domingo, 25 de julio de 2010

El presidente soberanista. Por Ignacio Camacho

Los españoles que creen que el Constitucional ha sido benévolo con el Estatuto carecen de voz política.

LA operación del Estatuto le ha salido tan bien a Zapatero que después de haberle otorgado a Cataluña más autogobierno que nunca ha logrado que se dispare el índice de insatisfacción nacionalista y aumenten, aunque sea por impulso visceral, los partidarios de la independencia. He ahí una estrategia sobresaliente propia de una minerva del Estado. Los catalanes tienen un régimen semiconfederal y lo único que se oyen son protestas y manifestaciones de victimismo, ante las que el presidente se pone de rodillas. Su incapacidad para manejar la iniciativa tras la sentencia del Tribunal Constitucional y su mala conciencia a la hora de defender a las instituciones del Estado han provocado una crecida inédita del soberanismo, experto en sacar partido de contrariedades artificiales. La alianza de soberanistas en que se ha convertido la política catalana ha inoculado con facilidad en la opinión pública un mensaje de agitación pesimista a favor de corriente, generando un cabreo popular que estimula la visceralidad y aumenta la temperatura social en unos grados de desafecto hacia España. Éxito completo de ZP, que camina de victoria en victoria hasta la derrota final.

Pero mientras en Cataluña estalla la irritación sobreactuada y el lamento ventajista de su montaraz dirigencia pública, en el resto de España falta representación política del malestar por la desigualdad que representa un modelo asimétrico del mapa de las autonomías. Ni el Gobierno por egoísmo, ni el PSOE por obediencia, ni el PP por vergonzante conveniencia oportunista, son capaces de asumir la voz —mayoritaria según las encuestas— de los españoles que creen que el Constitucional ha sido benévolo con el Estatuto al consagrar sus principales premisas desigualitarias. Españoles que por cierto siguen constituyendo, a día de hoy y mientras no se reforme la Constitución, el único sujeto posible de soberanía nacional. Españoles a los que su Gobierno ni pregunta ni escucha lo que piensan de un conflicto que parece afectar sólo a Cataluña, que es precisamente lo que niega el veredicto del TC al establecer la preminencia de la nación española. Pero Zapatero ha vuelto la espalda a esa esencial doctrina de Estado y se ha avenido, con complicidad irresponsable y apocada, a propiciar el modo de desobecederla. Se ha arrugado ante la presión nacionalista y le ha cedido la iniciativa del pataleo.

El resultado de esa brillante gestión zapaterista es que el problema catalán sigue más abierto que nunca después de un Estatuto de máximos que revienta las débiles costuras del Estado. Y que el presidente de España permite que sólo se oiga la expresión del malestar de Cataluña, concediéndole de facto el rango de nación que ha venido a negarle la sentencia. Esto no se había visto nunca: un Gobierno volcado de parte de quienes pretenden achicarle su propia soberanía.


ABC - Opinión

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