miércoles, 17 de noviembre de 2010

Coros y danzas. Por Ignacio Camacho

Nuestra clase política está dispuesta a cualquier sacrificio —ajeno— antes que renunciar a su cuota de telediario casero.

EN este país tan raro que vive como un rico sin serlo hay docena y media de televisiones autonómicas y varios cientos de emisoras municipales que pierden más de mil quinientos millones de euros al año sin que nadie se plantee cerrarlas o al menos someterlas a un ajuste de mercado. Cuando Europa nos presiona para recortar gasto público les metemos antes mano a las pensiones y a los sueldos de los funcionarios que a ese sumidero a fondo perdido en el que los caciquillos territoriales organizan su particular autobombo. Nuestra clase política está dispuesta a cualquier sacrificio —ajeno, por supuesto— antes que renunciar a su cuota de telediario casero. Los virreyes que lloran la falta de presupuesto para la Ley de Dependencia firman sin pestañear las subvenciones con que tratan de enjugar el déficit de sus aparatos de propaganda. En algunas comunidades hay hasta tres cadenas porque con una no basta para satisfacer el ego de esa dirigencia ensimismada en el culto a la personalidad; la mayoría de ellas dedica el grueso de su programación a un peloteo sonrojante de los sultanes de turno y banaliza la cultura autóctona con un zafio desfile de tópicos que subvierte el carácter de servicio público al reducirlo a un folklorismo de vía estrecha. Son la versión catódica o digital de los coros y danzas, a la mayor gloria de regímenes clientelares que representan la actualización, el update, del caciquismo.

A la hora de manejar el mando a distancia con que ejecutan sus consignas, socialistas, populares y nacionalistas guardan escasas diferencias de talante. Ninguno renuncia al mangoneo sectario; se calcan los vicios, se apoderan de la pantalla y cometen idéntico abuso de poder pasándole la factura a los contribuyentes. Los matices son de estilo, no de concepto; algunas emisoras son más soeces en su vulgaridad populista, otras se parapetan en la singularidad lingüística y unas pocas afinan algo las formas para disimular la manipulación con cierto envoltorio profesional. Pero al final lo único que cuenta es su disponibilidad como instrumento al servicio de la hegemonía política; funcionan como canales privados de unas nomenclaturas regionales que entre las teles y sus hipertrofiados servicios de comunicación y prensa tienen más empleados que todos los medios independientes juntos. Ventajas de no responder ante el mercado.

Algunos barones territoriales del PP han tenido al menos la decencia retórica de sugerir la privatización de estos mastodontes mediáticos, a sabiendas de que se trata de una medida que no depende de ellos; es de las pocas competencias que han quedado fuera de la centrifugación autonómica. Éste es uno de los misterios de la Administración española y una de las causas de la ruina del sistema: puede gastar mucho más de lo que ingresa pero siempre hay una ley que dificulta la reducción del despilfarro.


ABC - Opinión

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