jueves, 5 de agosto de 2010

Nuestro amable asesino. Por Hermann Tertsch

Es la sociedad enferma de nacionalismo la que debe reinsertarse en la comunidad civilizada de la libertad.

SIEMPRE es motivo de alegría la detención de un etarra, y mucho más cuando está acusado de crímenes de sangre. Pero perdonarán que algunos sintamos una alegría especial al ver esposado y escoltado por la Erztaintza a ese tal Gurutz Aguirresarobe, aún presunto asesino de Joseba Pagazaurtundúa y probablemente también de Manuel Giménez Abad. En los siete años desde el asesinato de Pagaza en Andoaín no se habían tenido noticias sobre sus verdugos, y muchos eran los temores de que este caso entrara finalmente en ese saco de los crímenes no resueltos de ETA. Que no son pocos e inducen siempre al desasosiego por la certeza de que los asesinos andan sueltos. En el caso de Pagaza concurren otros elementos que hicieron especialmente trágico y repugnante el crimen. Por un lado, la convicción de la víctima —expresada una y mil veces a amigos y autoridades— de que le iban a matar. Por otro, la miseria moral de los entonces responsables de Interior en el Gobierno vasco, pero también de notables de su partido, el socialista, que hicieron oídos sordos a sus llamadas de auxilio. Háganse un favor todos y compren el libro «Vidas rotas» (Espasa), que recoge la historia personal de las 857 víctimas mortales de ETA en medio siglo. Es un monumento a las víctimas. Pero también un acta de acusación. Contra los terroristas, pero también contra la sociedad vasca —y la española en general— y contra tantos políticos que han sabido convivir con el terrorismo cuando no aprovecharlo en beneficio propio. El capítulo sobre Joseba es desgarrador. Revela el grado de soledad e indefensión en que vivió los últimos años y meses de su vida, en los que llamó a mil puertas. Pidiendo por su vida. Inútilmente.

Ahora tenemos al miserable que lo mató. Y su identificación crea interrogantes que podrían resultar incómodos a más de uno. ¿Quién es? Buen comedor, trabajador, jugador de rugby, educado y amable, poco bebedor, sanote y pronto papá. Un jatorra que diríamos allí. Perfectamente socializado. Si el objetivo máximo de la cárcel es la reinserción, se la pueden ahorrar al mocetón. Está mucho más integrado de lo que nunca estuvo Joseba, ignorado, difamado y asesinado. En Hernani gobiernan —gracias al fiscal general del Estado y al presidente del Gobierno— los etarras de ANV. Lograron casi el 50 por ciento de los votos, defendiendo el asesinato de Joseba. Puede la Policía pedirle ahora mismo al asesino amable que firme esa cartita con la que el ministro Rubalcaba justifica beneficios a otros asesinos etarras. ¿A que la firma? Queda así en evidencia todo el discurso tramposo del ministro. Porque los asesinos están insertados. Es la sociedad enferma de nacionalismo la que debe reinsertarse en la comunidad civilizada de la libertad y la compasión. Para lo que debe abolirse la impunidad vigente. Significa que el asesino sociable, todos los asesinos etarras, han de cumplir todas sus penas hasta el final. Quien mate debe saber que acaba con dos vidas, la de la víctima y la propia.

ABC - Opinión

Corrupción soberanista. Por M. Martín Ferrand

La corrupción de los políticos no suscita mayores irritaciones. Está en la costumbre y en la tradición.

HACE cinco años, cuando era presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall se lo dijo a Artur Mas, a la sazón jefe de la oposición en el Parlament: «Ustedes tienen un problema y ese problema se llama 3 por ciento». Maragall se quedó corto. Según la Agencia Tributaria y el juez que investiga el desfalco en el Palau de la Música, el problema en lo que a Convergencia Democrática de Cataluña respecta es del 4 por ciento. Otra cosa es lo que los intermediarios, indispensables en el tráfico mercantil lícito e ilícito, se hayan quedado por el camino. Félix Mollet y Jordi Montull, los administradores del Palau y protagonistas del escándalo en curso, sirvieron de intermediaros entre el Gobierno de CiU y Ferrovial para que la compañía fundada por Rafael del Pino recibiera el encargo para la construcción de la línea 9 del Metro barcelonés y —simbólicamente, supongo— la Ciudad de la Justicia.

