de la movilización militar, y el verdadero motivo de alarma es ahora su incompetencia para devolver la situación a cauces normales. Después de seis años, nueve meses y cuatro días de poder, Zapatero debería de haber aprendido al menos a gestionar un problema de convenios.


ABC - Opinión

Fulgores, mortajas, bautizos. Por Alvaro Delgado-Gal

«No es exagerado afirmar que, bajo el mandato del todavía presidente, se han concebido los derechos bajo dos especies divergentes: como franquías de inspiración libertaria y como cédulas o licencias que la Administración consideraba oportuno expedir en favor de los ciudadanos».

LA crisis económica nos tiene a todos los españoles tan distraídos que ya no recordamos qué demonios estábamos haciendo antes de que se pusieran cuesta arriba las cosas de comer. Bien, ¿qué estábamos haciendo? La pregunta no va dirigida, por supuesto, a cada español en particular. La vida es difícil, y nunca faltan tareas, con frecuencia enojosas, en qué ocuparse. La cuestión se refiere a los españoles en su conjunto, o, si se prefiere, a los españoles en cuanto ciudadanos. Reitero la pregunta : ¿qué diantres, qué carajo estábamos haciendo?

Mientras ustedes palpan el fondo de su memoria, como se palpa uno la ropa intentando adivinar qué objeto, provisionalmente olvidado, hace presión contra la pierna a la altura del bolsillo, yo me apresuro a recuperar de los archivos la versión oficial del Gobierno: los españoles estábamos multiplicando nuestros derechos. Nuestro derecho a una vivienda digna —tal es el motivo de que se instituyera el ministerio correspondiente—; nuestro derecho a la igualdad —con su ministerio adjunto—; y nuestro derecho a la libertad, no encarnado por un ministerio concreto aunque sí por el presidente del Gobierno. Los españoles, en fin, nos consagrábamos a promover nuestra autonomía. A promoverla rápidamente, a golpe de BOE y engrasando los engranajes de la vida social con un dinero entonces abundante y que ahora no alcanza, ¡ay!, a mantener el nivel de las pensiones o terminar las carreteras.


Ya hemos encontrado el objeto escondido en los hondones de la faltriquera. Ya podemos echarle una ojeada. ¿Qué vemos? Algo verdaderamente peregrino. Reviva el lector la imagen de Bibiana Aído o de Leire Pajín, dos de los arietes ideológicos de Zapatero. Repare en lo que dicen, o mejor, en lo que decían. Lo que decían es que querían hacernos libres. Después, fijemos la atención en sus rostros. Sus rostros eran solemnes, su ceño estaba fruncido, y extendían el brazo y estiraban el índice en la actitud del que conmina: «¡Ay de aquel que no quiera ser como nosotras queremos que sea!». Palabra y ademán, mensaje y gesto se conjuntaban, como en un fundido cinematográfico, para producir el efecto de que teníamos que ser libres… por decreto de la autoridad. No es exagerado afirmar que, bajo el mandato del todavía presidente, se han concebido los derechos bajo dos especies divergentes: como franquías de inspiración libertaria —aborto sin consentimiento de los padres, píldora del día después sin receta, etcétera—, y como cédulas o licencias que la Administración consideraba oportuno expedir en favor de los ciudadanos. Esto entraña una contradicción, si no en los términos, sí de tipo situacional. No es posible hacerse libre y que, a la vez, le fuercen a uno a ser libre. En achaques de libertad, es vital determinar quién lleva la iniciativa.

Detrás del equívoco, subsistía una noción en extremo cruda de la política. Uno: lo propio de un gobierno es suministrar bienes y servicios. Dos: en esta categoría, la de bienes/servicios, se inscriben las franquías libertarias. Tres: nada más natural, en consecuencia, que darles curso, incluso cuando son contenciosas, alteran gravemente el statu quoheredado y entran en pormenores de la vida familiar en los que no es evidente que deba inmiscuirse una Administración. La resulta ha sido una combinación peregrina: el bombeo de consignas libertarias… a través del mecanismo estatal, caiga quien caiga y con redoble de tambores. Este ha sido el perfil ideológicamente más sobresaliente de la etapa española que se inició en 2004 y que ahora está naufragando en la marejada de la deuda y el desmadre autonómico. No me negarán que se trata de un perfil asombroso. Y no me discutirán que no está de más verter sobre el caso algunas reflexiones, aunque sean póstumas.

