Millones de personas se desplazan por nuestro espacio aéreo y tienen derecho a una razonable previsión sobre la duración del viaje y a una plena garantía de seguridad.
HACE pocos meses, la opinión pública valoró positivamente la firmeza del ministro de Fomento para encauzar el conflicto de los controladores aéreos a través de un decreto ley que obtuvo el máximo apoyo en el Congreso de los Diputados. Sin embargo, está claro que José Blanco sigue teniendo algunos deberes pendientes y su imagen de político enérgico no se corresponde con la evolución posterior de los acontecimientos. En los últimos días, miles de pasajeros han sufrido las consecuencias de un enfrentamiento que no cesa y que amenaza con extenderse desde los aeropuertos de la zona mediterránea a Madrid y otros lugares de España. Aunque la Unión Sindical de Controladores Aéreos niega la existencia de una «huelga encubierta», el exceso de bajas médicas por estrés y depresión suscita sospechas generalizadas. La situación se agrava, además, con la huelga —en este caso, formal y declarada— de los controladores franceses. Entre unos y otros, los ciudadanos se convierten en rehenes de un Gobierno que no se atreve a impulsar la imprescindible ley orgánica reguladora del derecho de huelga y de un colectivo profesional, altamente cualificado, cuyas reivindicaciones no deberían perjudicar a los intereses generales.
El ministro de Fomento manifestó ayer la intención del Ejecutivo de utilizar a los controladores militares para ordenar el tráfico aéreo civil, al tiempo que amenazaba con despidos y otras medidas legales. No obstante, fuentes militares han dejado muy claro que esta medida es más fácil de anunciar que de cumplir, porque requiere un periodo de adaptación a las nuevas obligaciones. Existen, en efecto, serias dificultades técnicas e incluso jurídicas para atribuir a los militares de un día para otro unas funciones que entrañan una enorme responsabilidad. En pleno periodo veraniego, millones de personas se desplazan por nuestro espacio aéreo y tienen derecho a una razonable previsión sobre la duración del viaje y —por supuesto— a una plena garantía de seguridad. Fomento y los controladores tienen que ser conscientes de que no pueden jugar al límite en un asunto tan delicado. Por supuesto, la ley debe ser cumplida y habrá que examinar una por una las bajas laborales con el máximo rigor. Ningún beneficio particular puede cuestionar el mantenimiento del transporte aéreo en su condición de servicio esencial para una sociedad moderna y desarrollada. En todo caso, también Fomento debe calibrar sus reacciones para, más allá de las palabras, poner el orden necesario en el actual descontrol aéreo.
ABC - Editorial
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