Sería muy deseable que los gobernantes y cuantos desempeñan funciones institucionales actuaran con responsabilidad y moderaran sus ímpetus partidistas ante la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña. El espectáculo protagonizado durante las últimas horas por dirigentes nacionalistas, altos cargos de la Generalitat y del Parlamento catalán, así como por algunos ministros es impropio del puesto que ocupan: como representantes que son del Estado, cada cual en su medida, deberían servir con sus intervenciones públicas a los intereses de ese Estado, que no son otros que la legalidad constitucional y el respeto a las reglas de juego democráticas. Lamentablemente, no está siendo así y se ha llegado a decir, incluso, que la sentencia supone nada menos que una ruptura del «pacto» entre Cataluña y España, como si ambas fueran realidades separadas y como si hubiera pactos más relevantes y superiores al de la Constitución. No ha estado acertado el primer representante del Estado en Cataluña, el presidente de la Generalitat, en su declaración institucional, que tenía expresiones que son tan prescindibles como impropias, y no lo es tampoco que haya convocado a una «masiva manifestación» de repulsa el próximo 10 de julio. La sentencia del Tribunal Constitucional podrá gustar más o menos, podrá parecerle insuficiente a unos y rigurosa a otros, pero nadie está legitimado para burlarla mediante atajos populistas. Además de una irresponsabilidad, resulta inaceptable la actitud de confrontar al «pueblo catalán» con el Tribunal Constitucional y a la «voluntad popular expresada en referéndum» con la sentencia. Nada de esto sucede ni puede suceder porque el único pueblo soberano, creador de la arquitectura constitucional, es el español, al que pertenecen los catalanes, y la única ley de leyes de nuestra nación es la Constitución, la cual regula y delimita todos los procesos electorales y estatutarios, así como la función primordial que reserva al Tribunal Constitucional como intérprete supremo de la norma. Por tanto, no hay ni puede haber choque de legitimidades. Sí hay, y en demasía, demagogia, sectarismo político y nacionalismo que confían en pescar en aguas revueltas. Lo que de verdad necesita Cataluña ahora no son radicalismos ni enfrentamientos, sino madurez y congruencia para aplicar la sentencia, para revisar a su luz las 45 leyes promulgadas desde hace cuatro años y para plantear, desde la lealtad, los problemas que puedan subsistir. No hay que perder de vista que lo que preocupa a los catalanes es la crisis económica y la eficacia en la gestión para salir de ella. En contra de lo que propaga la voracidad nacionalista, el Estatuto no es ahora peor que hace 24 horas; por el contrario, es mejor en la medida en que es más constitucional y, por tanto, más ajustado a derecho y menos causa de discriminación. La sentencia era relevante no sólo para Cataluña, sino porque también afecta al resto de los españoles. El árbitro ha dictado su veredicto y la única actitud democrática admisible es acatarlo, aplicarlo y poner punto final al experimento que ha causado más daño que beneficio.
La Razón - Editorial
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