Los incidentes de la Plaza de Cataluña de Barcelona –escenario ayer de una auténtica batalla campal entre los Mossos y la Guardia Urbana y los acampados del movimiento 15-M– nos han recordado que las capitales del país tienen un serio problema de abierta desobediencia, de orden público y ahora también de salubridad sin resolver. Hay responsabilidades delimitadas en un contencioso alimentado por el Gobierno, que ha consentido una movilización ilegal que ha conculcado no sólo resoluciones de la Junta Electoral Central, sino un catálogo de ordenanzas urbanas y, lo que es peor, ha pasado por encima de los derechos de decenas de miles de ciudadanos.
Las consecuencias de esta política pasiva no han sido menores ni limitadas. Una de ellas, como se comprobó ayer en la Plaza de Cataluña, afectó a la seguridad pública de forma grave. Los agentes intentaron desalojar temporalmente la zona para permitir que las brigadas de limpieza actuasen y se retiraran los objetos contundentes que podían ser utilizados en caso de que se produzcan disturbios tras la final de la Liga de Campeones. La respuesta de la mayoría de los jóvenes fue la de resistirse con violencia a la operación de limpieza, lo que provocó las cargas de los mossos y decenas de heridos. Aunque habrá que analizar la planificación y el desarrollo de la operación policial, lo incomprensible es que los agentes se retiraran después de la intervención y dejaran que la plaza fuera tomada de nuevo. Que los responsables gubernativos aceptaran de nuevo la ocupación del espacio público fue una cesión que no se puede comprender.
Las consecuencias de esta política pasiva no han sido menores ni limitadas. Una de ellas, como se comprobó ayer en la Plaza de Cataluña, afectó a la seguridad pública de forma grave. Los agentes intentaron desalojar temporalmente la zona para permitir que las brigadas de limpieza actuasen y se retiraran los objetos contundentes que podían ser utilizados en caso de que se produzcan disturbios tras la final de la Liga de Campeones. La respuesta de la mayoría de los jóvenes fue la de resistirse con violencia a la operación de limpieza, lo que provocó las cargas de los mossos y decenas de heridos. Aunque habrá que analizar la planificación y el desarrollo de la operación policial, lo incomprensible es que los agentes se retiraran después de la intervención y dejaran que la plaza fuera tomada de nuevo. Que los responsables gubernativos aceptaran de nuevo la ocupación del espacio público fue una cesión que no se puede comprender.
La «fiesta» de los «indignados» ha deparado efectos negativos para pequeñas y medianas empresas de los distritos afectados por los asentamientos. Los comerciantes de la Puerta del Sol, por ejemplo, han denunciado que sus ventas han caído entre el 70 y el 80 por ciento, y que ese bajón ha evitado que 1.500 personas fueran contratadas para la temporada de primavera. ¿Quién resarcirá a estos ciudadanos de esas pérdidas? Probablemente, nadie. Decíamos días atrás que las protestas no eran inocuas y el perjuicio económico y social lo ha confirmado. Ante la falta de respuesta del Ejecutivo es lógico que los empresarios madrileños hayan anunciado acciones legales si las autoridades del Ministerio del Interior no acaban con la «ocupación». Están en su derecho y cumplen con la obligación de velar por sus intereses y los de sus trabajadores. Existe además un impacto desfavorable sobre la imagen de Madrid y de España en el mundo. Que los centros neurálgicos de las ciudades se hayan transformado en poblados chabolistas, casi en vertederos, sin que la autoridad haya intervenido, ha sido una pésima campaña que ni las ciudades ni su gente se merecen.
Cuando la autoridad desiste de cumplir con sus deberes y consiente complaciente la quiebra de principios básicos de la convivencia y de la libertad, se quiebra el necesario estado de confianza de la ciudadanía en la Justicia y, por ende, la democracia se resiente. El desalojo y el restablecimiento de la normalidad no pueden esperar.
Cuando la autoridad desiste de cumplir con sus deberes y consiente complaciente la quiebra de principios básicos de la convivencia y de la libertad, se quiebra el necesario estado de confianza de la ciudadanía en la Justicia y, por ende, la democracia se resiente. El desalojo y el restablecimiento de la normalidad no pueden esperar.
La Razón - Editorial
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