Acaba de recordármelo una fotografía tomada tras el hundimiento  de un edificio en Madrid: la huella de sus habitaciones y de las vidas  que las poblaron, impresa en las paredes del edificio contiguo como en  el corte vertical de una tarta de varios pisos, o esas antiguas casitas  de muñecas que podían abrirse para ver el interior con muebles  diminutos. Huellas de peldaños que ya no llevan a ninguna parte,  fotografías enmarcadas, un sillón en precario equilibrio sobre una  cornisa de suelo roto, un dibujo sujeto con chinchetas junto a una cama  infantil, la pared del cuarto de un joven con diana de dardos en la  pared, estante con libros y póster de grupo roquero... Restos de  existencias arrancadas de allí por el azar, la desgracia, la mano oculta  de un jugador desprovisto de sentimientos que mueve piezas en un  tablero frío como el universo. Que mata, hiere, rompe, mutila, porque el  bien y el mal se funden en su implacable simetría. En su terrible  naturaleza. La imagen, que coincide con otras que llegaron hace poco de  Haití, me transporta a tiempos y lugares donde esa clase de imágenes,  por repetidas hasta la monotonía, ni siquiera eran noticia; sólo paisaje  habitual a uno y otro lado de las calles por las que caminaba pisando  cristales rotos, espantado no por el horror inmediato –a todo se hace  uno con el hábito y la lucidez forzosa–, sino por la mano despiadada que  había tajado sin que le temblara el pulso, con su cuchillo de carnicero  cósmico, aquellos edificios y las vidas que contenían. La regla helada,  impasible, que se advertía detrás de aquella desolación y aquel  silencio.
También está la melancolía. Otro recuerdo de los suscitados por esa fotografía tiene que ver con un antiguo edificio que durante  muchos años fue escenario de mi infancia familiar, y que más tarde,  derribado casi por completo, mantuvo demasiado tiempo alguno de sus  muros desnudos impúdicamente expuesto a la mirada pública, con mi  memoria impresa en él, visible cada vez que me detenía allí: huellas de  muebles, apliques de lámparas y cuadros en las paredes, empapelado,  azulejos de la cocina, restos de baldosas y escaleras. Rastros de un  paisaje entrañable, de juegos infantiles, de calor y de cobijo. Del  paraíso perdido del que tarde o temprano te expulsa el tiempo. Ante  aquel triste aspecto de un lugar para mí tan amado y conocido, cuyo  plano y detalles podía –todavía puedo– reconstruir minuciosamente en la  memoria, llegué a experimentar, a veces, intensos sentimientos de  nostalgia. De pérdida irreparable. Y si en mi caso el despojo se debía  exclusivamente a la convicción del paso de los años y la ausencia  paulatina e inevitable de seres queridos –nada especialmente dramático  cuando se considera con arreglo al orden natural de las cosas–, imagino  el desconsuelo de quienes contemplan las huellas de sus propias vidas en  las paredes de antiguos hogares después de sucesos trágicos, pérdidas  graves, golpes brutales de los que aniquilan cuanto el ser humano posee,  o cree poseer.
Ésa es la razón de que las imágenes de esas existencias desnudas, los cortes verticales de edificios descubiertos de un día para otro por catástrofes naturales, guerras o siniestros azares del destino, me conmuevan especialmente. Me pongan –disimulen la mariconada– algo blandito por dentro. Más, incluso, que los cuerpos sepultados bajo los escombros. Hay en esas paredes algo que revela la parte indefensa, y tal vez la mejor, del ser humano. De cualquiera. De todos. A ver qué miserable o canalla entre los millones que adornan el paisaje, por mucho que lo sea, no tiene un rincón noble en alguna parte. Una retaguardia íntima, privada, hecha, incluso para los peores entre nosotros, de afectos, lecturas, músicas, sueños, amores, ternuras. La habitación de un hijo, el dormitorio de una madre con su crucifijo en la pared, el póster del Ché, la foto de boda de los padres o los abuelos, el retrato de un niño que fue feliz o no lo fue, la cama donde se ama, se sueña o se tienen pesadillas, la estantería con libros que ayudan a vivir otras vidas, a planear futuros o a consolar pasados. Asomarme involuntariamente a esa parte al descubierto de cada uno de nosotros me conmueve e incomoda, pues hace vacilar la confortable certeza, tan útil en tiempos de crisis –y todos los tiempos lo son– de que el ser humano tiene siempre lo que se merece. Esa exhibición desconsiderada, impúdica, de tantas vidas desnudas, dispara también curiosos mecanismos de solidaridad frente al verdugo cósmico que juega con nosotros al ajedrez. Con fotografías como la que comento, con paisajes parecidos, o peores, que a mi pesar conservo en la memoria, me gustaría tener delante a ese jugador improbable y decirle: oye, desvergonzado hijo de la grandísima puta. A un ser humano se le mata, si tales son las reglas. De acuerdo. Pero no se le humilla. No se le desnuda así, en público, en lo que es y lo que fue.
Ésa es la razón de que las imágenes de esas existencias desnudas, los cortes verticales de edificios descubiertos de un día para otro por catástrofes naturales, guerras o siniestros azares del destino, me conmuevan especialmente. Me pongan –disimulen la mariconada– algo blandito por dentro. Más, incluso, que los cuerpos sepultados bajo los escombros. Hay en esas paredes algo que revela la parte indefensa, y tal vez la mejor, del ser humano. De cualquiera. De todos. A ver qué miserable o canalla entre los millones que adornan el paisaje, por mucho que lo sea, no tiene un rincón noble en alguna parte. Una retaguardia íntima, privada, hecha, incluso para los peores entre nosotros, de afectos, lecturas, músicas, sueños, amores, ternuras. La habitación de un hijo, el dormitorio de una madre con su crucifijo en la pared, el póster del Ché, la foto de boda de los padres o los abuelos, el retrato de un niño que fue feliz o no lo fue, la cama donde se ama, se sueña o se tienen pesadillas, la estantería con libros que ayudan a vivir otras vidas, a planear futuros o a consolar pasados. Asomarme involuntariamente a esa parte al descubierto de cada uno de nosotros me conmueve e incomoda, pues hace vacilar la confortable certeza, tan útil en tiempos de crisis –y todos los tiempos lo son– de que el ser humano tiene siempre lo que se merece. Esa exhibición desconsiderada, impúdica, de tantas vidas desnudas, dispara también curiosos mecanismos de solidaridad frente al verdugo cósmico que juega con nosotros al ajedrez. Con fotografías como la que comento, con paisajes parecidos, o peores, que a mi pesar conservo en la memoria, me gustaría tener delante a ese jugador improbable y decirle: oye, desvergonzado hijo de la grandísima puta. A un ser humano se le mata, si tales son las reglas. De acuerdo. Pero no se le humilla. No se le desnuda así, en público, en lo que es y lo que fue.
XL Semanal
 
 