Iré directo al grano. El autoritarismo libertario de los últimos gobiernos socialistas revela que la izquierda ha mutado bajo la presión de dos corrientes por entero distintas. La primera surgió por un fenómeno de saturación, o, siendo más exactos, de superfetación. Después de que las políticas socialdemócratas, en sentido amplio, hubieran sido incorporadas en Europa a las agendas de cualquier partido con opciones a formar gobierno, la izquierda dio un paso más y decidió llevar el experimento revolucionario al terreno de las costumbres. De los mores sexuales, del género, de la emancipación de los adolescentes, etcétera. El giro fue brusco, y, más importante, sorprendió a la izquierda clásica descolocada y a contrapié. La izquierda clásica había desarrollado un discurso muy elaborado sobre pensiones, justicia en el trabajo, acceso universal a los beneficios sanitarios. Pero no tenía mucho que decir sobre sexualidad o familia. Los que sí tenían mucho que decir sobre estas cosas eran los anarquistas de izquierda y derecha, indistintamente. Son estos los que han escrito el guión de la última ofensiva socialista. Cabría decir, rozando la paradoja, que los socialistas jóvenes han determinado ser más revolucionarios que específicamente socialistas. O si se prefiere, que han transitado hacia formas de socialismo inéditas y difícilmente reconocibles por quienes leían El capitalcomo si fueran las Sagradas Escrituras.

El segundo movimiento es estrictamente reaccionario. En contra de lo que se suele decir, el Estado de bienestar no surge, como por arte de ensalmo, en la Gran Bretaña de la posguerra mundial. Precedente inexcusable del welfare state es el Wohlfahrsstaat alemán, una criatura típica del Absolutismo. En esencia, el Wohlfahrsstaat constituye un departamento del Polizeistaat —o Estado de Policía— creado por los príncipes del Sacro Imperio Romano Germánico a lo largo de los siglos XVII y XVIII a fin de abrirse un espacio propio de soberanía entre el emperador y la sociedad estamental. El Polizeistaateliminó privilegios, impulsó la igualdad e intentó fomentar la felicidad de los súbditos. Pero lo hizo de arriba abajo, por vía administrativa y dando de mano a las libertades políticas.

Al revés que el Wohlfahrsstaat, el Estado de bienestar teorizado por Beveridge es un artificio democrático, compatible, por tanto, con la libertad. La concentración de poder que para sí reclama una acción social continuada y eficaz provoca sin embargo que los gestores del Estado Benefactor se hallen expuestos a recaer en los reflejos autoritarios que en origen inspiraron el invento. Me atrevo a conjeturar que el ocaso del marxismo, con ser bueno en sí, ha generado en la izquierda una deseconomía no prevista y peligrosa. Un izquierdista por encima de los cincuenta años es todavía proclive a representarse el cambio social como algo que empieza en los sótanos de la vida colectiva y va ganando impulso hasta permear la cúpula del Estado. Uno de cuarenta o menos años concibe el cambio social como resultado del activismo administrativo. Se ha deslizado hacia atrás, desde el Estado Social moderno al Polizeistaatde los príncipes del Sacro Imperio.

Únanse los dos movimientos, y se comprenderá lo que han simbolizado Zapatero y Leire Pajín: las figurerías del 68, «autenticadas» o visadas por el poder político. Probablemente, estoy hablando del pasado. Pero todo empieza a ser pasado. Todo se conjuga en pretérito, y nada en tiempo futuro. Así son los grandes cambios. Se amortaja a los muertos antes de que el niño haya sido llevado a la pila bautismal.


