miércoles, 3 de marzo de 2010

Autorretrato de Willy. Por Ignacio Camacho

LA opinión política de Willy Toledo tiene aproximadamente el mismo valor que la de Belén Esteban. Un áspero personaje de Clint Eastwood decía que las opiniones son como los culos: todo el mundo posee una, lo que no implica en absoluto que sea fundada, valiosa o simplemente respetable; en todo caso, lo único respetable es el derecho a expresarla. El hecho de ser actor no confiere ninguna propiedad añadida al criterio intelectual de un sujeto; hay actores eximios capaces de proferir razonamientos deleznables y actores pésimos con excelente educación cívica. Willy Toledo es simplemente un cómico mediocre, de apariencia simpatiquilla, con un juicio político sectario. Nada raro, por desgracia; tiene toda la libertad para berrear en defensa de la dictadura castrista que él no padece. Pero lo que no tiene en modo alguno es derecho a denigrar a las víctimas como un batasuno cualquiera. Y eso es exactamente lo que ha hecho al calificar de delincuente y terrorista al difunto disidente cubano Orlando Zapata Tamayo.

Discutir sobre el castrismo es causa perdida; se corre el riesgo de ponerse a la altura de sus propagandistas y secuaces. En España hay casi más castristas que en Cuba, y gracias a la democracia expresan su hemiplejía moral y su ciega intransigencia con una libertad de la que allí no dispondrían. Suelen utilizar para enaltecer o justificar la tiranía los mismos argumentos-basura que servían a los franquistas para exculpar a Franco: las dictaduras guardan todas entre sí siniestros parecidos. No tiene sentido debatir sobre eso. Lo tiene, sin embargo, salir al paso de cualquier atropello contra la dignidad de quienes sufren persecución, cárcel o tortura, y que de ninguna manera merecen que cualquier felón deshonre su sacrificio desde la dilettante comodidad de una tribuna pública.

Difamar a las víctimas equivale a escupir sobre sus tumbas. Ya resulta bastante indecente la disculpa teórica de los abusos despóticos en aras de no sé qué última ratio de una ideología podrida, porque no hay idea que esté por encima del respeto a los derechos humanos. Pero la afrenta al honor de quienes han pagado con su vida o su sufrimiento la resistencia a un poder arbitrario e inicuo constituye una infamia inaceptable, y ésa es la línea que el tal Toledo -que por poco nos engaña en su gesto de solidaridad con Aminatu Haidar- ha traspasado cuando podía haberse conformado con la discreción de un mutismo cómplice pero decoroso. Por eso no se le puede hacer siquiera el beneficio del silencio sin incurrir en connivencia pasiva con el oprobio.

Porque, aunque no tenga talla moral ni intelectual ni humana para ultrajar y calumniar a un humilde paria apaleado por sus carceleros, a un honorable resistente de la cusa de la libertad, lo ha intentado. Y lo que ha hecho es retratarse a sí mismo como persona por debajo de su vulgar máscara de actorcillo de tres al cuarto.


ABC - Opinión

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