Calado quizá sea sinónimo de pasteleo. Hay dulcería, bollería y pasteleo de María Emilia Casas en el Constitucional.
COMO las derrotas son huérfanas aunque a las victorias les salgan cien padres, nadie va a reclamar la autoría de los artículos del Estatuto de Cataluña purgados por el Tribunal Constitucional; en realidad nadie está dispuesto siquiera a admitir que dicha purga suponga un revés, un traspié o un fracaso. Pero el Derecho, incluso el mal administrado, es bastante más profundo que las consignas, la demagogia y otras artes de la propaganda política, y pronto se verá que este veredicto saludado con ficticio triunfalismo por el Gobierno —con éxitos así, el zapaterismo avanza de victoria en victoria hasta la derrota final— contiene varias bombas de espoleta retardada que van a estallar en los cimientos del edificio soberanista construido al alimón por Zapatero y Artur Mas en cierta tarde de tabaco y café bajo el techo monclovita.
El dichoso Estatuto atormenta al presidente como la recidiva de una úlcera. Cada vez que ha creído tener enderezado el entuerto que provocó al otorgar barra libre al soberanismo en aquel célebre mitin preelectoral de Barcelona, la realidad le ha devuelto un conflicto sangrante que nunca acaba de cerrarse por mucho omeprazol político que se le aplique. La última baza para solucionar este descomunal descalzaperros era la de someter al TC para obtener de él un visto bueno y darle carpetazo al despropósito, pero los magistrados sólo se han dejado presionar hasta cierto punto. Aunque la sentencia es un pastiche ha bastado para reactivar el victimismo catalán, enredar más el Estado autonómico y dejar a Zapatero de nuevo ante el problema que él solo se bastó para crea con una torpeza irresponsable.
Si el presidente es el padre político del lío estatutario, el padre técnico es el actual ministro de Justicia, Francisco Caamaño, autor del «cepillado» final del bodrio y que anda por ahí tratando de minimizar el desaguisado con un banal sofisma cuantitativo: que de 39.000 palabras del texto en cuestión sólo 300 son inconstitucionales. Caamaño no parece desconocer sólo el valor de la sintaxis y la semántica, sino el de la juridicidad del lenguaje, lo que es más grave tratándose de un letrado; en la redacción de una ley no son baladíes ni las conjunciones. Una y en vez de una o puede suponer una diferencia sustantiva, y un adjetivo de más o de menos cambia por completo un concepto jurídico. Sobre todo si el adjetivo se refiere a competencias «exclusivas» que dejan de serlo.
De momento, esas nada inocentes 300 palabras han reventado el tripartito catalán, rebrincado al nacionalismo rampante y puesto a Montilla contra la pared. Más tarde le van a costar al socialismo el poder en Cataluña, y muy probablemente en España. Lo único que demuestran las 38.700 palabras restantes es que el Estatuto de marras es insufriblemente largo.
Si el presidente es el padre político del lío estatutario, el padre técnico es el actual ministro de Justicia, Francisco Caamaño, autor del «cepillado» final del bodrio y que anda por ahí tratando de minimizar el desaguisado con un banal sofisma cuantitativo: que de 39.000 palabras del texto en cuestión sólo 300 son inconstitucionales. Caamaño no parece desconocer sólo el valor de la sintaxis y la semántica, sino el de la juridicidad del lenguaje, lo que es más grave tratándose de un letrado; en la redacción de una ley no son baladíes ni las conjunciones. Una y en vez de una o puede suponer una diferencia sustantiva, y un adjetivo de más o de menos cambia por completo un concepto jurídico. Sobre todo si el adjetivo se refiere a competencias «exclusivas» que dejan de serlo.
De momento, esas nada inocentes 300 palabras han reventado el tripartito catalán, rebrincado al nacionalismo rampante y puesto a Montilla contra la pared. Más tarde le van a costar al socialismo el poder en Cataluña, y muy probablemente en España. Lo único que demuestran las 38.700 palabras restantes es que el Estatuto de marras es insufriblemente largo.
ABC - Opinión
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