Alvaro Delgado-Gal es escritor

ABC - Opinión

Navidades bajo alarma

Por segunda vez en diez días, el presidente del Gobierno convocó ayer el Consejo de Ministros de forma extraordinara para prorrogar durante un mes el Estado de Alarma decretado el pasado día 4 con el objeto de hacer frente al conflicto laboral de los controladores aéreos. La prórroga deberá ser aprobada mañana jueves en el Congreso, trámite que el PSOE se ha asegurado con el apoyo de los nacionalistas vascos y catalanes. El argumento aducido por el Gobierno para mantener el Estado de Alarma hasta el día 15 de enero es que persiste el peligro de que los controladores puedan colapsar de nuevo el tráfico aéreo. Pero no ha desvelado en qué datos objetivos se apoya para llegar a esa conclusión o si dispone de información fidedigna de que los técnicos aéreos mienten cuando aseguran que respetarán las fechas navideñas. Conviene recordar que no todo vale, por más que el colectivo causante del caos aéreo haya actuado de modo inaceptable y haya indignado a la mayoría de la sociedad. También el Gobierno pierde la razón cuando reacciona de forma desproporcionada. Ha dispuesto de diez días para negociar un acuerdo de mínimos con los controladores que garantice la paz aérea durante las próximas semanas. Si no lo ha conseguido, debe admitir su fracaso, en vez de ocultarlo prolongando el Estado de Alarma. La Constitución recoge esta medida excepcional para hacer frente a situaciones excepcionales, no para resolver conflictos laborales. El ministro de Fomento se extravía cuando acusa a los controladores de nada menos que de atentar contra la soberanía popular, como si fueran golpistas. Tal desmesura sólo revela la falta de argumentos razonables para mantener una situación anormal que ha llevado a militarizar el espacio aéreo nacional por primera vez en nuestra historia democrática. No puede haber demostración más palpable de impotencia e ineficacia. Una cosa es que los controladores susciten un amplio rechazo social por su chulesca conducta y otra muy diferente que el gobernante empuñe la Constitución como garrote, forzando la ley de 1981, que limita el uso del Estado de Alarma a lo «estrictamente indispensable para asegurar el restablecimiento de la normalidad». Puesto que desde hace diez días los aeropuertos españoles funcionan con normalidad, ¿es lícito constitucionalmente utilizar de forma preventiva esa cautela extrema? No, no lo es. Más aún, no se deberían emplear herramientas tan delicadas sin el apoyo explícito del principal partido de la oposición, como así sucedió la semana pasada, cuando el PP avaló al Gobierno para poner fin al caos aéreo. Ahora, sin embargo, no parece que el PP esté dispuesto a reiterar su aval, y hace bien, pues entiende que el recurso forzado o innecesario a decretos excepcionales no beneficia precisamente la salud democrática de la sociedad y sienta precedentes de inciertas consecuencias. Tampoco beneficia a la imagen exterior de España, cuya marca comercial se erosionará aún más al no poder garantizar su «normalidad». Por lo demás, no se entendería que un paso tan relevante como éste no fuera explicado en el Congreso por el presidente del Gobierno.

La Razón - Editorial

Ampliación dudosa

El estado de alarma no debería prolongarse ni un día más de lo imprescindible.

La decisión del Gobierno de prorrogar el estado de alarma hasta el 15 de enero resuelve un problema a corto plazo (la posibilidad de volar durante las vacaciones de Navidad), pero acrecienta la ansiedad que produce una medida extraordinaria y jurídicamente discutible. Solo el voto favorable del Congreso de los Diputados, trámite previsto para mañana, dotará de mayor legitimidad a la decisión.

Hay razones poderosas para justificar la medida hasta el 31 de diciembre. Pero cabe dudar de la necesidad de extenderla más allá, atendiendo sobre todo a la afirmación del presidente del Gobierno de que no mantendría la militarización un día más de lo necesario. El plante de los controladores del pasado 3 de diciembre tuvo su origen en el distinto cómputo de horas anuales de trabajo que aquellos hacían frente a la interpretación de AENA. Por tanto, mientras no acabara el año continuaba en pie la causa del conflicto, lo que desactivaba en parte el carácter preventivo de la medida. Ampliar tal situación a enero será eficaz para la tranquilidad de los viajeros, pero acrecienta la incertidumbre acerca de su encaje legal. Si se prorroga el estado de alarma hasta el 15 de enero, ¿por qué no hasta febrero o Semana Santa?


