De tanto mirarse el ombligo en busca de sus más profundas raíces, Cataluña se va acatetando.
ME contaba Federico Gallo, la primera gran estrella de la televisión en Cataluña, que Chamaco era un torero tan querido en Barcelona, con tal capacidad para llenar la Monumental y entusiasmar al respetable que, al final de cada una de las corridas en que intervenía, desfilaba por el redondel un monosabio con una pizarra en la que podía leerse: «La semana próxima, Chamaco y dos más». Ni tan siquiera Joaquín Bernadó, la máxima figura de la tauromaquia catalana, ni Mario Cabré, el más popular y pinturero de los toreros de aquella tierra, llegaron a tanto. Tampoco sería fácil encontrar fuera de Barcelona —ni Antonio Bienvenida en Madrid— otro caso de adhesión a un torero como el que protagonizó Chamaco, Antonio Borrero, porque la ciudad condal fue, con tres grandes plazas funcionando a un mismo tiempo, una gran capital taurina.
Como en un magistral artículo —«La puntilla»— nos prevenía hace unos días Andrés Amorós, ya no habrá más corridas de toros en Cataluña. Así, según parece, lo sancionará la próxima semana la mayoría del Parlament en interpretación discutible y torticera de la demanda de sus representados. Los argumentos buenistas, desde la protección de los animales a lo sangriento del espectáculo, no caben en esta ocasión porque lo que se pretende es dar un paso más para marcar distancias con (el resto de) España. Esa es la esencia de un nacionalismo que, con el esforzado apoyo del PSC, le va arrancando pétalos a la margarita catalana en renuncia de elementos que, durante siglos, han formado parte de los usos y costumbres de los catalanes, forzosos o voluntarios: nacidos en Cataluña o emigrantes que allí buscaron un futuro mejor. Una Cataluña que, de tanto mirarse el ombligo en busca de sus más profundas raíces, se va acatetando y que, curiosa y paradójicamente, proscribirá la fiesta de los toros cuando ocupa la presidencia de la Generalitatun catalán nacido en Iznájar, Cordoba, a orillas del Genil.
Viví y trabajé en Barcelona durante los últimos años del franquismo y allí encontré un cosmopolitismo y una apertura cultural y vital insólitos en la España de la época. El Barçaya era capaz de ganarle por cinco a cero al Real Madrid y las óperas en el Liceo empalidecían por su brillo espectacular y social las de la capital de España, todavía sin un teatro especializado. Aquello era la sede del progreso, el puente con Europa, el brillo de la burguesía y, también, una plaza taurina de primera. Ya no será así. El afán diferencial del nacionalismo catalán, reforzado por la franquicia socialista del lugar, prefiere ser tuerto para ser distinto. Qué pena.
Viví y trabajé en Barcelona durante los últimos años del franquismo y allí encontré un cosmopolitismo y una apertura cultural y vital insólitos en la España de la época. El Barçaya era capaz de ganarle por cinco a cero al Real Madrid y las óperas en el Liceo empalidecían por su brillo espectacular y social las de la capital de España, todavía sin un teatro especializado. Aquello era la sede del progreso, el puente con Europa, el brillo de la burguesía y, también, una plaza taurina de primera. Ya no será así. El afán diferencial del nacionalismo catalán, reforzado por la franquicia socialista del lugar, prefiere ser tuerto para ser distinto. Qué pena.
ABC - Opinión
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