domingo, 6 de marzo de 2011

Mi gratitud a Gadafi... Por Ramón Pérez-Maura

Ahora es cuando algunos se acuerdan de que recurrir a la ONU para acabar con un tirano puede ser un incordio.

Como bien recordaba ayer en estas páginas Hermann Tertsch ahora es cuando algunos se acuerdan de que tener que recurrir al Consejo de Seguridad de la ONU para acabar con un tirano puede ser un incordio. Y bien que lo intentaron Bush y Aznar como nos cuenta con detalle Javier Rupérez en su «Memoria de Washington», todavía caliente en las librerías. Pero es ahora cuando le va a empezar a entrar el miedo a algunos. Como el que ya parece sentir Obama. El apoyo de la secretaria de Estado Clinton a una zona de exclusión aérea que impida a Gadafi seguir masacrando a su población está por ver. Porque Obama no quiere hacerlo sin respaldo de la ONU y no parece probable el respaldo de China y Rusia. Eso podría llevar a comparaciones con la Administración Bush en Irak... Vade Retro Satana.

Así que, además de sentir deuda de gratitud con Gadafi por enfrentar a algunos con sus contradicciones, aprovechemos el momento para recordar que esta crisis con decenas de miles de desplazados y refugiados está teniendo lugar en el Mediterráneo. Es decir, aquí mismo. Y, una vez más, estamos mirando hacia el otro lado del Atlántico para que vengan a arreglarnos el problema. Como tuvimos que hacer en Kosovo por medio de Javier Solana —donde tampoco hubo autorización del Consejo de Seguridad para intervenir. Pero de Kosovo a Libia hemos seguido recortando nuestro presupuesto de Defensa. Europa ya no tiene casi países que gasten más del 2 % del PIB en Defensa. El mejor ejemplo es el Reino Unido, que ha recortado un 7,5 % de un presupuesto de Defensa que ya era sólo el 2,2 % del PIB. Así que, una vez más, los europeos esperando a que USA nos resuelva el problema mientras Gadafi nos demuestra, una vez más, cuántas razones hay para ignorar el Consejo de Seguridad. Gracias, Moamar.


ABC - Opinión

110 Km/h. Cuando el ahorro no es virtud. Por José T. Raga

Preocúpese, señor vicepresidente, del ahorro de las administraciones públicas, necesario para amortizar deuda pública, en vez de vivir tranquilamente en déficit continuo, que lesiona la economía de las generaciones más jóvenes.

Nunca es virtud cuando el sujeto que desarrolla la supuesta acción virtuosa, obra obligado por un acto autoritario de quien es más fuerte o de quien le puede sancionar, así como tampoco lo es cuando la actuación se desarrolla en un escenario de miedo insuperable o, simplemente, cuando no existe otra alternativa. Para que la actuación del hombre sea virtuosa, tiene que darse en un clima de plena libertad, desde la cual el sujeto elige la virtud frente a la su contraparte del vicio.

Pagar impuestos, por ejemplo, sólo será virtuoso cuando el sujeto lo haga de buen grado, consciente que con ello contribuye al bien común de la sociedad y de sus individuos. Lo otro, si se pagan sólo por miedo a la sanción que puede derivarse de su omisión, se trata de una acción desarrollada por obligación legal y no por sentirse obligados en conciencia. Cuando no matamos, no robamos, no ultrajamos, no injuriamos, no es porque el Código Penal lo prohíbe, sino porque en lo más íntimo de nuestras conciencias repudiamos tales acciones, siendo ésta y no la otra la razón de nuestro alejamiento de tales conductas.


Cuando el señor Pérez Rubalcaba diseña con maleficio una política coactiva para obligar a ahorrar a los ciudadanos, éstos, lejos de pensar que están siguiendo los pasos virtuosos de la austeridad, alejándose del derroche y de la prodigalidad, viven como único referente la coacción de un poder autoritario sobre su personal esfera de decisión. En otras palabras, se siente coaccionado, se siente humillado, se siente desproveído de su intimidad y se siente privado de su capacidad de decidir.

