Crecen los indicios de que alguien está jugando al «truco o trato» con los fundamentos de la política antiterrorista.

LA atmósfera política en torno al terrorismo vasco se ha contagiado este año del ritual carnavalesco de Halloween, la fiesta anglosajona que empieza a suplantar en España a la tradicional liturgia de los difuntos. Abundan los disfraces más o menos siniestros, los sobrentendidos, las ocultaciones y los tejemanejes alrededor de una expectativa cada vez más explícita. Bajo el aspecto de una relativa normalidad laten indicios de que nada es lo que parece; la sospecha de tanteos y negociaciones conduce a la ineludible sensación de que alguien está jugando con cierta frivolidad al «truco o trato» en asuntos fundamentales. O más exactamente, la impresión de que se está gestando un trato con trucos a espaldas de la opinión pública.
Las idas y venidas de intermediarios; los encuentros más o menos casuales de representantes públicos entre sí y con dirigentes de la periferia etarra; los presuntos gestos de tanteo y los detalles selectivos de la política penitenciaria ofrecen el bosquejo de un proceso muy parecido a una negociación, si bien con diferencias importantes respecto al fallido experimento de la anterior legislatura, y probablemente fruto del aprendizaje del fracaso anterior. La primera, que esta vez las maniobras, sean cuales sean, no están siendo retransmitidas en directo. La segunda, que el Gobierno no ha abdicado de la presión policial y judicial. Y la tercera, que las exigencias al terrorismo y su entorno parecen más claras y contundentes.
Las idas y venidas de intermediarios; los encuentros más o menos casuales de representantes públicos entre sí y con dirigentes de la periferia etarra; los presuntos gestos de tanteo y los detalles selectivos de la política penitenciaria ofrecen el bosquejo de un proceso muy parecido a una negociación, si bien con diferencias importantes respecto al fallido experimento de la anterior legislatura, y probablemente fruto del aprendizaje del fracaso anterior. La primera, que esta vez las maniobras, sean cuales sean, no están siendo retransmitidas en directo. La segunda, que el Gobierno no ha abdicado de la presión policial y judicial. Y la tercera, que las exigencias al terrorismo y su entorno parecen más claras y contundentes.
Existen en este trasiego, sin embargo, dos premisas que parecen calcadas de la anterior intentona y que resultaron decisivas en el desenlace negativo. La primera, la marginación de la oposición y de las víctimas, que observan con inquietud la crecida de señales y barruntos de que algo se cuece a sus espaldas. La segunda es el eventual diseño de una salida que contemple de un modo u otro la concesión de un precio político al final de la violencia, sin el que ni ETA ni Batasuna estarían dispuestos a avenirse a capitular. En ambos casos parece un factor clave la necesidad de los batasunos de asomarse a la legalidad institucional en las elecciones locales de mayo, a la que se suma la indisimulable ansiedad del Gobierno por apuntar en su hoja de servicios un éxito a fecha fija. Precipitar la legalización del brazo político etarra, incluso a cambio del abandono de las armas, supondría la inversión de las condiciones morales que han sustentado la resistencia de la sociedad española frente al chantaje. Las prisas pueden conducir a olvidar que el consenso antiterrorista se basa en un requerimiento innegociable: la rendición a cambio de nada, y luego ya se verá. Ni siquiera un final relativamente feliz puede justificar la transacción de un do ut des que estableciese el pago de un rescate político. En esa cuestión tan fundamental no habrá truco que disimule la indecencia de trato alguno.
ABC - Opinión
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