Nuestra corta experiencia democrática es larga en escándalos de corrupción. El crecimiento económico de los últimos 30 años, que ha sido parejo a la merma de los servicios de intervención y control del Estado, ha favorecido, junto con la laxitud moral imperante, un generalizado desprecio por los fondos públicos, el dinero de todos, que, a decir de la que fue ministra de Cultura, Carmen Calvo, «no es de nadie». Pero un caso tan flagrante como el de las relaciones entre una empresa constructora y un Gobierno autonómico, con conocimiento de los intermediarios y el monto de la operación, es algo nuevo que, eso sí, tendrán que sentenciar los tribunales; pero que, con lo ya puesto en evidencia, es motivo suficiente para el escándalo. No es un problema de cuantía, que la moral no tiene calculadora; sino de actitudes y modos de proceder.
En casos como éste, demasiado frecuentes, no se sabe qué ver con peores ojos. La corrupción de los políticos, aun siendo la mayoría —supongo— de acrisolada honradez, no suscita mayores irritaciones. Está en la costumbre y, con diversas cuantías y procedimientos, también en la tradición. Que se lo pregunten al Duque de Lerma. Otra cosa es la seriedad y el rigor de las empresas. Especialmente de las que cotizan en Bolsa y, por ello, tienen una propiedad dispersa y colectiva. ¿Cuentan sus rectores con el visto bueno de sus accionistas para entregarse a prácticas tan indignas y reprobables? En el caso de Ferrovial, ¿podrá esa compañía firmar nuevos contratos con cargo al Presupuesto de las Administraciones públicas? La frecuencia de la corrupción instala la sospecha permanente y es urgente erradicar del juego a los tramposos, públicos o privados.


ABC - Opinión

Síndrome de abstinencia. Por Ignacio Camacho

La nostalgia de la vieja Marbella ha generado un bucle melancólico de ansiedad por reconstruir la imagen del paraíso.

EN la Marbella de Hohenlohe, mucho antes de que Gil convirtiese la ciudad en una siniestra «banana republic», los verdaderos ricos y las auténticas bellezas se paseaban en traje de baño sin que nadie se dignase dirigirles una mirada. El glamour consistía exactamente en eso: en la naturalidad con que Onassis podía atracar en Banús —atracar el yate; los atracos luego los perpetraron los concejales— y tomarse un helado en el muelle sin que lo molestara un papparazzoni le saliese a recibir un comité de próceres locales y autonómicos como escapados de una película de Berlanga. El turismo de élite se sentía allí en un confortable biotopo construido a la medida de su privacidad y sus silencios; un lugar donde el éxito o la fama eran parte del paisaje y del clima como el sol o las buganvillas, y donde cualquier celebridad planetaria contaba con la complicidad de una indiferencia espontánea que no necesitaba la protección de ejércitos de guardaespaldas especializados en el blindaje de anonimatos.

La nostalgia de aquel tiempo liminar en que la marca marbellí se promocionaba sola a través de susurros en un mundo de lujo discreto ha generado un bucle melancólico acrecentado por la ansiedad de reconstruir la imagen del paraíso que los mangantes más horteras de la modernidad convirtieron en una cleptocracia. El marketing político e industrial suspira hoy por iconos que proyecten reflejos realmente universales en un mundo en el que cualquier mediocre semifamoso anuncia en twitter el momento exacto en que se dispone a ir a mear. Todo el alboroto organizado, con notables ribetes de paletismo, en torno a la visita de Michelle Obama obedece a esa necesidad compulsiva de crear valor añadido mediante técnicas de branding, una cierta obsesión de supervivencia competitiva a la que se suma el afán de rentabilidad electoral de una clase dirigente obcecada con el rédito populista. En la expectativa aldeana de esa recepción desmedida, cuya indiscreta ostentación ha tenido que corregir la Casa Blanca, se manifiesta una mezcla de síndrome de abstinencia de momentos estelares y de afán de protagonismo político. La estancia de la familia presidencial americana —que acaso debería por su propio bien alejarse de ciertos tics de nuevos ricos— constituye sin duda el mejor y más importante impulso publicitario que podía soñar la Marbella honrada y acogedora cuyo merecido prestigio arrasó el latrocinio gilista, pero el exceso de alboroto ha revelado una desazón pueblerina magnificada por la urgencia histórica de una ciudad que se echa de menos a sí misma. Nada tiene de cuestionable el aprovechamiento de una oportunidad legítima; sin embargo, esta agitación exagerada de gestualidad propagandística ha dejado una sensación inevitable de sobreactuación que no es sino la involuntaria confesión de una preocupante decadencia.

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Concordia y legitimidad. Por Ignacio Sánchez Cámara

«El problema del socialismo es que su doctrina del poder le hace incompatible con el principio de legitimidad democrática. De ahí la tentación revolucionaria, es decir, totalitaria, que siempre padece el socialismo y a la que con tanta frecuencia sucumbe».

LA clave del problema del poder se encuentra en la legitimidad. Y la clave de ésta reside en la creencia generalizada en que el poder, sea más o menos justo o eficaz, es legítimo. Sin concordia básica no es posible la legitimidad. Cuando la convivencia de una sociedad se rompe en dos grupos antagónicos, cuando la concordia deja de existir, la legitimidad es imposible. Tan imposible como cuando el poder legítimo es usurpado.

