Se obstinaron en la idea de que si el mundo cambia radicalmente, la culpa es del mundo.
Como todos sabrán ya Grecia se hunde. Y aunque el naufragio ya ni siquiera lo requiera, con la inestimable y perseverante colaboración, no ya de sus políticos, sino de la sociedad. Se hunde en la quiebra, en la miseria y la desesperanza y, hay que temer, en el caos y la tradición nacional de violencia. Todos lloramos su suerte. Haríamos bien aquí en ver que nos distingue aun de ellos. Se hunde, ante todo, porque no supo reaccionar ante la crisis. Quizás también se hubiera hundido de haber reaccionado rápido y bien. Nunca lo sabremos, porque no lo hizo. La crisis llegó por igual y al mismo tiempo a los países del norte como a los del sur. Todos lo pasaron mal. Todos tuvieron que hacer recortes. Y renunciar a muchas conquistas que ya se creían derechos adquiridos. No lo eran y así se reconoció en las sociedades más maduras. El resultado está a la vista. Los países cohesionados y desarrollados reaccionaron con sentido común, solidaridad nacional y conciencia de la gravedad de la situación. Ni sus Gobiernos les mintieron ni ellos pidieron ser engañados. Se dio la alarma. Se desmantelaron regulaciones para una mayor flexibilidad. Se aceptaron salarios mínimos realmente mínimos. Se incentivó la creación de autónomos para crear redes hasta entonces desconocidas. Se hizo una cruel cura al Estado de bienestar. Hubo protestas, por supuesto. Pero los gobiernos defendieron con energía el orden público y las leyes. Y la mayoría apoyó firmemente la potestad del Estado. En esos países la crisis hoy es historia. Algunos, como Austria, Alemania, Holanda o Dinamarca tienen el índice de desempleo más bajo de los últimos treinta. Crecen a buen ritmo.
Grecia ha pasado de la indolencia a la ira. Ha tenido gobiernos que, desde la mala conciencia del impostor, mendigaban condescendencia. No había franqueza para dar la alarma necesaria. Prioridad era comprar tranquilidad propia con la ajena. Y se siguió viviendo por encima de las posibilidades. Cada vez peor, pero todos se decían que lo peor había pasado. Y los privilegios propios se habían salvado. Ese gran pacto nacional para la trampa ha sido el único que funcionó. En la complicidad de la corrupción desde la cúpula hasta las capas más amplias. Unos estafaban al Estado con cifras falsas, otros con desviaciones de fondos europeos, todos más o menos con el fisco, con sueldos superiores a la productividad, con subvenciones de mil tipos, con parados inexistentes. Todos creyeron que salvarían su propia trampa de la quema. Todas las trabas que protegen intereses adquiridos se mantuvieron. O se rebajaron cosméticamente. Y todos de acuerdo en que la pobre sociedad griega no tiene la culpa de nada. Al no hacerse responsable de la situación, tampoco se asumieron las consecuencias. Exigir a otros soluciones para los problemas propios no lleva más que la frustración. El infantilismo se paga. Cuando llegó, se radicalizaron los reproches a los que debían solucionarles los problemas. Los demás. Y siempre en la autocompasión y el victimismo. Llorando su suerte. Convirtieron en culpables a los demás. A los países que están mejor, a la UE y a quienes aun les prestan. Y se obstinaron en la idea de que si el mundo cambia radicalmente, la culpa es del mundo. Y todos clamaron por sus derechos. Derechos y derechos. Sobre todo, derecho a ignorar la realidad. A no verse afectado por la misma. Y surgieron los peores instintos. El odio al que se envidia. Y los chivos expiatorios. El dinero huye. Ya irrumpe la violencia. Se desmorona la ley. Y la vida se hace irrespirable. No se ha evitado ninguno de los sufrimientos. Las soluciones cada día están más lejos. Y crece la ira.
ABC - Opinión
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