«La mezquita de Manhattan es una prueba más de que a los occidentales se nos exige la tolerancia absoluta, incluso el mayor dolor a nuestra sensibilidad, para permitir la autoafirmación de una cultura hostil a nuestros principios».
Suele hacernos mucha gracia a los europeos el concepto de «lo antiguo» que tienen en Estados Unidos. En muchos pueblos y ciudades tienen allí en alta estima y veneran como antigüedades, o incluso monumentos históricos, unas casas viejas, chamizos o ruinas del siglo XIX, que, en nuestro continente, tan repleto de monumentos centenarios cuando no milenarios, serían demolidos sin el menor atisbo de mala conciencia urbanística. En un país con historia propia tan corta como EE.UU. todo lo que ha cumplido cien años se antoja venerable. Por eso llamará a muchos la atención la facilidad con que la Comisión de Protección de Monumentos de Nueva York se pronunció a principios de mes a favor de la demolición de una antigua fábrica de tejidos de 1858 en pleno centro de Manhattan. La razón está clara. La vieja fábrica, cuya protección como monumento histórico habría frenado otro proyecto urbanístico en cualquier lugar de Estados Unidos, estorbaba para la construcción de una gigantesca mezquita en el corazón de Manhattan. Tendrá la altura de más de quince pisos, tendrá salas de oración, aulas, cines, gimnasios y polideportivos, y será el centro islámico urbano mayor en territorio norteamericano. La polémica en torno a esta mezquita ha desatado pasiones y hace correr ríos de tinta. Pero no por la demolición de la fábrica, sino por el hecho de que se ubicará en parte en la «zona cero», el inmenso solar abierto el 7 de noviembre de 2001 con la demolición de las Torres Gemelas, provocada por el mayor ataque terrorista jamás habido en el mundo. En aquel lugar murieron asesinados cerca de 3.000 seres humanos, ciudadanos de más de cien países y todas las creencias. Y murieron a causa de un acto terrorista perpetrado por fanáticos suicidas. Que explicaron su acción con creencias aprendidas en mezquitas de todo el mundo. Y que decían actuar en nombre del Islam.
En este punto de la exposición de este complejo caso hay que dejar claro y subrayar bien la absoluta evidencia de que el hecho de que esta salvajada fuera cometida en nombre del Islam no hace en lo más mínimo culpable a esta religión ni a los más de mil millones de fieles a esta religión. Se siente uno ridículo al tener que repetir esta obviedad una y otra vez, pero es imprescindible hacerlo para evitar lecturas tramposas de la argumentación posterior. Porque también es un hecho incontestable que los terroristas surgieron de un movimiento islamista mucho más amplio y extendido por todo el mundo islámico cuyo objetivo declarado es la destrucción de nuestra civilización y sistema de vida. Como es también un hecho lamentable pero inolvidado —especialmente por las víctimas— que aquel terrible atentado fue celebrado como un fantástico triunfo, no sólo por islamistas radicales de Hamás en Gaza, sino por enardecidas multitudes en muchos países islámicos. Dicho esto, se plantea una pregunta sencilla que es la que han hecho gran parte de los familiares de víctimas y los adversarios del proyecto: ¿Por qué es necesario que la mezquita esté precisamente allí? Hay decenas de ubicaciones alternativas posibles en Manhattan, cientos en Nueva York y miles en Estados Unidos. ¿Por qué hay que construir una mezquita precisamente en el epicentro de un infinito dolor causado en nombre de la religión que allí se propagará? Precisamente por eso, dice el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg. Para crear puentes entre oriente y occidente y entre las religiones, asegura. Y añade que los derechos constitucionales y la libertad religiosa abogan por este proyecto, pese a que más de la mitad de los neoyorquinos y bastante más de la mitad de los norteamericanos rechazan el mismo. En realidad nadie ha dicho que sea inconstitucional —solo faltaría—, sino que es inadecuado, hiriente para millones y que está, nunca mejor dicho, fuera de lugar. Que muchas víctimas lo consideren ofensivo debería bastar para replantearse este proyecto. El anuncio de la construcción de un monasterio carmelita en el terreno del campo de concentración de Auschwitz en los años ochenta del pasado siglo generó tal rechazo en la comunidad judía internacional que Juan Pablo II ordenó su suspensión precisamente para no herir susceptibilidades, para evitar un dolor gratuito. Bloomberg, judío él, seguramente consideraría adecuado dicho gesto en aquel entonces. Ahora, sin embargo, con el Islam implicado, parece decidido a utilizar otro baremo.
