El marxismo es una secta religiosa. Se disfraza de ciencia y materialismo, pero es un milenarismo que si apela a la ciencia es por puro odio hacia ella.
Estos días, en que las noticias también se van de vacaciones y huyen de los periódicos, se puede mirar a lo que acaece con cierta perspectiva, si logramos que el aire acondicionado evite que el verano nos reblandezca el cerebro. Pío Moa nos propone el atractivo del marxismo, su poder de encantamiento, que ha devorado a una porción importante la sociedad en sucesivas generaciones. Él da su respuesta. Yo no puedo hablar desde la experiencia personal, porque como mucho llegué a ser comunista a los 13 años sin pasar por Marx, para descubrir, a los 14, que la filosofía que defiende la libertad no es esa, sino el liberalismo, del que no me he movido. Pero siempre me ha intrigado la razón de que el marxismo tenga ese poder de persuasión. Más, cuanto más he sabido sobre él y más claro se me hacía que era un error. Un inmenso error.
Nada acontece sin razón suficiente. O, al menos, eso creía Leibniz. El marxismo puede ser tan falso como la teoría del flogisto, pero algo debe tener que lo conecte con la experiencia humana, o con sus entresijos más permanentes y atávicos, para que incluso las almas más despiertas y avisadas caigan embobadas ante sus encantos. La principal razón, o una de las primeras, es que apela a la verdadera justicia, en su concepción más burguesa, como diría despectivamente el propio Marx, y que queda eficazmente acuñada en el dictum de Ulpiano: "Dar a cada uno lo suyo". Marx construye un relato en el que el empresario roba al trabajador.
Nada acontece sin razón suficiente. O, al menos, eso creía Leibniz. El marxismo puede ser tan falso como la teoría del flogisto, pero algo debe tener que lo conecte con la experiencia humana, o con sus entresijos más permanentes y atávicos, para que incluso las almas más despiertas y avisadas caigan embobadas ante sus encantos. La principal razón, o una de las primeras, es que apela a la verdadera justicia, en su concepción más burguesa, como diría despectivamente el propio Marx, y que queda eficazmente acuñada en el dictum de Ulpiano: "Dar a cada uno lo suyo". Marx construye un relato en el que el empresario roba al trabajador.
Ese relato puede ser falso, pero la restitución de lo robado es una exigencia de la justicia en la que creen incluso los ladrones. Y la gran mayoría se identifica con la categoría de los explotados. Además, otorga una explicación para todo. Por un lado, tan sencilla que cualquier iletrado puede quedarse con su mensaje esencial después de escuchar dos o tres frases, y por otro tan compleja y omnicomprensiva que puede satisfacer las inquietudes de cualquier intelectual.
El hecho de que el marxismo sea incoherente y rebatible casi a cada paso, que no se compadezca con la realidad y que su intento de mejorarla haya resultado en océanos de miseria impuestos por las mayores organizaciones criminales jamás creadas por el hombre puede considerarse una gran dificultad para que la doctrina de Marx resulte atractiva, pero, y esto es precisamente lo que produce perplejidad, no ha impedido a millones de personas aferrarse a ella. Si ni la razón ni los hechos le acompañan, ¿qué explica, entonces, ese atractivo?
El marxismo es una secta religiosa. Se disfraza de ciencia y materialismo, pero es un milenarismo que si apela a la ciencia es por puro odio hacia ella. Se saca a sí mismo del debate científico por el sucio truco de decir que la lógica contraria no vale por estar inspirada por la clase social burguesa. Sociología del conocimiento se le llamó luego a ese expediente, que ha tenido un éxito, la verdad, sorprendente. Esta filosofía, protegida así frente a cualquier crítica, se vale del descontento generalizado sobre la sociedad, característico de los dos últimos siglos, pero libera a sus creyentes del sentimiento de culpa propio del cristianismo, como señala el propio Moa. Les pone al paraíso futuro al alcance de su mano y les otorga una misión, transformar el mundo, demasiado importante como para detenerse ante nada. Y les da la oportunidad de sentirse infinitamente justos. Ante esa visión, los críticos deben de parecer espectros reemergidos desde el infierno.
El hecho de que el marxismo sea incoherente y rebatible casi a cada paso, que no se compadezca con la realidad y que su intento de mejorarla haya resultado en océanos de miseria impuestos por las mayores organizaciones criminales jamás creadas por el hombre puede considerarse una gran dificultad para que la doctrina de Marx resulte atractiva, pero, y esto es precisamente lo que produce perplejidad, no ha impedido a millones de personas aferrarse a ella. Si ni la razón ni los hechos le acompañan, ¿qué explica, entonces, ese atractivo?
El marxismo es una secta religiosa. Se disfraza de ciencia y materialismo, pero es un milenarismo que si apela a la ciencia es por puro odio hacia ella. Se saca a sí mismo del debate científico por el sucio truco de decir que la lógica contraria no vale por estar inspirada por la clase social burguesa. Sociología del conocimiento se le llamó luego a ese expediente, que ha tenido un éxito, la verdad, sorprendente. Esta filosofía, protegida así frente a cualquier crítica, se vale del descontento generalizado sobre la sociedad, característico de los dos últimos siglos, pero libera a sus creyentes del sentimiento de culpa propio del cristianismo, como señala el propio Moa. Les pone al paraíso futuro al alcance de su mano y les otorga una misión, transformar el mundo, demasiado importante como para detenerse ante nada. Y les da la oportunidad de sentirse infinitamente justos. Ante esa visión, los críticos deben de parecer espectros reemergidos desde el infierno.
Libertad Digital - Opinión
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