Lo que peor llevo yo de las dictaduras, aunque estén revestidas de democracia por el simple hecho de la elección en las urnas –al fin y al cabo, también Adolf Hitler fue en su momento elegido por ese procedimiento–, es que me convenzan de lo que más me conviene, que me obliguen a abrazar su esquema de bondad y a renunciar a lo que ellos consideran que me resulta perjudicial. Yo, y sólo yo, tengo el derecho a elegir y a equivocarme o a acertar, porque mi gran atributo es la libertad; una libertad que tengo, no porque me la ha concedido el señor Pérez Rubalcaba sino por mi propia condición humana. Y si el vicepresidente primero no fuera tan autoritario, lo único que debería hacer es respetarla y garantizar su ejercicio.

Su último proyecto de reducir en diez kilómetros el límite máximo de velocidad en autopistas y hacerlo para que yo ahorre, porque está claro que no soy capaz de saber lo que más me conviene, es una ofensa a la condición de racionalidad de las personas, y un ultraje a su libertad, mancillada por la imposición abusiva del ejercicio de un poder que no está, como es su obligación, al servicio del bien de la comunidad, sino a los objetivos, las más de las veces caprichosos, de quien detenta el poder. Preocúpese, señor vicepresidente, del ahorro de las administraciones públicas, necesario para amortizar deuda pública, en vez de vivir tranquilamente en déficit continuo, que lesiona la economía de las generaciones más jóvenes, que son las que tendrán que pagar la deuda contraída.

¿Por qué considera el señor Rubalcaba que yo debo de preferir comer carne que consumir gasolina? ¿Quién es el señor Rubalcaba para inmiscuirse en mi esfera de elección, que sólo debe de estar informada por mis preferencias racionales? Tengo que hacerme el ánimo de que son los abusos lógicos de quien sabe todo de todos. Sólo por esa afirmación pública, este señor debería de haber desaparecido de la esfera pública y, para bien de todos, disfrutar de un generoso retiro en alguna paradisíaca isla, alejada de todos los conocidos de quienes tanto sabe.

Si esto es un atropello, no deja de ser una insensatez la ocurrencia del señor Sebastián, ministro de Industria y algo más, pretendiendo cambiar todas las bombillas del alumbrado público en carreteras y en ciudades. ¡Pero señor mío, si ya pasó usted por una aventura de bombillas chinas, que sólo por vergüenza debería mantenerle apartado de semejante artificio para el resto de sus días! Mas acertada está su idea de cerrar unas horas antes las oficinas de la Administración Pública, y más lo estaría si se tratara de cerrarlas por completo y definitivamente.

Para complicar más las cosas, y como en este Gobierno nadie está quieto, aunque tampoco se sabe para qué se mueven, después de toda la fustigación en pro del ahorro, salen los de Economía advirtiendo de que la economía española tiene un ahorro excesivo y que lo que tienen que hacer los particulares es consumir más, como única fórmula para avivar los rescoldos de nuestra economía. Otro, diciendo lo que tenemos que hacer los particulares. ¿Sabe el señor Campa lo que piensan los españoles sobre su futuro próximo y remoto? ¿Sabe el peso que tiene en la imagen personal de nuestra economía, la percepción de desconcierto y de inseguridad, en una política de parches, en un hacer al tiempo que ya se deshace, en definitiva en una vida que discurre por un itinerario con destino a ninguna parte? ¿Le va a decir usted, a quien así vive, que debe de gastar más y disminuir su volumen de ahorro? ¿Será usted quien le ponga la red al trapecista para protegerle de una posible caída?

¿Por qué no respetan a las personas en su esfera de decisión, habida cuenta de que las suyas, sus decisiones, han provocado el caos, la desconfianza y la desolación de tantas gentes? Ya que lo han hecho tan mal, por vergüenza, deberían ustedes de respetar a ese pueblo que sufre y no venir con gazmoñadas acerca de lo que tienen que hacer para que todo vaya mejor, porque aún resultará que la culpa de la situación económica, social y política de nuestra España es de los sufridos españoles que no saben como actuar en situaciones como esta.

Sólo una petición me resta: ¡Déjennos en paz, de una vez!


Libertad Digital - Opinión

Corrupción institucionalizada. Por José María Carrascal

Corrupción ha habido en todas las épocas y todos los países. La diferencia está en la actitud ante ella.

EL mayor problema de España no es el paro, con ser enorme, ni el de Eta, que sigue viva, ni el de un gobierno tan incapaz como desbordado. Es la corrupción. Una corrupción no sólo generalizada, sino también legalizada tácitamente por un consenso social que paraliza todos los mecanismos de la nación, impidiéndola avanzar.