Otra cuestión que se plantea en Manhattan, como en la construcción de centenares de mezquitas en todo el mundo occidental, es el de la financiación y la consiguiente obediencia religiosa y política de sus responsables. En Manhattan los promotores son oscuros personajes relacionados en su día a grupos radicales islamistas, y nadie duda de que el dinero, nada menos que cien millones de dólares, llegará de los países que promueven un Islam radical y nada dispuesto a compromisos en la enseñanza doctrinaria que impartirán a los jóvenes musulmanes norteamericanos. La cabeza visible del proyecto, el imam Feisal Abdul Rauf, es uno de esos personajes tan característicos entre los islamistas llamados moderados y formación occidental que utilizan hábilmente un doble lenguaje dependiendo de la audiencia del momento. Y más allá de la polémica localización, se plantean serios interrogantes sobre la utilización posterior del complejo que albergará la mezquita. ¿Se respetará en los gimnasios, piscinas y los centros culturales la igualdad de géneros, esa sí precepto constitucional? ¿Se permitirán arengas a favor de la destrucción de Israel en la mezquita y las aulas anejas? ¿Y habrá sitio para reuniones de jóvenes en las que se promueve el alistamiento para grupos terroristas en Pakistán o Cachemira, como ha sucedido una vez más en la mezquita cerrada en Hamburgo la pasada semana? ¿Quién vigilará las clases y oraciones para que no se haga allí apología de quienes son innegablemente los que hicieron posible la existencia de esa mezquita, que no son otros que los terroristas del 11-S?
Nadie podrá evitar que muchos norteamericanos, pero también muchos musulmanes en todo el mundo, radicales o no, vean en la mezquita de Manhattan un símbolo del avance del Islam por Occidente. Este avance, se quiera ver o no, lo hicieron posible unos jóvenes islamistas que estrellaron los aviones y sacrificaron sus vidas y las de casi tres mil inocentes. Y nadie podrá evitar que muchos entiendan la mezquita como un monumento en el campo de batalla mismo a los terroristas islámicos que humillaron allí a Estados Unidos y a todo Occidente. Será para ellos un monumento de conquista, una simbólica «pica en Flandes» que hicieron posible unos asesinos o unos mártires. Porque en el vínculo inevitablemente imperecedero entre el ataque terrorista del 11 de septiembre y la gran mezquita se verá, quiera Bloomberg y los biempensantes o no, el triunfo póstumo de los pilotos de los aviones asesinos. Nadie podrá evitar que esta inmensa mezquita en aquel lugar sea para muchos occidentales más un símbolo de avasallamiento que de encuentro.
Hasta la Liga Antidifamación, que lucha desde hace muchas décadas contra todo tipo de discriminación religiosa, ha advertido de que el proyecto puede romper más puentes de los que pretende construir. Pero la corrección política se ha impuesto de nuevo y el proyecto ha sido definitivamente aceptado. Como no podía ser de otra forma, el presidente Barack Obama se adhirió a esta causa. Los que se sientan ofendidos han sido condenados a mostrar esa inmensa tolerancia que siempre se les exige a los ciudadanos occidentales cuando han de aceptar en su entorno la práctica y la promulgación de mensajes muy lejanos a su concepto de tolerancia. Mientras algunas sensibilidades son intocables y merecen toda protección, otras —siempre las mismas— han de sacrificarse en aras de una tolerancia que nunca goza de reciprocidad cuando del Islam se trata. En todos los países de Occidente reclaman los musulmanes un trato especial, y en todos acaban recibiéndolo. En todos plantean retos a los límites de nuestras leyes, y en todos arrancan concesiones de los poderes públicos. En una dinámica general de expansión geográfica y cultural que es, con la supremacía total como objetivo final, el deber de todo musulmán comprometido con su fe y su libro sagrado. No es sólo un problema de la sensibilidad de los neoyorquinos. Lo es de todos los que cada vez se sienten más preocupados ante el aún larvado pero inevitable conflicto entre el mensaje islámico y los sistemas constitucionales occidentales y los valores y principios que éstos reflejan. También es muy nuestro el problema. Porque, se me olvidaba, ¿saben cómo se llamará la mezquita de Manhattan, todo el inmenso complejo proyectado en corazón de la península más tolerante del mundo que es «la gran manzana»? La mezquita, construida como todas para la mayor gloria del Islam y su triunfo final sobre los infieles como fe única en el único dios, que se erigirá en lo que el radicalismo islamista considera el campo de batalla más glorioso de su guerra santa contra Occidente, se llamará, no puede extrañar a nadie, Córdoba.
