domingo, 24 de octubre de 2010

Una España plural y funcional. Por Fernando Fernández

«La crisis económica no es en España una crisis internacional, es consecuencia de nuestros propios excesos, los inmobiliarios, fiscales, financieros y territoriales. Tenemos que devolver la solvencia y la eficiencia al Estado».

LA organización territorial del Estado ha sido, junto con la cuestión religiosa y el atraso económico, motivo de debate permanente entre españoles. Intelectuales, políticos, militares, burgueses y proletarios se han pasado medio siglo XIX y XX discutiendo las esencias de la patria. Es, como decía Ortega, un problema irresoluble, solo conllevable. Pero creo que ya va siendo hora de que los economistas aportemos también nuestro granito de arena a la discusión, porque está en juego la prosperidad común.

La Constitución de 1978, y sobre todo su interpretación posterior por el Tribunal Constitucional, el único legitimado para hacerlo, ha resultado en un Estado de las Autonomías de difícil encaje conceptual, pero que es una realidad política establecida. Su desarrollo ha coincidido con uno de los períodos más largos de crecimiento económico de la España moderna, y este hecho ha servido para legitimarlo ante los ciudadanos hasta el punto que muchos le atribuyen propiedades terapéuticas que no le corresponden. No hay ninguna evidencia empírica, ni ningún argumento doctrinal en la literatura económica, que permita concluir que un mayor grado de descentralización política o administrativa facilita el progreso y el crecimiento del bienestar. Pero en política, la concurrencia temporal es sinónimo de causalidad y son muchos los españoles que, parafraseando la pancarta clásica de la Transición, asocian de buena fe libertad, crecimiento y Estatuto de Autonomía. Puede incluso argumentarse, entiéndase como una provocación cariñosa, que ha sido precisamente cuando Madrid se ha liberado de sus obligaciones centralistas y capitalinas, cuando ha podido liberar todo su energía creadora, todo su espíritu emprendedor y ha puesto distancia considerable con sus principales rivales en el ranking de Comunidades. Como un juego del destino, la descentralización política ha resultado en concentración económica, a pesar del más que generoso sistema de transferencias corrientes y de capital que ha supuesto el Estado de las Autonomías.


El desarrollo autonómico ha seguido en nuestro país un modelo anárquico, de diferenciación-imitación, a golpe de las necesidades electorales del partido de gobierno que ha provocado un resultado no querido por nadie. Un proceso dominado por razones emocionales, por interpretaciones históricas interesadas, por elites locales, caciquiles si se permite la expresión técnica, que se han convertido en expertos buscadores de rentas, agitando presuntos agravios locales. Un proceso centrífugo imparable que, como comenta un amigo, ha llegado al ridículo. Ya no hay personaje español que no sea enterrado envuelto en su bandera autonómica, habiendo quedado reservada la bandera española para los ecuatorianos muertos en acto de servicio en Bosnia o Afganistán.

Las cosas son así, pero no pueden seguir así. Porque el sistema se ha convertido en completamente disfuncional y amenaza con llevarse por delante la libertad y prosperidad que tanto nos ha costado construir juntos. La crisis económica no es en España una crisis internacional: es consecuencia de nuestros propios excesos, los inmobiliarios, fiscales, financieros y territoriales. Tenemos que devolver la solvencia y la eficiencia al Estado. Recuperar la solvencia exige un ajuste del tamaño del Estado que la sociedad empieza a entender y asimilar. Los ciudadanos españoles sabemos, aunque no nos guste, que mantener el Estado de Bienestar exige reformarlo en profundidad. Podemos discutir del nivel adecuado de impuestos y gasto público, y eso debería ser precisamente la política presupuestaria, pero no discutimos que los números a medio plazo tienen que cuadrar. Pero no acabamos de estar cómodos con la idea de que preservar el Estado de las Autonomías exige también reformarlo en profundidad, para hacerlo viable, funcional y eficiente. Reformarlo al menos en dos direcciones: para garantizar la cohesión social, como recogía ya un documento del Consejo Económico y Social del año 2000, y para garantizar la unidad de mercado, protegida en la Constitución española, pero subordinada en la práctica al derecho a la autonomía.

La España de las Autonomías ha devenido a todos los efectos prácticos en un país federal. No estaba en el diseño original, pero es irrelevante a estas alturas, porque tampoco dejaba de estar y así han querido que fuese los sucesivos componentes del Tribunal Constitucional. También ha quedado claro que no puede ser un país confederal, porque no cabe en la Ley Fundamental del 78 y porque una amplísima mayoría social rechaza esa idea. Federalismo es incompatible con bilateralidad y supone la ordenación jerárquica de las distintas administraciones públicas. Supone también que no puede haber privilegios, prebendas ni diferencia alguna en el sistema de financiación territorial, que no puede ser a la carta de los intereses locales. Supone lealtad entre los distintos Estados federales, que renuncian explícitamente a decisiones unilaterales y se comprometen a defender y promover en su territorio también los elementos de integración, como es sin duda el castellano, un activo fortuito que nos ha caído en gracia. Y supone también que el Gobierno central, al que quizá podríamos empezar a llamar Gobierno federal, porque las palabras nunca son neutrales, responde de la soberanía nacional ante la Cámara de representación de los ciudadanos y no de los territorios.

Centrémonos pues en completar el Estado Federal en lo que es más urgente: en dotarle de instrumentos de decisión propios de un Estado Federal. Porque si no lo hacemos España dejará de ser viable. No resultará funcional y crecerá la tentación de sus partes de buscar ingenuo cobijo en Europa. Una Unión de Estados, como ha subrayado el último acuerdo de gobernanza económica alcanzado por Merkel y Sarkozy, a la que los españoles de toda región o nacionalidad le permitimos cosas que causarían furor de ser impuestas por el Gobierno central. ¿Se imaginan que Madrid y no Bruselas hubiera aprobado el ajuste fiscal que ha llevado a secar de financiación a Comunidades y Ayuntamientos? Necesitamos reglas de decisión claras y definitivas. Podríamos empezar porque la Administración central utilizara sin complejos las competencias básicas de coordinación y planificación de que dispone para exigir información y cumplimiento de los objetivos presupuestarios a todas las administraciones públicas. Seguir por la aprobación de una Ley de Coordinación entre Administraciones Públicas, que reconozca la supremacía del Gobierno federal. Y terminar convirtiendo la unidad de mercado en prioridad política, exactamente como lo hace la Unión Europea o los Estados Unidos de América, lo que tendría importantes implicaciones para la sociedad española. Pero supone sobre todo un punto de inflexión en una política que ha sacralizado lo que nos separa y castigado lo que nos une. No hay país que aguante esa deriva y no hay economía que pueda competir con esos costes de transacción. Porque se trata precisamente de que el Estado de las Autonomías no sea otra forma fallida de organización territorial.


Fernando Fernández es Profesor del IE BUSINESS SCHOOL.

ABC - Opinión

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