Soy consciente de la gravedad de lo que digo, por lo que me apresuro a demostrarlo. Para empezar. ¿qué es corrupción? No sólo meter la mano en las arcas públicas. Ese es su resultado. La corrupción ha empezado mucho antes, en las mentes. Concretamente, en aceptar que el fin justifica los medios. Una vez aceptado, se extiende como una mancha de aceite por todos los ámbitos de la sociedad, manchándolos, hasta no quedar nada limpio. Con lo que, de hecho, se la legaliza. Y ya no extraña que valga más el carné de un partido que una brillante ejecutoria profesional o que se acepte que la lealtad a un líder sea más importante que la lealtad a la ley. En otras palabras: la corrupción gubernamental empieza por la corrupción de los principios. Que es lo que está teniendo hoy lugar en España.


Las consecuencias son devastadoras, empezando por la falta de competitividad. Es tan elocuente como descorazonador que para encontrar un empleo en España lo más importante sean las conexiones familiares, políticas o personales. ¿Cómo va a funcionar un país así? ¿Cómo va a competir en el mercado global? ¿Cómo va salir de la crisis si se posterga la capacidad, las ansias de mejora individual y se favorece al ventajista sobre el preparado?

Corrupción ha habido en todas las épocas y todos los países, al ser inherente a la frágil naturaleza humana. La diferencia está en la actitud ante ella. En los países punteros, se combate. Ahí tienen al ministro de Defensa alemán dimitiendo por haber copiado su tesis doctoral. Algo que aquí, donde copiar está al orden del día, puede incluso se aplaudiese. Aparte de que no habría lugar, pues pocos, si alguno, de nuestros ministros tiene el grado de doctor. Respecto a la apropiación indebida de fondos públicos, que en los países serios acarrea no ya el cese del infractor, sino su ingreso en la cárcel, ¿qué más da si «no son de nadie», como dijo una ministra? De mentir, prefiero no hablar. Los españoles lo damos por descontado en los políticos, e incluso algunos alardean de ello, como aquel famoso alcalde que decía «las promesas electorales están para no cumplirlas.» Pronto llegaremos a lo de aquel político brasileño, Ademar de Barros: «Eu robo, pero fago.» Aquí, ni siquiera hacen.

Aunque eso no es lo peor. Lo peor es la falta de reacción ciudadana. ¿Dónde están las manifestaciones contra los últimos escándalos, despilfarros, bribonadas? ¿Es que unos temen se les acabe el chollo y otros esperan que les llegue cuando ganen los «suyos»?


ABC - Opinión

Celebrar un error. Por Alfonso Ussía

Diez años atrás, el Gobierno de José María Aznar decretó el fin del servicio militar obligatorio. La ministra de Defensa, Carmen Chacón, ha dispuesto que se celebre en un acuartelamiento la defunción de aquel servicio, que también era un derecho. Sigo creyendo que lo idóneo hubiera sido modernizar el servicio militar con un sistema mixto que abriera el camino de los soldados profesionales sin renunciar a la incorporación obligatoria de los jóvenes españoles a una estancia en las Fuerzas Armadas más breve y mejor aprovechada. Lo escribo por experiencia. A los veinte años me repateó la idea y la realidad de salir de mi casa para instalarme en un Centro de Instrucción de Reclutas ubicado a más de quinientos kilómetros de Madrid.