La prórroga pone de nuevo de manifiesto la incapacidad de los poderes públicos para gestionar el control aéreo. El PNV y CiU, favorables a la medida, pidieron al Gobierno que demostrase que se trata de la única alternativa para garantizar el tránsito aéreo. Doce días después de la rebelión de los controladores nadie ha puesto sobre la mesa otra opción diferente. A la desastrosa actuación de los Gobiernos del PP, que concedieron a los controladores aéreos unas condiciones laborales y un nivel de autogestión extraordinarios, le siguió la inacción de los primeros Gobiernos de Rodríguez Zapatero y, por fin, este año, una decisión política de reformar el sector que, a la vista de lo acontecido, no ha sido suficiente para desactivar en unos pocos meses la capacidad de chantajear al Estado por parte de un colectivo de poco más de 2.000 empleados.

Es evidente que el conflicto de los controladores aéreos es una bomba que le ha estallado a este Gobierno en las manos, pero también es legítimo sospechar que tras las medidas adoptadas, tan extraordinarias como recurrir al Ejército y al estado de alarma, hay una expresión de impotencia, también de este Ejecutivo, cortando el paso con antelación a ese cómputo torticero de horas trabajadas que estaban haciendo los controladores o impidiendo las reiteradas ausencias sin justificación alguna.

El estado de alarma no debería prolongarse ni un día más de lo imprescindible. Es urgente que el Gobierno acelere las reformas emprendidas en el sector y que el PP arrime el hombro o, cuando menos, deje de torpedear cualquier solución a un conflicto que él mismo alimentó y del que también es responsable.


El País - Editorial

Lo excepcional no debe ser indefinido

A dotar al Estado de derecho de recursos normales para garantizar el imperio de la ley es a lo que el Gobierno debería haberse dedicado, y no a prolongar el funcionamiento manu militari del tráfico aéreo.

El Gobierno finalmente ha decidido prorrogar hasta el próximo 15 de enero el estado de alarma declarado tras la brutal, generalizada y delictiva "huelga" de controladores que provocó el cierre del espacio aéreo español el pasado día 3 de diciembre. Mucho es lo que se puede y debe criticar, tanto en el fondo como en la forma, de esta decisión, anunciada en comparecencia express por Rubalcaba, tras un Consejo de Ministros extraordinario, y que tampoco será defendida en el Congreso por Zapatero, sino por Ramón Jaúregui.

Lo primero es señalar la contradicción en los términos que supone trata de regularizar el tráfico aéreo mediante la prolongación de una de las variantes del estado de excepción. Aunque esta medida haya servido para atajar en un primer momento el caos provocado por los controladores que abandonaron por las bravas el servicio, no puede convertirse en sustituto permanente e indefinido de los recursos normales que debe tener el Estado de derecho para disuadir todo tipo delitos y garantizar a sus autores que estos no quedarán impunes. Nada impide, además, volver a declararlo, en el caso de que los controladores volvieran a las andadas, eventualidad poco probable vista la indignación ciudadana que han provocado, y que, en ningún caso debe ser abordada con carácter preventivo, mediante medidas de debatida constitucionalidad e indiscutible anormalidad.


Claro que, si bien el estado de alarma no debe ser prorrogado, tampoco debe ser sustituido por un estado de indefensión en el que el Estado de derecho no pueda aplicar castigos sin causar, al hacerlo, mayor trastorno que el que generan estas liberticidas "huelgas" salvajes. Lo que debió haber hecho el Gobierno desde el primer momento, y para poder enfrentarse a este privilegiado gremio profesional, era haber liberalizado previamente el acceso a la profesión, garantizándose así nuevos controladores con los que sustituir a los que se atrevieran a desafiar la ley y a cercenar la libertad de los ciudadanos. La falta de liberalización previa es lo que ha imposibilitado la aplicación normal del Estado de derecho. La barrera que impedía al mercado fabricar más "uniformes de controladores", valga la expresión, es, como dirían Revel o Mises, lo que ha forzado su indeseable sustitución por "uniformes de generales".

