lunes, 1 de marzo de 2010

Un asesinato muy común. Por Gabriel Albiac

«EN Cuba no hay más que presos comunes», reza el dogma oficial. No miente. En Cuba no hay más que presos. Comunes. Matiz de puntuación. Cuba es el común presidio de los hermanos Castro. Gracias al cual, entre otras cosas, un puñado de empresarios turísticos españoles se embolsa una bonita pasta, sangrando mano de obra presidiaria, en hoteles robados a sus propietarios. Si alguien quiere explicarse la solidaria tolerancia española hacia esa rancia dictadura, no tiene más que hacer la lista de sus nombres, influencias y beneficios. No son tolerantes. Son cómplices. También, en el asesinato de Orlando Zapata. Aunque en sus caros trajes no salpique la sangre que mancha a los carniceros. Para la casquería, ya están los Castro. Además, les gusta.

Cuba podría ser un paraíso. Es un presidio. Ahogado en la miseria por un caudillo loco que ha tejido alrededor suyo algo que, más que un partido político -ni siquiera staliniano o nazi, que es lo que más le ajusta-, es un secta. Salvífica y supersticiosa. Que cíclicamente exige sacrificios humanos, porque sólo en la exhibida potestad de decidir quién vive y quién muere, forja el providencial brujo su mágica función de Dios en tierra. ¿Qué Dios sería Fidel Castro, si no matase? Nada me escandaliza en el puro pleonasmo de que un asesino asesine: es algo tan de suyo coherente como lo puedan ser las tormentas de agosto. Un déspota mata o muere. Es todo. Que yo lo prefiera muerto, nada cambia. Seguirá matando, mientras le quede aliento. Y mientras seguir matando le salga tan barato. Gratis, casi.

Y eso es lo horripilante, lo moralmente horripilante. No ha habido un tirano en el siglo veinte que haya gozado de una simpatía ni de lejos tan universal como la simpatía con la que Fidel Castro ha sido respaldado en cada uno de sus crímenes por España en su conjunto. Digo España, con un nudo de vergüenza en la garganta. Pero debo decirlo. Me niego a mentir. En esta vileza, no es la ciudadanía menos responsable que los dirigentes políticos; ni el pobre currante asfixiado por su hipoteca lo es menos que el multimillonario poseedor de agencias turísticas. Castro ha sido la monstruosa figura totémica en torno a la cual han ido tejiendo sus delirios todas las frustraciones españolas del siglo que siguió a 1898. Los de mi edad saben hasta qué punto era alucinatoria la fascinación del régimen franquista por aquel Fidel Castro que se decía comunista pero que recuperaba como consigna propia la del más puro fascismo español de entreguerras: «Patria o Muerte», una de las escasas publicaciones inequívocamente hitlerianas de aquellos años. En el fondo, hasta el menos letrado sabía que el iluminado sumo sacerdote laico que oficiaba en La Habana nada tenía que ver con el sobrio materialismo que viene de Marx -para eso hace falta saber leer-; la verdad, ni siquiera era un fascista en el sentido europeo del término. Era un sacrificador: un agente ejecutor de lo sagrado. Anacrónico y repugnante. Pero hay gente -y Freud nos dio los elementos para entender eso- a la que nada gusta más que lo repugnante. Aquí, fueron legión. Siguieron siéndolo, después de la dictadura. A Cuba viajó González, en busca de legitimidad abrazado al asesino y a un par de recias mulatas. Hasta cuando a un mindundi socialista le negaron la entrada, hace no demasiado, se excusó humildemente invocando el malentendido: ¿pero por qué me hacen esto a mí?, si yo no tengo la menor intención de hablar con disidentes...

Son legión. Hoy. Legión que incluye a un presidente que no se atreve siquiera a llamar dictador asesino a un dictador asesino. ¿A esto llaman un hombre?


ABC - Opinión

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