
La Constitución del 78 estableció un mecanismo solidario entre regiones que ha quedado pulverizado por este pacto tan vergonzante que el Gobierno no se atreve a desvelar en sus cifras concretas. En cuatro años, las comunidades más ricas dejarán de aportar -todas menos dos, Madrid y Baleares- fondos a las menos desarrolladas, tal como preveía el modelo vigente desde la refundación democrática. Este sencillo principio se sustituye por un alambicado dispositivo de compensaciones a la carta en el que cada autonomía negocia con el Estado, que le proporciona fondos más o menos discrecionales con cargo a su propio presupuesto, lo que en época de crisis supone apelar directamente al endeudamiento. Y todo ello sin ningún requisito de saneamiento económico, ni de austeridad de gasto, ni de finalidad precisa en el empleo del dinero para sostener servicios públicos -sanidad, enseñanza, asistencia social- que garanticen la proclamada igualdad de los ciudadanos. Al menos en los sistemas federales, como el norteamericano, los estados tienen prohibido el déficit.
Lo irritante del asunto es que ni siquiera procede de un designio político de fondo, de un proyecto coherente, sino de la necesidad de que Cataluña se sienta «más cómoda» (sic) dejando de aportar recursos de solidaridad nacional. Al proclamar su verdadera intención con un descaro tan impropio, Zapatero provoca en la opinión pública un peligroso desafecto, un sentimiento de agravio que le importa bien poco ante su interés por obtener el favor del electorado catalán que le sostiene en el poder. Ha descoyuntado de forma probablemente irreversible la cohesión del Estado autonómico para complacer a su clientela sin molestarse en ocultarlo. Antes bien, saca pecho y blasona de su sensibilidad para con las ambiciones excluyentes del «lobby» político que le sirve de aliado. Los que salgan perdiendo, los que estén más incómodos, que se fastidien. Ajo y agua. Esos no le sirven para ganar las elecciones.
ABC - Opinión
0 comentarios:
Publicar un comentario