A dotar al Estado de derecho de recursos normales para garantizar el imperio de la ley es a lo que el Gobierno debería haberse dedicado, y no a prolongar el funcionamiento manu militari del tráfico aéreo. Aunque ahora el incompetente ministro José Blanco diga que en breve se dispondrá de un mayor número de controladores, nos tememos que éste seguirá siendo insuficiente para sustituir a los que, el pasado día 3, incurrieron en flagrante delito.

Finalmente, si criticable es la normalidad con la que en el fondo el Ejecutivo trata una de las variantes del estado de excepción, no lo es menos en la forma en que ha decidido prolongarlo. El presidente del Gobierno no puede ausentarse ni del anuncio ni del debate de la prórroga de una medida que jamás había sido puesto en práctica en nuestra historia democrática. Claro que, de un presidente que acostumbra a escurrir el bulto y a huir de la realidad, no nos debe extrañar que pegue la espantada. Al fin y al cabo, la prolongación del estado de alarma es la prueba más palmaria de la incapacidad de su Gobierno de gestionar asuntos comunes bajo el normal funcionamiento del Estado de derecho.


Libertad Digital- Opinión

Cunde la alarma

El Gobierno no sabe o no puede demostrar que la prórroga de la alarma no es más que una medida desproporcionada, preventiva y puramente política.

DESPUÉS de unos días de amagos continuos y sondeos a la opinión pública, el Gobierno aprobó ayer pedir al Congreso la prórroga del estado de alarma que tiene militarizados a los controladores aéreos. El argumento principal del Gobierno es un monumento a su impotencia y no protege su decisión frente a su probable inconstitucionalidad. Dice que no se fía de los controladores y compra el apoyo de los ciudadanos con el discurso de que no habrá más bloqueos en Navidad. Sin embargo, el problema no depende de que el Gobierno pueda o no fiarse. Esta iniciativa depende de una circunstancia tan concreta como es la recuperación o no de la normalidad en la prestación del control aéreo. Por tanto, si el Gobierno se fiara de los controladores tampoco sería argumento —siguiendo su lógica— para derogar el estado de alarma si realmente el servicio no se hubiera restablecido. Por otro lado, la militarización garantiza, por supuesto, el funcionamiento del control aéreo y de cualquier otro servicio público, desde el transporte ferroviario al sanitario. Si se trata de ser eficaces, la militarización suele ser óptima: suprime derechos sindicales y políticos y somete a los afectados a los tribunales militares. La coerción es perfecta. Pero así no se funciona en una democracia avanzada, sistema que, por su propia definición, opta por la negociación, el equilibrio y las soluciones legales propiciadas por el funcionamiento normal de las instituciones civiles, dejando las medidas de restricción de derechos —no digamos las militares— a situaciones extremas, ninguna de las cuales puede apreciarse, a día de hoy, en el control aéreo.

La comparecencia del ministro de Fomento en el Congreso de los Diputados fue una repetición plana del mismo discurso empleado en los últimos diez meses. Y este es el problema: que nada ha cambiado, y al pretender afear, aún más, a los controladores con su tendencia al chantaje, lo que está haciendo el Gobierno es demostrar su incapacidad para cambiar la situación. Inoperancia igualmente notoria cada vez que recuerda el convenio laboral de 1999 firmado por el PP con los controladores, porque desde diciembre de 2004 la responsabilidad de que se mantuvieran los privilegios económicos y laborales de los controladores es íntegra y exclusivamente del Gobierno socialista. Sencillamente, el Gobierno no pudo o no supo ser convincente a la hora de demostrar que la prórroga acordada ayer no es más que una medida desproporcionada, preventiva y ahora ya puramente política.


ABC - Editorial