La «era Zapatero» viene jalonada por tres frases rotundas, que han resultado tres rotundos reveses: «Otegui es un hombre de paz», «Pascual, os daré lo que me pidáis» y «la crisis económica no afectará a España». La consecuencia ha sido que, hoy, Zapatero se ve obligado a hacer cosas que nunca había pensado hacer.
¿Estamos gobernados por un cadáver político y no nos damos cuenta? ¿Ha completado Zapatero su ciclo como gobernante y sigue en La Moncloa por pura inercia, una de las constantes de nuestra historia? Si examinamos su trayectoria durante los últimos meses, percibimos que no domina los acontecimientos, los acontecimientos le dominan a él, que se limita a navegar sobre ellos como un surfista sobre las olas, con trompazos cada vez más frecuentes, preludio del descalabro definitivo. La «era Zapatero» viene jalonada por tres frases rotundas, que han resultado tres rotundos reveses: «Otegui es un hombre de paz», que marcó el inicio de las negociaciones con ETA; «Pascual, os daré lo que me pidáis», origen de un estatuto que no ha satisfecho a nadie; y «la crisis no afectará a España,» que no necesita explicación. La consecuencia ha sido que, hoy, la economía española la marcan Bruselas y los mercados, obligando a Zapatero a hacer cosas que nunca había pensado hacer, mientras en política pende y depende de los nacionalistas, que le apoyan solo si les conviene, siempre a un alto precio. El momento de la verdad llegará con los próximos presupuestos, sobre los que se acumulan todo tipo de tormentas políticas y económicas. La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estatuto catalán ha empeorado hasta tal punto sus relaciones con CiU que empieza a verse difícil le salve. Tendría entonces que recurrir al PNV, que le pediría tanto o más: traicionar a Patxi López. Y aunque Zapatero es experto en traiciones, va a serle difícil completar una dentro del propio partido.
Por no hablar ya de la prueba que le espera con los sindicatos, con los que venía gobernando a bases de un pacto asimétrico: concederles lo que le pidieran en el terreno laboral a cambio de paz en el sector. Pero los sindicatos se encuentran en un apuro tan grande o mayor que el suyo: Zapatero se ha visto obligado a romper el arcaico statu-quoreinante en el mundo laboral por imposición extranjera, dejando a los mandamases sindicales con el trasero al aire. Ante lo que no han tenido más remedio que convocar movilizaciones, La fecha es finales de septiembre, vísperas de las elecciones catalanas y del debate presupuestario. Si el verano es tórrido, el otoño se presenta infernal. Porque a Zapatero ya no le queda escapatoria: o satisface a los leones interiores o a los exteriores. A todos al mismo tiempo, como ha venido trampeando, imposible, porque todos exigen la misma carne, que no es la suya, sino la del pueblo español. La situación es particularmente grave porque el pueblo español no está acostumbrado a vivir sin gobierno, pese a la fama de ingobernable que tiene. La realidad es que, a diferencia de los italianos, que han aprendido a vivir sin gobierno y les va estupendamente, los españoles necesitamos no ya un gobierno, sino varios, el municipal, el regional, el nacional, a los que pedir favores, encargar de nuestros asuntos y echar la culpa si las cosas salen mal. La facilidad con que caemos en el anarquismo más estrepitoso cuando deja de haber una autoridad sobre nosotros es la primera consecuencia de nuestra incapacidad de autogobernarnos. Otra, nuestra renuencia a cambiar, incluso cuando las cosas se tuercen, plasmada en el dicho «más vale mal conocido que bien por conocer». Preferimos, no sé si por desidia o fatalismo, que la situación se pudra por si sola a las pejigueras que trae el cambio. De ahí que no haya puesto más ingrato que el de jefe de la oposición en España, ni más cómodo que el de jefe de Gobierno, hasta el punto de poder decirse
que, en nuestro país, la oposición no gana nunca las elecciones. Son los gobiernos los que las pierden, por descomposición interna, corrupción generalizada o incapacidad apabullante, pues la pequeña o mediana se toleran.