La duración de aquel exilio, que así lo consideraba, oscilaba entre los trece y los quince meses. Pasaba de ser un proyecto de persona a convertirme en un recluta, la última escala de la sociedad. Tenía un gran aprecio al Ejército por tradición familiar, pero no tanto como para acudir feliz a perder, que así lo consideraba, más de un año de mi vida. Estuve catorce meses en Camposoto, Isla de San Fernando, Cádiz. Cuando me licenciaron y devolvieron la cartilla verde –el último reclutamiento de «la verde», que pasó a ser «la blanca»–, me despedí del Ejército con tristeza y una profunda gratitud. Conocí durante aquel año largo a personas que nunca hubiera imaginado que existieran, casi todas ellas positivas. Experimenté la pérdida de los privilegios sociales y la diferencia de clases. Allí nos reunimos dos mil jóvenes procedentes de toda España que éramos lo mismo y se nos exigía lo mismo, sin distinciones de ningún tipo. Aprendí el sentido de la puntualidad como una obligación y una cortesía para los demás. Y la lealtad, y el concepto de la verdad, y el sufrimiento físico del esfuerzo, y las carencias de las comodidades hogareñas. Se trataba de un servicio, y así lo interpreté. Pero al cabo del tiempo también lo interpreté como un derecho y un honor. Entre los mandos destinados en aquel campamento, un altísimo porcentaje lo componían hombres justos, directos, leales y siempre dispuestos a ayudar a los más débiles. Me enseñaron a enseñar, y cuando terminaba la agotadora jornada de instrucción, algunos reclutas –ahora sí, privilegiados–, ayudábamos a los oficiales encargados de alfabetizar a los más desamparados culturalmente, a nuestros propios compañeros sin letras ni números. Sin exagerar por razones de lejanía, comprobé que los jefes, oficiales y suboficiales del Ejército consideraban un alto valor lo que yo entendía por señorío. No tuve que obedecer, en catorce meses, ni una sola orden caprichosa o injusta. Como todos, fui arrestado en diferentes ocasiones, siempre por incumplir el cumplimiento. El único sufrimiento que padecí en la mili, me lo procuró un mono. Un mono tití que regalaron al comandante de mi batallón y con el que me obligaba a desfilar cuando llevaba el guión del batallón. Mientras desfilábamos, el mono y yo, el primero me arañaba y mordisqueaba las orejas. Una tarde, el mono falleció y aún no se conocen los motivos de su óbito.

Conocí a muchos hombres de honor, de palabra y de justicia. Admiré su vocación de servicio a los demás y su amor a España, a mi Patria. Lamenté que mis hijos no tuvieran el deber y el derecho de formar parte de las Fuerzas Armadas. Hoy sólo me acompañan los buenos recuerdos y el agradecimiento. Estoy muy orgulloso de haber sido uno de ellos, y siempre he intentado recompensarles con afecto lo mucho que me enseñaron.


La Razón - Opinión

Marcas políticas. Por M. Martín Ferrand

El PSOE ha dejado de ser un partido político, lo que se venía venir, para seruna marca.

EL verdadero Crepúsculo no es la novela de amor y vampiros con la que la treintañera Stephenie Meyer ha seducido a los adolescentes de medio mundo, sino el del PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero. El líder socialista, incansable en su ascenso a las profundidades, enviciado en la contradicción y el disparate y con sus sombras de ritual, se les apareció ayer a sus conmilitones y, con la serena sobriedad con la que René Descartes formuló su Discurso del método, reivindicó la «marca PSOE» como representación máxima de «modernización, solidaridad y derechos». El PSOE ha dejado de ser un partido político, lo que se veía venir, para ser una marca. Como la Coca-Cola, pero en nacional; es decir, tal que el Chupa Chups.

Diez minutos de discurso del líder y menos de una hora de reunión le han bastado al Comité Federal del PSOE, su máximo organismo directivo, para aprobar las listas con las que concurrirán a los comicios del 22 de mayo y dibujar las normas generales que regirán su actuación para «ganar al PP y a las encuestas».


En la medida en que, desde su fundación por Pablo Iglesias hace más de siglo y cuarto, no son muchos sus momentos de gloria y acierto y menos todavía los de su auténtico compromiso democrático, el PSOE es una buena «marca». La realidad no la ha desgastado tanto como a otras que, con menos carga de oscuridad y desprestigio, se han visto obligadas a desaparecer del mapa político nacional. En consecuencia, es sensato el propósito de Zapatero de cuidar la «marca» de cuya gerencia se ocupa y que tantos devotos, más desde el sentimiento que desde la razón, tiene por toda España, aunque no en toda ella la utilice como tal y se refugie en disimulos que no contraríen en demasía el ánimo centrífugo de esos lugares.

Los de la competencia, el PP, que mantienen con mayor dignidad el apresto de partido político, se reunieron en Palma de Mallorca para hacer lo mismo que, con mayor sentido del ahorro, los socialistas hicieron en Madrid. A juzgar por el éxito de Francisco Camps, sonriente y feliz a pesar de su imputación, que llegó tarde e hizo esperar a su jefe natural y orgánico, Mariano Rajoy, el líder que no se inmuta, si la gaviota fuere una marca, como el puño y la rosa, lo sería de sastrería prêt-à-porter.

