lunes, 7 de marzo de 2011

Atrapados en la nieve. Por José Manuel de Prada

La nieve mandaba al carajo todas las elucubraciones bizantinas que se habían hecho durante la jornada anterior.

EL viernes me pilló la nevada en la carretera de La Coruña, en un autobús de la línea Madrid-Zamora. El trayecto, que suele ocupar algo menos de tres horas, duró diez, seis de las cuales permanecimos encallados en mitad de la sierra madrileña. Borges escribió en alguna ocasión que la «magnífica ironía» divina le había regalado los libros y la noche. Mientras los pasajeros del autobús esperábamos la apertura de la carretera, pensé que, sin duda, también se trataba de una «magnífica ironía» divina que se nos regalara aquella nevada que hacía imposible el tráfico rodado, precisamente cuando nuestros gobernantes acababan de imponernos una reducción en los límites de velocidad por carretera. La lectura de los periódicos, a aquellas hora de la noche, mientras una tupida cortina de nieve descendía del cielo, se tornaba irrisoria: cálculos superferolíticos sobre la cantidad de combustible que se ahorraría con la nueva medida adoptada por el gobierno; cálculos desquiciantes sobre el tiempo añadido que, con la nueva medida, se tardaría en cubrir un mismo trayecto; opiniones de expertos defendiendo o execrando la medida de marras, como un cónclave de arbitristas ociosos disputando sobre el sexo de los ángeles. Y arriba Dios sempiterno, burlándose de los vanos desvelos de los hombres. «El hombre propone y Dios dispone», reza la sabiduría popular. Y, para ratificarlo, la nieve mandaba al carajo todas las lucubraciones bizantinas que se habían hecho durante la jornada anterior. En medio del caos, nadie era capaz de brindar una explicación medianamente tranquilizadora (tampoco intranquilizadora, por cierto): la compañía de autobuses había decidido hacer mutis por el foro, dejando desatendidos sus teléfonos de atención al cliente; en el número de emergencias te despachaban con una cháchara inepta, trufada de vaguedades voluntariosas; las máquinas quitanieves trataban de abrirse paso entre la reata de automóviles apalancados, provocando aún más confusión... Así hasta que se hizo el silencio, durante seis largas horas.

Los pasajeros de mi autobús se lo tomaron con filosofía, con ese resto de filosofía estoica que forma parte del código genético del pueblo español, pese a los intentos de convertirlo en ciudadanía histérica y en perpetua demanda de derechos. Algunos aprovecharon para darse un garbeo por la nieve y pegar la hebra con otros cariacontecidos damnificados. Hubo algún amago de protesta contra la autoridad incompetente que no acabó de prosperar, porque el español sabe que, cuando pintan bastos, reclamar responsabilidades es como pedir peras al olmo. Mi hija contemplaba arrobada el descenso de la nieve, como si estuviese asistiendo a las maniobras de una legión de ángeles sacudiéndose el plumón excedente; y cuando dejó de nevar, se arrebujó en el asiento, entregándose al sueño benefactor. A mi novia, que se moría de hambre, el conductor le regaló una manzana que le supo a gloria, tal vez porque su gesto de desprendimiento la hizo más sabrosa aún. Yo aproveché para pensar un poco en la novela que estoy escribiendo, donde también la nieve tiene su pizca de protagonismo. Y así fue pasando el tiempo, como pasan las generaciones de los hombres.

Llegamos a Zamora a las seis y media de la mañana, entumecidos y legañosos, con esa suerte de borrachera sorda que produce el insomnio. En lo alto, Dios se burlaba de los vanos desvelos de los hombres. El mundo, después de todo, estaba bien hecho.


ABC - Opinión

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