Otra cuestión que se plantea en Manhattan, como en la construcción de centenares de mezquitas en todo el mundo occidental, es el de la financiación y la consiguiente obediencia religiosa y política de sus responsables. En Manhattan los promotores son oscuros personajes relacionados en su día a grupos radicales islamistas, y nadie duda de que el dinero, nada menos que cien millones de dólares, llegará de los países que promueven un Islam radical y nada dispuesto a compromisos en la enseñanza doctrinaria que impartirán a los jóvenes musulmanes norteamericanos. La cabeza visible del proyecto, el imam Feisal Abdul Rauf, es uno de esos personajes tan característicos entre los islamistas llamados moderados y formación occidental que utilizan hábilmente un doble lenguaje dependiendo de la audiencia del momento. Y más allá de la polémica localización, se plantean serios interrogantes sobre la utilización posterior del complejo que albergará la mezquita. ¿Se respetará en los gimnasios, piscinas y los centros culturales la igualdad de géneros, esa sí precepto constitucional? ¿Se permitirán arengas a favor de la destrucción de Israel en la mezquita y las aulas anejas? ¿Y habrá sitio para reuniones de jóvenes en las que se promueve el alistamiento para grupos terroristas en Pakistán o Cachemira, como ha sucedido una vez más en la mezquita cerrada en Hamburgo la pasada semana? ¿Quién vigilará las clases y oraciones para que no se haga allí apología de quienes son innegablemente los que hicieron posible la existencia de esa mezquita, que no son otros que los terroristas del 11-S?
Nadie podrá evitar que muchos norteamericanos, pero también muchos musulmanes en todo el mundo, radicales o no, vean en la mezquita de Manhattan un símbolo del avance del Islam por Occidente. Este avance, se quiera ver o no, lo hicieron posible unos jóvenes islamistas que estrellaron los aviones y sacrificaron sus vidas y las de casi tres mil inocentes. Y nadie podrá evitar que muchos entiendan la mezquita como un monumento en el campo de batalla mismo a los terroristas islámicos que humillaron allí a Estados Unidos y a todo Occidente. Será para ellos un monumento de conquista, una simbólica «pica en Flandes» que hicieron posible unos asesinos o unos mártires. Porque en el vínculo inevitablemente imperecedero entre el ataque terrorista del 11 de septiembre y la gran mezquita se verá, quiera Bloomberg y los biempensantes o no, el triunfo póstumo de los pilotos de los aviones asesinos. Nadie podrá evitar que esta inmensa mezquita en aquel lugar sea para muchos occidentales más un símbolo de avasallamiento que de encuentro.
Hasta la Liga Antidifamación, que lucha desde hace muchas décadas contra todo tipo de discriminación religiosa, ha advertido de que el proyecto puede romper más puentes de los que pretende construir. Pero la corrección política se ha impuesto de nuevo y el proyecto ha sido definitivamente aceptado. Como no podía ser de otra forma, el presidente Barack Obama se adhirió a esta causa. Los que se sientan ofendidos han sido condenados a mostrar esa inmensa tolerancia que siempre se les exige a los ciudadanos occidentales cuando han de aceptar en su entorno la práctica y la promulgación de mensajes muy lejanos a su concepto de tolerancia. Mientras algunas sensibilidades son intocables y merecen toda protección, otras —siempre las mismas— han de sacrificarse en aras de una tolerancia que nunca goza de reciprocidad cuando del Islam se trata. En todos los países de Occidente reclaman los musulmanes un trato especial, y en todos acaban recibiéndolo. En todos plantean retos a los límites de nuestras leyes, y en todos arrancan concesiones de los poderes públicos. En una dinámica general de expansión geográfica y cultural que es, con la supremacía total como objetivo final, el deber de todo musulmán comprometido con su fe y su libro sagrado. No es sólo un problema de la sensibilidad de los neoyorquinos. Lo es de todos los que cada vez se sienten más preocupados ante el aún larvado pero inevitable conflicto entre el mensaje islámico y los sistemas constitucionales occidentales y los valores y principios que éstos reflejan. También es muy nuestro el problema. Porque, se me olvidaba, ¿saben cómo se llamará la mezquita de Manhattan, todo el inmenso complejo proyectado en corazón de la península más tolerante del mundo que es «la gran manzana»? La mezquita, construida como todas para la mayor gloria del Islam y su triunfo final sobre los infieles como fe única en el único dios, que se erigirá en lo que el radicalismo islamista considera el campo de batalla más glorioso de su guerra santa contra Occidente, se llamará, no puede extrañar a nadie, Córdoba.
ABC - Opinión
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