Esto es lo que hay. Una marca decadente, un propósito incierto y unos restos periféricos con tendencia a negar el todo en bien de las partes. Si a eso, lo político, se le añaden la crisis económica y el drama social del paro tendremos el retrato perfecto de la decadencia. La mentira y la desgana se ven las caras con la fatalidad, como siempre.


ABC - Opinión

Trichet. ZP, la economía y la ley de Murphy. Por Emilio J. González

Trichet y su equipo, se diga lo que se diga desde la izquierda de este país, no van a actuar pensando sólo en Alemania. Simplemente, van a poner las cosas en el sitio en el que deben estar para evitar males mayores.

A la izquierda española le encanta buscar culpables a lo largo y ancho del mundo a los que imputar la responsabilidad de los males que padece la economía de nuestro país, con tal de que los socialistas patrios puedan liberarse de la carga de sus errores. Según la interpretación que hace de las recientes declaraciones del presidente del Banco Central Europeo, Jean Claude Trichet, acerca de una próxima subida de los tipos de interés, que posiblemente va a cortar de raíz cualquier brote de recuperación que pudiera asomar por estos pagos, resulta que la culpa de todo la tiene, otra vez, Alemania, por crecer con fuerza y crear empleo a raudales, y del propio BCE que, según dicen, se olvida de su responsabilidad para quienes están sufriendo en estos momentos las consecuencias más duras de la crisis. Y, como siempre, trata de desviar el foco de atención de su responsabilidad aunque, como siempre también, yerra el tiro.

Lo primero que hay que decir es que si el BCE sube los tipos antes de lo previsto –en principio, nadie esperaba un encarecimiento del precio del dinero hasta el próximo otoño, como pronto– no es por culpa de Alemania, sino porque estamos en un contexto de fuerte subida de los precios de los alimentos y las demás materias primas, agravado por la escalada de la cotización del petróleo que se deriva de los acontecimientos políticos que están teniendo lugar en el norte de África y Oriente Medio. Este comportamiento de los precios constituye una amenaza inflacionista nada desdeñable que se vuelve más peligrosa en un contexto de elevada liquidez como consecuencia de las acciones que está llevando a cabo el BCE para ‘salvar’ a España, Irlanda, Grecia, Portugal e Italia. El problema, por tanto, consiste en que tenemos unos tipos de interés artificialmente bajos que, si no suben pronto, pueden alimentar un proceso inflacionista de serias consecuencias para toda la economía de la zona euro. Así es que Trichet y su equipo, se diga lo que se diga desde la izquierda de este país, no van a actuar pensando sólo en Alemania. Simplemente, van a poner las cosas en el sitio en el que deben estar para evitar males mayores con el crecimiento económico y el empleo en la eurozona.


Por supuesto, al Gobierno de Zapatero esta perspectiva le pone de los nervios. ZP estaba soñando con una recuperación inducida por el ‘tirón’ de la rejuvenecida y fortalecida locomotora alemana que le evitara tener que hacer lo que hay que hacer y hete aquí que, otra vez más, la realidad le coge fuera de juego. Porque, no les quepa la menor duda, si los tipos de interés empiezan a subir, la economía española va a pasarlo todavía peor de lo que ya lo está haciendo. Piensen en las familias que están endeudas hasta el cuello por culpa de una hipoteca que va a subir, y que esto, además, y a diferencia de 2006, cuando empezó la crisis en España, les va a coger a muchas de ellas con al menos uno de sus miembros en paro. Mucho me temo que lo que se avecina en este sentido es una nueva oleada de morosidad que golpee con dureza a nuestro ya de por sí maltrecho sistema financiero, mientras el consumo doméstico vuelve a hundirse, devolviéndonos de lleno a la recesión y a la destrucción de empleo. Las empresas tampoco se van a librar porque al incremento de costes derivado del encarecimiento del petróleo y las demás materias primas se sumará también el de los costes financieros, suponiendo que alguna de ellas pueda acceder a algún tipo de crédito. Y no digamos ya la que le puede caer a un sector público que sigue sin enterarse de que debe dejar de gastar a raudales porque ni las cosas van a volver a ser como eran antes, ni ya va a poder conseguir financiación con la facilidad y el bajo precio con que lo venía haciendo gracias al BCE.

