¿El disfraz es una herramienta del trabajo diplomático y político que cabe esperar de un ministro de Exteriores?
DESDE que Pío Cabanillas, a la sazón ministro de Información y Turismo, se encasquetara una barretina para demostrar, en Barcelona y en un día de San Jordi, la comprensión catalanista del Gobierno de Carlos Arias Salgado —el último de Francisco Franco—, sumido en el voluntarioso engaño del «Espíritu del 12 de febrero», no se había visto a un ministro de un Gobierno de España como los afganos de Qala-i-Naw han podido ver y admirar al sin par titular de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos. El ministro, acostumbrado a hacerse el longuis, adornó su cabeza con el «longui», que es como llaman en Afganistán al turbante de gala, y revestido con el «chapán», la túnica de los que mandan, se reunió con los cuatrocientos notables del lugar que, tras felicitarle por los éxitos futbolísticos de España, le preguntaron lo que mandan los cánones de los protegidos cuando se reúnen con su protector: ¿qué hay de lo nuestro?
Sin entrar en los detalles de nuestra errática y confusa política exterior, con más carga tercermundista que fervores occidentales para bien del progresismo imperante, debe reconocerse la presencia en Afganistán como parte del compromiso que marcan las alianzas internacionales que tenemos suscritas y que se corresponden con nuestro lugar en el mapa y en el concierto económico en que nos movemos. Ahora bien, ¿el disfraz es una pieza, una herramienta, del trabajo diplomático y político que cabe esperar de un ministro de Exteriores? Una «jirga», una asamblea de quienes gobiernan, o sencillamente mandan, en la provincia de Badghis —la que nos ha tocado en suerte—, ¿requiere el engalanamiento folclórico del alto funcionario encargado de supervisar las inversiones españolas en el territorio?
Sin entrar en los detalles de nuestra errática y confusa política exterior, con más carga tercermundista que fervores occidentales para bien del progresismo imperante, debe reconocerse la presencia en Afganistán como parte del compromiso que marcan las alianzas internacionales que tenemos suscritas y que se corresponden con nuestro lugar en el mapa y en el concierto económico en que nos movemos. Ahora bien, ¿el disfraz es una pieza, una herramienta, del trabajo diplomático y político que cabe esperar de un ministro de Exteriores? Una «jirga», una asamblea de quienes gobiernan, o sencillamente mandan, en la provincia de Badghis —la que nos ha tocado en suerte—, ¿requiere el engalanamiento folclórico del alto funcionario encargado de supervisar las inversiones españolas en el territorio?
¿No será en lugares y misiones como estos, los afganos que ahora nos corresponden, donde deben quedar claras y sin concesiones las notas de nuestra identidad nacional española y marcar las distancias que exigen la función a desempeñar y su condición temporal? No estamos hablando de turismo vacacional, supongo; sino de presencia diplomática y armada en una zona de conflicto. Allí desempeñamos un doble papel, el militar y el cooperante; ¿se perfecciona alguno de los dos con las prácticas propias de la sastrería teatral? Según nos contó el afgano Khaled Hosseini en su magnífica primera novela, Cometas en el cielo, también es costumbre por aquellos pagos hacer volar esos livianos y hermosos artefactos que enloquecen a la chiquillería y no por eso el personal, militar o diplomático, desplazado a la zona se dedica a tratar de llegar hasta las nubes con una estructura de cañas y papel pintado.
ABC - Opinión
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