Como los errores. El mejor ejemplo lo tenemos en Zapatero, que se ha equivocado en todas las decisiones importantes que ha tomado. Solo una de las tres antes apuntadas hubiese bastado para acabar con una carrera de gobernante en cualquier país democrático. Él, sin embargo, ha sido reelegido y continúa yendo en las encuestas por delante de Rajoy, pese a que la «conjunción planetaria» que iba a representar su presidencia europea ha sido un fiasco total. Pero ahí le tienen, convirtiendo las derrotas en victorias y confiando en que lo peor haya pasado. Hace tiempo escribí en esta misma página el secreto de su política o, mejor dicho, la fórmula de su permanencia pese a su política: gobierna apoyándose en los defectos españoles, no en nuestras virtudes. Y aunque todos los pueblos sienten debilidad por sus defectos, los que eligen gobernantes que se apoyan en ellos desaprovechan todas sus ocasiones históricas. José Luis Rodríguez Zapatero gusta más del ayer que del mañana, como la inmensa mayoría de los españoles, pese a que dicen por ahí que «mañana» es nuestra palabra favorita. Su ideal es librar batallas del pasado, en vez de las del futuro. Su deporte favorito es alancear muertos, en vez de dejarlos en paz. Le aterran las novedades y sólo se siente cómodo entre los latiguillos más trillados. Recluta sus aliados entre los dirigentes más anacrónicos y elige como consejeros gentes ancladas en la revolución cultural del 68, que hoy es ya prehistoria. Le asusta el exterior y le encantan los encuentros con los trabajadores en lo más interior del país, como Rodiezmo, una reliquia del pasado. Su progresismo es un disfraz, como en la mayoría de los españoles, anclados en las tradiciones de su particular ideología.
F ascinado por el ayer, hizo de la memoria histórica el eje de su programa de gobierno. No sabemos si, al hacerlo, se daba cuenta de que regresaba a las dos Españas, cuando creíamos haberlas superado. Dos Españas, una buena, otra mala; una moral, otra inmoral; una progresista, otra retrógrada. Un planteamiento que obligaba ineludiblemente a eliminar la mala, la inmoral, la retrógrada. Con buena conciencia, además, pues así se purgaban la nación y el Estado de los elementos perniciosos que les habían impedido funcionar y desarrollarse normalmente. Para lograr tan formidable misión, Zapatero no dudó en aliarse con quienes históricamente no se han considerado españoles, con quienes abogan abiertamente por la independencia e incluso con quienes han declarado la guerra a España. La negociación con ETA, el pacto del Tinell y el nuevo estatuto catalán formaban parte de esa estrategia para dar ese vuelco copernicano al país, excluir de su escenario a la «otra» España y completar lo que la Transición no se había atrevido a hacer.
Volcado en tan hercúleo proceso, Zapatero se olvidó de gobernar. Algunos dicen que, realmente, no sabía. El caso es que los grandes, los verdaderos problemas de España, la educación, la innovación, la productividad, el diferencial con los países punteros, no han hecho más que agrandarse durante su mandato, y al llegar la crisis ni siquiera la reconoció. Cuando no tuvo más remedio que reconocerla, tomó las medidas falsas, y cuando el desplome español amenazaba Europa esta se ha visto obligada a intervenirnos. Hoy, Zapatero habla y gesticula según le dictan desde fuera y desde dentro los mercados y los nacionalistas, respaldado por un partido que ve amenazadas las sinecuras de que goza. Son fuerzas poderosas, que le permiten resistir más allá de lo normal. Pero políticamente está acabado. De sus rivales no puede esperar piedad, como él no la tuvo con ellos. De sus seguidores, la obediencia del que no tiene otra salida. De los nacionalistas, apoyo solo a cambio de traicionar a España, es decir, traicionar su cargo, pues engañar no podrá volver a engañarles. Dije al principio que era un cadáver político. Peor que eso: es un cadáver que anda. Basta verle rodeado de banderas rojigualdas en vez de republicanas, con un balón de fútbol siendo de baloncesto.
que, en nuestro país, la oposición no gana nunca las elecciones. Son los gobiernos los que las pierden, por descomposición interna, corrupción generalizada o incapacidad apabullante, pues la pequeña o mediana se toleran.