Por supuesto, nada de esto pasaría si, desde el primer momento, se hubiera acometido la reforma laboral, el saneamiento del sistema financiero y el recorte drástico del gasto público, además de haberse permitido el ajuste de verdad del sector inmobiliario. La economía española estaría, entonces, más preparada para afrontar la que ahora se le viene encima. Pero entre que Zapatero no quiso tomar medidas impopulares y contrarias a su ideología y que se empeñó en que la salida de la crisis tendría que ser social o no sería, pues aquí estamos con cinco millones de parados y, probablemente, en puertas de una nueva recesión que va a empeorar todavía más la ya de por sí grave situación socioeconómica de nuestro país. Además, ahora las cosas van a ser más difíciles de arreglar. Por ejemplo, ¿qué administración pública va a recortar sus gastos en vísperas de unas elecciones autonómicas y municipales, primero, y otras generales, después, donde tantos políticos se pueden ir a la calle juntamente con sus familiares, amigos y correligionarios? Por ejemplo también, ¿van a aceptar los sindicatos los sacrificios de poder adquisitivo de los salarios que exige la crisis o se van a empeñar en adaptar los mismos a una inflación que en España es y será más alta que en el resto de la eurozona, condenando así a más empresas a la desaparición y a más trabajadores al paro? Lo de Zapatero es como lo de la ley de Murphy, que la tostada siempre cae del lado de la mantequilla o, dicho de otra manera más elegante, que toda situación susceptible de empeorar, empeora. Lo malo es que las consecuencias las pagamos los españoles.


Libertad Digital - Opinión

Estado de sobresalto. Por Ignacio Camacho

La prometida legislatura del pleno empleo va camino de convertirse en la del racionamiento energético.

A un año del final de la prometida legislatura del pleno empleo, mucha gente se conformaría ya sólo con que no fuese la legislatura de las cartillas de racionamiento. El fracaso ha sido de tal índole que se da por amortizada cualquier perspectiva que no implique una catástrofe mayor. Con la inflación en alza y agravada por la subida del petróleo; con el sistema financiero en crisis ante la zozobra de las cajas; con el déficit enquistado bajo el despilfarro sin control de las autonomías; con el ahorro familiar agotado y con el precario tejido empresarial a punto de desmoronarse al cabo de un trienio de pérdidas, el único objetivo plausible en materia de empleo consiste en no llegar a los cinco millones de parados. La acumulación de sobresaltos y riesgos es tan vertiginosa que la sociedad española ha empezado a aceptar el 20 por 100 de desempleo como una tasa estable, como un paisaje social recurrente ante el que cada semana desfilan nuevas fatalidades, angustias y desventuras. Crisis sobre crisis, problema sobre problema, los ciudadanos no viven para sustos en medio del desconcierto que transmite un Gobierno incapaz, titubeante y sobrepasado.

La improvisación, el parcheo y la contingencia se han convertido en un hábito político que proyecta una sombría sensación de desamparo. El vaivén de medidas de quita y pon, las alarmas inesperadas, los volantazos a ciegas se suceden en un clima de ofuscación y desbarajuste. El Gobierno ni siquiera es capaz de explicar con claridad cuáles son las prioridades de este continuo estado de emergencia. Sorprendido por las dificultades amontonadas, acuciado por la confusión, se mueve a rebufo de los acontecimientos sin otro plan que el de sortear contratiempos de cualquier modo, inventando sobre la marcha ocurrencias arbitristas y apremiantes que contradicen y trastornan sus propias decisiones anteriores. La reciente alerta energética ha provocado un clamoroso desorden de gobernanza; el poder ha emitido mensajes incoherentes y contradictorios, no ha aclarado si el problema es de precios o de suministro y ha incurrido en flagrantes discordancias de cálculo. El país va a la deriva, entre una bruma de rumores y amagos que afectan a cuestiones claves de normalidad cotidiana, desde el tráfico urbano hasta el abastecimiento de electricidad.

