domingo, 8 de agosto de 2010

Pobreza encubierta. Por Ignacio Camacho

La soledad urbana del verano les ofrece protección para el pudor social de admitir su desamparo sobrevenido.

EN la ciudad desierta por las vacaciones se les ve acudir a las parroquias, a los centros de Cáritas, a las terminales de esa red de asistencia que ofrece ayuda sin pedírsela al Estado. Visten con decoro pero sus ropas modestas están algo gastadas y sus camisas raídas por los puños o el cuello. La soledad urbana del verano les ofrece una cierta protección para su pudor social, para el desasosiego moral que les supone admitir su desamparo sobrevenido por el desempleo y la crisis. Hombres maduros de pelo canoso que ya no valen una oportunidad en el escaso mercado de trabajo; mujeres casi ancianas que viven solas y a las que ya no alcanza la exigua pensión; matrimonios mayores que vivían del socorro de unos hijos que ahora no pueden detraer dinero de unos ingresos que no cubren la cuarta semana del mes. Buscan discretamente un auxilio económico para pagar la hipoteca, para evitar el embargo, para saldar las deudas con la frutería o el supermercado. Les llaman pobres encubiertos; personas a las que la recesión y el paro han expulsado del bienestar o de la estabilidad laboral y que, sin formar parte de la sociedad excluida ni traspasar el umbral de la pobreza severa, se han quedado sin recursos para sostener una vida digna y cubrir las necesidades a las que en tiempos de prosperidad accedieron a base de un trabajo y un crédito con los que ahora no pueden contar.

Están ahí, camuflados en los eufemismos de las estadísticas, asomando su drama humano por el pico de la EPA, buscando en las organizaciones de caridad la mano que ya no alcanza a ofrecerles el subsidio menguante del Gobierno. Carne de cañón de una crisis cuyas repercusiones financieras a gran escala ocultan millones de dramas individuales: despidos, divorcios, abandonos, quiebras. No hace demasiado tiempo ellos también salían de vacaciones a algún apartamento de la costa; en las rebajas se les veía en los grandes almacenes y los fines de semana llenaban el carrito del híper con bienes de consumo a los que ahora no pueden llegar más que con el apoyo de las redes asistenciales. En invierno merodean con discreción los comedores sociales y entran en ellos cabizbajos junto a inmigrantes sin papeles y mendigos habituales procurando conservar un atisbo de dignidad. Pero en verano se quedan al albur de las ciudades semiabandonadas, sin dinero para encender siquiera el aire acondicionado de sus casas, a merced de una orfandad social más aguda cuanto mayor ha sido su caída por la escalera resbaladiza del confort perdido. En las iglesias les alcanzan de vez en cuando un sobre que cogen con gesto como distraído, tratando de negarse a sí mismos la aceptación del fracaso, y musitan junto a las gracias la vaga expresión de una expectativa de mejora o de suerte. Pero quizá algunos, o muchos de los veraneantes de ahora mismo tengan el próximo estío que llamar a esas mismas puertas de la esperanza.

ABC - Opinión

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