viernes, 17 de junio de 2011

Tarjetas rojas. Por Ignacio Camacho

El riesgo del 15-M no es sólo el de caer en el radicalismo violento, sino el de deslizarse hacia la antipolítica.

LO de la tarjeta roja sí tiene un pase. Es algo naïf pero rebaja la tensión después del sabotaje cafre de Barcelona y está bien traído en una comunidad, la valenciana, donde a una decena de parlamentarios —empezando tal vez por el presidente— tenían que haberle mostrado la tarjetita los dirigentes de su propio partido. Otros habrá que se merezcan sólo la amarilla, y la mayoría pueden y deben seguir en el terreno de juego; cumplen su deber con errores como todo el mundo. Pero si el movimiento 15-M quiere recuperar credibilidad y simpatía popular después de las algaradas —que ha repudiado hasta Stephane Hessel, el gurú antisemita del panfletillo de cabecera— tiene que desbatasunizarse y repudiar toda forma de violencia, incluidos la intimidación y el insulto. Porque hay bastante gente deseando utilizar las buenas intenciones de los indignados como materia inflamable. En una época en que los sindicatos han perdido capacidad de movilización, ciertos estrategas políticos están pensando en el potencial de esa revuelta como vanguardia de presión cuando la derecha llegue al poder y empiece a podar de veras el presupuesto. Y eso conduce a Grecia, a los bancos quemados y a las batallas campales: un programa de actos que siempre atrae a los radicales y a los exaltados pero no resulta seductor para la mayoría de la gente.

El peligro del movimiento de protesta no consiste sólo en que los extremistas lo conduzcan hacia el alboroto y la borroka, sino en que se deslice hacia la antipolítica. Compuesto en su mayoría por jóvenes que minusvaloran las libertades porque siempre han vivido en ellas, anida desde el principio en su seno un prejuicio hacia las reglas políticas que en el fondo no es sino un viejo mito antidemocrático. La democracia se caracteriza por el respeto a las leyes y a sus formas, y si algo demostró la Transición española es que es posible cambiar sin traumas incluso la legalidad de una dictadura. La gente de las acampadas no puede olvidar que, además de la presión de la calle, dispone de una contundente herramienta que se llama voto, al que los políticos temen como los agricultores al granizo. Por muy desencantados y cabreados que estén, han de entender la contradicción que supone clamar por la falta de representatividad de unos diputados elegidos por millones de españoles y en cambio creer que ellos sí representan algo más que a sí mismos. Por ese camino circulan a contramano y se van a equivocar de ruta. Ocurrió el 22 de mayo: mientras ellos se instalaban en las plazas a vivir su emocionante bautismo asambleario el resto iba a las urnas en proporción abrumadoramente superior. Un rito muy aburrido pero infinitamente más eficaz.

Las tarjetas rojas a los políticos son una manera civilizada de expresar descontento. No estaría de más que se las enseñasen también a los bárbaros antisistema que están prostituyendo su causa.


ABC - Opinión

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