miércoles, 18 de agosto de 2010

De hormigón armado. Por M. Martín Ferrand

Ni Zapatero es un arcángel ni los presidentes de las grandes constructoras integran un grupo angelical y benéfico.

NI importa mucho si fue José Luis Rodríguez Zapatero quien canceló su reunión, prevista para hoy, con los presidentes de las grandes compañías constructoras o si fue al revés. Lo que queda claro es que al presidente y a su Gobierno no les gustan la luz ni los taquígrafos. Prefieren las sombras de la confusión y las palabras evanescentes. De ahí los espasmos, hijos de las encuestas y de los globos sonda, que marcan el ritmo monclovita y, también, la mala costumbre de gobernar de espaldas al Parlamento, como si el poder que manejan, muchas veces con exceso, les hubiera sido otorgado como un don sobrenatural por el mero hecho de llevar en la solapa un emblema con un puño y una rosa.

Ni Zapatero es un arcángel ni los presidentes de las grandes constructoras integran un grupo angelical y benéfico. El uno y los otros van a la suya y así es como debiera ser si, aunque solo en ocasiones, la suya coincidiera con la nuestra. Con los intereses generales, colectivos, de la Nación y no únicamente con las ambiciones electorales de un partido o las cuentas de explotación de unas empresas acostumbradas a trabajar con menos recursos propios, y mayor endeudamiento, de lo que marcan los cánones clásicos. Quizás no tenga nada que ver con lo que digo; pero el recién fallecido Francesco Cossiga, en sus días como presidente de la República, le preguntó a un colega italiano de los ahora plantados empresarios españoles de obras públicas: «Usted, ¿qué es lo que construye?». Con los respetos y ceremonias que son del caso, respondió el emprendedor: «Yo, señoría, construyo voluntades».


Del mismo modo que, cuando los años eran de vacas gordas, las grandes empresas constructoras no nos ofrecían, para celebrarlo, peajes gratuitos ni carreteras sin cargo al Presupuesto, cuando las vacas son flacas debieran dejar para ellos mismos la pena y el sufrimiento. Están tan acostumbrados a que el Estado, a través de sus distintas Administraciones, sea su cliente fundamental, y muchas veces facilón, que carecen de la musculatura y el espíritu de sacrificio que proporcionan el mercado verdaderamente libre, donde la competencia parece más limpia y menos condicionada a los porcentajes que Pasqual Maragall le señaló a Artur Mas y a los aires políticos dominantes en cada momento.

Las grandes constructoras, grandes pedigüeñas, no quieren parecerlo; pero, incluso para quienes no tenemos ninguna tentación socialdemócrata, resulta ya cansado que, como en la canción de Atahualpa Yupanki,

«las penas y las vaquitas
se van por la misma senda;
las penas son de nosotros,
las vaquitas son ajenas».

ABC - Opinión

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