El Gobierno maneja la hipótesis de decretar restricciones esenciales con una ambigüedad irresponsable. Nadie parece dispuesto a aclarar antes de las elecciones de mayo si existe riesgo real de racionamiento del fluido eléctrico o de las gasolinas. El clima de desgobierno se acentúa en un marco social dominado por la incertidumbre. Y los cuatro millones y medio de parados permanecen al fondo de un horizonte de desolación poblado por los fantasmas de un retroceso pavoroso en el que sólo faltaba la amenaza de quedarse literalmente a oscuras.


ABC - Opinión

Desidia ante el fraude

Los planes de ajuste fiscal del Gobierno, con los recortes a los pensionistas y los funcionarios, las subidas de impuestos o el reciente paquete de iniciativas de ahorro energético, tienen como propósito común el saneamiento de las cuentas públicas mediante un aumento de la recaudación y una disminución del gasto. Muchos colectivos de españoles han resultado damnificados por los planes de un Ejecutivo que se vio obligado a girar 180 grados su política económica apremiado por la Unión Europea. Estas medidas fueron el recurso fácil y rápido, mientras se renunciaba siquiera a explorar, ya no a explotar, un filón que permanece oculto y de cuya magnitud sabemos, no por la Administración, que debería ser la más interesada, sino por entidades privadas. La economía sumergida es un fenómeno que se alimenta de contextos de crisis y que en España presenta hoy una magnitud extraordinaria derivada de que la recesión aquí ha sido más severa que en otros países.

Las últimas aproximaciones al volumen de esa actividad opaca, que escapa a los controles de Hacienda y Seguridad Social, concluye que la economía sumergida en España está alrededor del 20% del PIB, lo que equivaldría a 200.000 millones de euros. Lo que dejaría de recaudarse, más de 30.000 millones de euros, serviría, por ejemplo, para pagar las prestaciones por desempleo durante un año a todos los parados. Nuestro país está a demasiada distancia de Alemania (15%), Francia (12%) o Reino Unido (11%). La comparación con los países de nuestro entorno nos da una idea exacta de la importante diferencia de impuestos que recauda el Estado en esas naciones sólo por combatir esta suerte de mercado negro. Obviamente, nadie se debería sentir aliviado ni satisfecho con un panorama desalentador.

Combatir la economía sumergida no es sencillo, pero la recompensa es lo suficientemente relevante como para que el Gobierno se lo hubiera tomado mucho más en serio. Es un hecho que el Ministerio de Economía ha preferido ocultar el problema sin aceptar ninguna estimación y que ha centrado su lucha contra el fraude fiscal en objetivos más vendibles como las grandes fortunas o los paraísos fiscales. La desidia gubernamental, incluso la tolerancia gubernamental, ha sido un gran error.

No estamos ante un fenómeno inocuo. Las consecuencias son siempre injustas para aquellos que cumplen con la legalidad. Se provocan distorsiones en el mercado laboral con situaciones de empleo precario y falta de cobertura social. La menor recaudación de impuestos y de cotizaciones obliga, como ha sido el caso español, a correcciones impositivas que perjudican a todos los contribuyentes.

El Gobierno ha consentido y ha alimentado un fracaso del sistema que nos empobrece a todos. Hay que concienciar al ciudadano de ello y de la necesidad de no justificar el fraude. Es preciso aliviar la carga administrativa y burocrática en el país, reforzar las medidas de control, acabar con la laxitud legal y tomarse en serio las inspecciones.


La Razón - Editorial

Rubalcaba, el problema de nuestra democracia

A su capacidad dañina, Rubalcaba añade una desvergüenza más que notable a la hora de rechazar cualquier implicación en las turbias operaciones que afectan a su ministerio, por más que las evidencias en su contra resulten incontestables.

Alfredo Pérez Rubalcaba fue el principal responsable durante el felipismo de poner en marcha la LOGSE, el plan educativo más devastador que jamás ha padecido España y, desde entonces, el personaje no ha hecho más que empeorar. No ha habido pujo contra la democracia y el Estado de Derecho protagonizado por la izquierda española en las dos últimas décadas que no haya contado con el todavía ministro del Interior en el puesto de mando, bien sea intentando ocultar el terrorismo de estado de los GAL, bien organizando la vasta operación de acoso contra el Gobierno legítimo del Partido Popular, que culminaría con las agresiones a sus candidatos y sedes hasta en plena jornada de reflexión electoral tras los atentados del 11-M.

