jueves, 3 de junio de 2010

Los tornadizos. Por Ignacio Camacho

FELIPE, ese viejo cascarrabias, es un político de otro tiempo, un tiempo pretérito de certezas dogmáticas y convicciones categóricas.

Por eso no entiende el secreto de esta posmodernidad líquida, dúctil, relativista, abierta. Y confunde rectificar con adaptarse, cambiar de criterio con evolucionar, desdecirse con transformarse. La gente antigua, los abueletes de la transición, tienden a fosilizarse en sus principios arqueológicos sin aceptar las claves de esta época fluida que rechazan porque no comprenden; viven y piensan en un enroque mental trasnochado que ignora la cualidad esencial de lo contemporáneo: una volatilidad tornadiza, ligera, adaptativa y mudable.

González y sus epígonos de la vieja guardia se han quedado definitivamente atrás, anclados en rancios convencionalismos recelosos. Creen que cambiar cada día de criterio es una incoherencia, un enredo, una torpeza propia de «necios»; veleidades adanistas de jóvenes desorientados o de novatos incompetentes. No alcanzan a ver que se trata de un sofisticado método de gobernanza deliberativa, un versátil refinamiento táctico, un talante de permanente revisionismo adaptado a la esencia inestable del mundo moderno. Ellos eran pesados diplodocus de cintura inflexible, apegados a un rígido orden intelectual de esencias inmóviles, refractarios a la transformación continua del progreso; cargados de prejuicios, sus movimientos eran tan difíciles que provocaban fatigosos conflictos políticos y convulsos cataclismos sociales. De ahí su arrinconamiento, su declive, su museificación, su inexorable ocaso de especie caduca; en su nostalgia han sido incapaces de asimilar la condición maleable de este tiempo elástico. Ahí les duele.

El progresismo actual es otra cosa. Un estilo desapegado de certidumbres, mórbido, evolutivo, simbiótico. Una dirigencia capaz de metamorfosis veloces y de reacciones inmediatas, de cintura ágil y un pensamiento transigente consigo mismo. Gente dispuesta a reinventarse cada instante, sin remordimientos ni contriciones; presta a enterrar sin reparos los ayeres en un rabioso presente sin horas.

Hijo de esa tendencia instantánea y fugaz, el zapaterismo no rectifica, se aclimata; no se contradice, corrige; no se retracta, revisa. Lo suyo no es incoherencia sino flexibilidad, no es desconcierto sino frescura, no es ausencia de pautas sino pragmatismo. En esta etérea realidad sin reglas la planificación ha devenido una reliquia; los valores, una impedimenta; los proyectos, una rémora del pasado. El posmodernismo exige para cada situación una respuesta: las declaraciones, los anuncios, las proclamas sólo tienen el valor efímero de un soplo de brisa. Las palabras al servicio de la política, no la política al servicio de las palabras. Sólo los fantasmas de un tiempo vencido podrían preguntarse qué clase de política.


ABC - Opinión

0 comentarios: