No lejos de allí estaba la frontera de Hegyeshalom que yo conocía yo muy bien. Sabía lo que era capaz de sentir una persona con ansias de libertad y vida cuando quebraba la ley desde la cárcel hacia Occidente. En Berlín o en el Báltico, en la frontera checoslovaca con Baviera o en la Baja Austria, en los montes que dan desde Albania hacia el bellísimo monte griego del norte, yo ya había asistido a lo que era el enfrentamiento directo entre lo que es la libertad y la miseria. Allí murieron muchos. A veces por simples malentendidos. En ese limes entre la sociedad abierta y la brutalidad totalitaria habría de llorar yo aún mucho, de felicidad en el histórico verano de 1989, al asistir a la huida de decenas de alemanes orientales corriendo por los campos sembrados hacia Austria sin que los guardas fronterizos húngaros hicieran ya ademán de impedírselo. También lloré por quienes no lo lograron. Por quienes acogí en agosto de aquel año en Praga frente a la embajada alemana y durmieron en mi coche frente a mi Hotel de Las Tres Avestruces. Algunos son hoy gente libre que apenas se acuerda de aquello. Otros murieron, porque se apresuraron y quisieron cruzar el Danubio a nado. Allí se dirimía «la vida de los otros».
Cuando oigo hablar de espías en esta basuraza que algunos han montado en Madrid, me acuerdo de Kim Philby y de mi joven amigo búlgaro que estaba a punto de conseguir contratar a un joven cotilla para que informara de los cenáculos diplomáticos de Viena. Me acuerdo de tanta gente digna y me acuerdo de todo lo que hice por amor a un periódico que hoy, repleto de pacos, mercados y angustias, espera en la antesala del filtrador la carnaza que necesita para el sueldo y la supervivencia. Unos no queríamos ser espías. Otros son meros ácaros de chivatos.
ABC - Opinión
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