Ya como ministro del Interior del gobierno de Zapatero, Rubalcaba ha insultado a todos los españoles, y muy especialmente a las víctimas del terrorismo, con su protagonismo esencial en la negociación con la banda de asesinos de la ETA, que ha culminado con el asombroso caso Faisán, en el que, como siempre que Rubalcaba anda por medio, nuevamente el Estado está bajo sospecha de haber colaborado con una banda terrorista, hecho insólito que en cualquier otro país se hubiera llevado por delante a todo el equipo ministerial, sino al Gobierno en pleno.


Pero a su capacidad dañina para la libertad y la seguridad de los españoles, Rubalcaba añade una desvergüenza más que notable a la hora de rechazar cualquier implicación en las turbias operaciones que afectan a su ministerio, por más que las evidencias en su contra resulten incontestables. Es lo que ha ocurrido precisamente con el insistente requerimiento de la justicia para que se aporten los nombres de los agentes que, bajo el mando del polémico comisario Sánchez Manzano, se responsabilizaron de las muestras del explosivo utilizado en el 11-M, la prueba determinante para conocer la autoría de los atentados que hasta el momento sigue sin ofrecer garantías de autenticidad.

Pues bien, "gracias" a un equinoccial Pérez Rubalcaba y su facundia detestable, hoy los españoles pueden leer en la portada de un diario nacional la prueba de que el responsable de su seguridad miente a la Justicia y a los ciudadanos sin ningún reparo, al negar que un juzgado haya exigido a su departamento semejante información. Por supuesto que se le ha pedido, y además con insistencia que data ya de un año, sin que Rubalcaba haya tenido a bien prestar su colaboración para esclarecer el mayor atentado de nuestra historia como le exige en primer lugar la preeminencia de su cargo. Por cierto, el atentado que permitió la llegada al poder del partido político que todavía le tolera en sus filas. Que cada cual saque sus propias conclusiones.


Libertad Digital - Editorial

Menos «planes» y más eficacia

El Ejecutivo debería hacer cuentas sobre el coste económico de su ineficacia ante la nevada de la madrugada del sábado en Madrid.

EL viernes por la mañana el Consejo de Ministros aprobaba un nuevo plan de ahorro energético, mediante la yuxtaposición de una serie de ocurrencias de dudosa eficacia. Por la noche, miles de madrileños quedaban atrapados sin remedio a 22 kilómetros de la capital ante la incapacidad de Fomento para hacer frente a las secuelas de una nevada intensa, pero de escasa duración. El Gobierno anunció a bombo y platillo el ahorro de 2.300 millones de euros, a costa de invertir 1.100 en eficiencia, pero de momento todo se reduce a discutir sobre nuevas subvenciones a las comunidades autónomas para que bajen durante cuatro meses el coste de las cercanías y a ofrecer planes de apariencia ecológica, pero muy discutibles en cuanto a su efectividad. Lo que no es virtual sino una realidad patente, es el espectáculo del caos provocado en la A-6 —entre los kilómetros 22 y 36— ante la inoperancia de las máquinas quitanieves. Las escenas de coches y camiones atrapados provocaron una lógica indignación entre los afectados, víctimas de la falta de previsión del departamento que dirige José Blanco y de la nula capacidad de reacción ante un evento climatológico anunciado con anterioridad.

La imagen de las máquinas bloqueadas (10 de las 14 quitanieves en servicio) es la mejor prueba de una gestión desafortunada que convirtió las proximidades de Madrid en una ratonera para los usuarios de una de las vías principales de acceso a la capital. En lugar de tantos planes sin contenido, el Ejecutivo debería hacer cuentas acerca del coste económico de su ineficacia ante la nevada de la madrugada del sábado. Incapaces de avanzar un solo metro, los vehículos consumían gasolina de forma improductiva y los conductores eran conscientes del sarcasmo que supone anunciar que baja el límite de velocidad cuando el problema es que el coche está paralizado. Rodríguez Zapatero insiste en una retórica vacía a la vez que los servicios públicos funcionan cada día peor, incluyendo la ausencia clamorosa de algunos responsables, como fue el caso de la delegada del Gobierno en Madrid. Con otra nevada como ésta y otro fracaso en la gestión ministerial no hay ahorro que valga, aunque se llenen unas cuantas páginas del BOE.

ABC - Editorial