miércoles, 16 de marzo de 2011

Un circo prescindible. Por Ignacio Camacho

Los mítines sólo sirven para lanzar soflamas televisadas en una escenografía postiza de militantes acarreados.

QUIZÁ ni el propio interesado se haya dado cuenta, pero al suprimir el mitin de Vista Alegre, forzado por la necesidad de esconder o disimular la impopularidad de Zapatero, José Blanco ha pulsado involuntariamente la tecla clave de un interesante debate que convendría profundizar hasta las últimas consecuencias: el del modelo trasnochado y carísimo de las campañas electorales, causa primera de la bancarrota de los partidos y origen remoto de numerosos casos de financiación ilegal. ¿Para qué sirven los mítines en la sociedad de la comunicación? Sí, ya, para transmitir mensajes… en la televisión, ante una escenografía calenturienta de militantes acarreados en autobuses y utilizados como coartada de proclamas sectarias que resultarían vergonzantes en cualquier contexto menos exaltado. Es decir, que se trata de una parafernalia de atrezzo destinada a envolver postizas consignas de brocha gorda; un mero pretexto para la soflama con que los candidatos apelan al voto emocional. ¿Programas, medidas, propuestas? ¿Qué es eso ante un buen eslogan, una frase de laboratorio, contundente y biselada, capaz de sacudir los instintos de antagonismo que caracterizan a un electorado acostumbrado a votar contra alguien?

Si los partidos estuviesen realmente dispuestos a someterse a un ajuste financiero como el que sufren los ciudadanos —y si tuviesen que pagar sus gastos con el dinero que fueran capaces de recaudar de sus simpatizantes—, las campañas electorales tendrían un carácter mucho más moderado, cercano y constructivo. Los candidatos se verían obligados a hacer discursos serios, a afrontar el contacto directo con la gente en la calle, a exponer sus programas en encuentros sectoriales y a debatir en las mil y una televisiones autonómicas y locales que hay diseminadas por España sin función alguna de servicio público. Los actos de masas quedarían reducidos a dos o tres citas puntuales y se ahorrarían los desplazamientos en aviones privados —u oficiales, que es peor—, los costes de grandes escenarios y de la movilización de asistentes, las huecas arengas de encendida retórica maniquea. En una palabra, disminuiría el tono circense y el insostenible despilfarro de marketing en beneficio de un debate que devolviese la política a su sentido de ejercicio de persuasión y convicción frente a la condición trivial de un puro espectáculo.

Eso no sucederá, claro. Primero porque los ciudadanos seguiremos financiando a los aparatos partidistas según la única ley en la que son capaces de ponerse de unánime acuerdo. Y segundo porque ese prescindible tingladillo de barraca permite a la nomenclatura dirigente banalizar sus mensajes y tomar a los electores por menores de edad. Pero algo positivo apunta cuando un táctico tan perspicaz como Blanco atisba que ciertos montajes ortopédicos pueden resultar contraproducentes ante una opinión pública cansada de frivolidades.


ABC - Opinión

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