jueves, 25 de febrero de 2010

Asesinato en La Habana

La dictadura deja morir a un disidente en la cárcel tras 85 días en huelga de hambre

La muerte del disidente cubano Orlando Zapata Tamayo en un hospital de La Habana, tras 85 días en huelga de hambre, revela de nuevo el rostro aborrecible de la tiranía castrista que el Gobierno español se empeña en maquillar desde hace seis años. Trabajador humilde y albañil de profesión, de 42 años, formaba parte del grupo de 75 presos políticos encarcelados a raíz de la denominada «Primavera Negra» en 2003. De ellos, 53 aún siguen entre rejas. Zapata luchó pacíficamente por la democracia, y en prisión, lejos de doblegarse a la brutalidad de los carceleros, reivindicó mejoras en las condiciones de vida de los reclusos políticos y denunció las palizas sistemáticas que recibían en la cárcel bautizada como «Kilo 7», en la provincia de Camagüey.

No era un criminal ni un asesino ni un ladrón ni un violador... Sencillamente fue encerrado y torturado por defender la dignidad de los hombres. El suyo fue, sin duda, un asesinato, el último de una tiranía despiadada, que acumula un reguero de sangre e injusticia pavoroso: más de 8.100 fusilados, 11 fallecidos por huelga de hambre y 97 muertos en la cárcel. En las prisiones de los hermanos Castro permanecen más de 200 presos de conciencia en condiciones inhumanas. El desenlace trágico de Zapata ha dejado en evidencia el lamentable papel de la diplomacia española en su relación con Cuba. La semana pasada, Miguel Ángel Moratinos defendía los progresos en materia de derechos humanos después de la reunión del mecanismo de diálogo sobre este asunto de los gobiernos de España y Cuba celebrada en Madrid. A esa hora, el disidente fallecido agonizaba en La Habana. Se quiera o no, un Gobierno que se ha convertido en altavoz de los planteamientos de la tiranía, que ha defendido su «real» voluntad de cambio, que ha confirmado los progresos en materia de derechos humanos, asume una condición de cómplice y corresponsable en alguna medida de sus actuaciones. Moratinos ha jugado un papel especialmente desgraciado. Al mismo tiempo que se desentendía de la disidencia y le daba la espalda, ha sido la voz que ha trabajado en Europa a favor de alterar la Posición Común de la Unión, que condicionaba la normalización de relaciones a los avances de Cuba hacia la democracia, por una política de entendimiento, cercanía y colaboración. El ministro ha cometido demasiados errores en su gestión, pero su conciliábulo con los Castro le incapacita.

Ayer, la izquierda española se convirtió en una corriente de lamentos por la muerte de un joven albañil que sólo quería no recibir más palizas en prisión. Pero no hubo ni una crítica ni una mala palabra hacia la tiranía. Los mismos que se movilizaron con justicia hace unas semanas en favor de la activista saharaui Aminatu Haidar no se conmovieron por los sucesos de la isla-prisión. De hecho, ni el Ministerio de Exteriores ni el PSOE se atrevieron a condenar ayer la dictadura y sus crímenes cuando el PP lo propuso en el Congreso. En su lugar, y forzados por las circunstancias, se limitaron a reprobar genéricamente la falta de libertad y los abusos en el mundo, lo que demuestra su condescendencia patológica con un régimen que a esa hora desataba otra ola de arrestos entre opositores mientras Raúl Castro, con cinismo repulsivo, lamentaba la muerte de Zapata.

Aunque parece imposible a estas alturas, España no debería mantener su política de paños calientes con la dictadura castrista y tendría que liderar una estrategia de exigencia y defensa sin matices de la democracia y los derechos fundamentales. Mientras se mire con simpatía a un sistema que tortura y asesina, la democracia se deja jirones de dignidad y de credibilidad.


La Razón - Opinión

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