Como los errores. El mejor ejemplo lo tenemos en Zapatero, que se ha equivocado en todas las decisiones importantes que ha tomado. Solo una de las tres antes apuntadas hubiese bastado para acabar con una carrera de gobernante en cualquier país democrático. Él, sin embargo, ha sido reelegido y continúa yendo en las encuestas por delante de Rajoy, pese a que la «conjunción planetaria» que iba a representar su presidencia europea ha sido un fiasco total. Pero ahí le tienen, convirtiendo las derrotas en victorias y confiando en que lo peor haya pasado. Hace tiempo escribí en esta misma página el secreto de su política o, mejor dicho, la fórmula de su permanencia pese a su política: gobierna apoyándose en los defectos españoles, no en nuestras virtudes. Y aunque todos los pueblos sienten debilidad por sus defectos, los que eligen gobernantes que se apoyan en ellos desaprovechan todas sus ocasiones históricas. José Luis Rodríguez Zapatero gusta más del ayer que del mañana, como la inmensa mayoría de los españoles, pese a que dicen por ahí que «mañana» es nuestra palabra favorita. Su ideal es librar batallas del pasado, en vez de las del futuro. Su deporte favorito es alancear muertos, en vez de dejarlos en paz. Le aterran las novedades y sólo se siente cómodo entre los latiguillos más trillados. Recluta sus aliados entre los dirigentes más anacrónicos y elige como consejeros gentes ancladas en la revolución cultural del 68, que hoy es ya prehistoria. Le asusta el exterior y le encantan los encuentros con los trabajadores en lo más interior del país, como Rodiezmo, una reliquia del pasado. Su progresismo es un disfraz, como en la mayoría de los españoles, anclados en las tradiciones de su particular ideología.
F ascinado por el ayer, hizo de la memoria histórica el eje de su programa de gobierno. No sabemos si, al hacerlo, se daba cuenta de que regresaba a las dos Españas, cuando creíamos haberlas superado. Dos Españas, una buena, otra mala; una moral, otra inmoral; una progresista, otra retrógrada. Un planteamiento que obligaba ineludiblemente a eliminar la mala, la inmoral, la retrógrada. Con buena conciencia, además, pues así se purgaban la nación y el Estado de los elementos perniciosos que les habían impedido funcionar y desarrollarse normalmente. Para lograr tan formidable misión, Zapatero no dudó en aliarse con quienes históricamente no se han considerado españoles, con quienes abogan abiertamente por la independencia e incluso con quienes han declarado la guerra a España. La negociación con ETA, el pacto del Tinell y el nuevo estatuto catalán formaban parte de esa estrategia para dar ese vuelco copernicano al país, excluir de su escenario a la «otra» España y completar lo que la Transición no se había atrevido a hacer.
Volcado en tan hercúleo proceso, Zapatero se olvidó de gobernar. Algunos dicen que, realmente, no sabía. El caso es que los grandes, los verdaderos problemas de España, la educación, la innovación, la productividad, el diferencial con los países punteros, no han hecho más que agrandarse durante su mandato, y al llegar la crisis ni siquiera la reconoció. Cuando no tuvo más remedio que reconocerla, tomó las medidas falsas, y cuando el desplome español amenazaba Europa esta se ha visto obligada a intervenirnos. Hoy, Zapatero habla y gesticula según le dictan desde fuera y desde dentro los mercados y los nacionalistas, respaldado por un partido que ve amenazadas las sinecuras de que goza. Son fuerzas poderosas, que le permiten resistir más allá de lo normal. Pero políticamente está acabado. De sus rivales no puede esperar piedad, como él no la tuvo con ellos. De sus seguidores, la obediencia del que no tiene otra salida. De los nacionalistas, apoyo solo a cambio de traicionar a España, es decir, traicionar su cargo, pues engañar no podrá volver a engañarles. Dije al principio que era un cadáver político. Peor que eso: es un cadáver que anda. Basta verle rodeado de banderas rojigualdas en vez de republicanas, con un balón de fútbol siendo de baloncesto.
ABC - Opinión
1 comentarios:
el comentario de Carrascal esta mañana, aquí os lo dejo sobre este tema http://www.puntoradio.com/popup/audio.php?id=46603
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