Y no conviene despreciar la relevancia del poder. Si la tendencia a verlo todo políticamente es un error, también lo es, y no menor, no ocuparse nunca de la política. En realidad, sólo caben tres posibilidades: o vivimos bajo un gobierno legítimo, es decir, que estimamos que, nos guste más o menos, o incluso nada, quien gobierna tiene derecho a mandar; o, en caso contrario, debemos intentar cambiar el gobierno; o, y ésta es la tercera posibilidad, podemos vivir bajo un gobierno ilegítimo y aceptarlo. Esto no es otra cosa que puro envilecimiento.

Pero entonces, la primera gran cuestión política es algo previo a ella, que afecta al fondo de una sociedad: la concordia. Sin ella, no es posible un poder legítimo. Y no hay pecado social y político mayor que el que cometen quienes contribuyen a la destrucción de la concordia. Por cierto, y para los «consensualistas» al uso, por concordia entiendo no el acuerdo político ni el consenso sobre las grandes cuestiones de Estado, sino algo más profundo y previo: la decisión de vivir juntos y bajo instituciones aceptadas por todos (o casi todos, pues la concordia puede no ser total). Lo que significa la concordia y su pérdida fue explicado magistralmente por Cicerón. También puede leerse con provecho el ensayo de Ortega y Gasset sobre el Imperio romano.


Parece que andan empeñados algunos entre nosotros (incluso en el Gobierno) en renegar de la Transición y reivindicar la legitimidad de la Segunda República. Doble y terrible irresponsabilidad. Primero, por romper la concordia y, con ella, destruir las condiciones de posibilidad de la convivencia y de la legitimidad democráticas. Segundo, por sustituir la legitimidad actual por un régimen que nunca llegó a ser legítimo. Lo siento, pero la República nunca llegó a ser un régimen legítimo. Y, suponiendo que lo hubiera sido en la primera hora, desde luego pronto dejó de serlo, como muy tarde en 1934.
Y no llegó a ser legítimo porque no pudo o no supo serlo, porque nació bajo la ausencia de la concordia y nunca logró restaurarla. Esto es lo que, entre otros, vio claro muy pronto Ortega y Gasset: que, desde su origen, la República renunció a ser un régimen para todos, y aspiró a ser el de unos, fueran o no mayoría, frente a otros. Pero si el gobierno democrático puede ser cuestión de mayorías (con respeto a las minorías), la concordia es otra cosa.

Discutir si la guerra civil pudo ser evitada puede ser más o menos ocioso. En realidad, pudo evitarse, pero el camino tomado en 1931 y, sobre todo, en 1934, y más aún en febrero del 36, conducía a ella, a menos que se rectificara el rumbo y se restaurara la concordia. De ahí, que ninguno de los dos posibles bandos vencedores hubiera podido aspirar a la legitimidad. Sin concordia, no hay legitimidad. Y una guerra civil es la más radical y terrible ruptura de la concordia. Por eso se equivocan (o, quizá algunos de ellos, mienten) quienes pretenden que el Gobierno republicano de febrero del 36 era legítimo. Como lo hacen quienes piensan que el nacido del levantamiento de julio fue legítimo. Se trataba de otra cosa. La guerra civil no fue un conflicto entre un Gobierno democrático legítimo y unos golpistas fascistas. Ignoran quienes esto pretenden lo que fue el Frente Popular y lo que son los principios de legitimidad y su fundamento: la concordia. Para subsanar lo primero, conviene acudir a la Historia, no a la memoria histórica. Para lo segundo, puede resultar útil la lectura de un ya casi viejo libro de Guglielmo Ferrero, publicado en 1942: El Poder. Los Genios invisibles de la ciudad. Europa ha combatido desde 1789 hasta la segunda guerra mundial por dos principios de legitimidad: uno, el aristocrático-monárquico, que ya había perdido su legitimidad, y otro, el electivo-democrático, que, salvo excepciones como Suiza e Inglaterra, aún no lograba alcanzarla. En realidad, fue la lucha entre las dos revoluciones francesas: la liberal y democrática y la propiamente revolucionaria. Como recordaba Talleyrand, sólo el trascurso del tiempo permite que un poder termine convirtiéndose en legítimo. Aunque la legitimidad se nutre más de pasiones que de doctrinas, en nuestro tiempo, al menos en las sociedades occidentales, ha terminado por imponerse la legitimidad democrática. Pero la democracia es, como principio de legitimidad, más frágil que la aristocracia o la monarquía. Además, no deja de afectarle la eficacia. Como afirma Ferrero, «el día en que el pueblo empiece a dudar del poder y de su eficacia para satisfacer sus necesidades, la legitimidad habrá comenzado inexorablemente su cuenta atrás».

La democracia se basa en dos principios: la libertad de sufragio y el derecho de oposición. Y vive bajo una contradicción: la imposibilidad de una comunidad política en la que los que tienen el deber de obedecer sean, a la vez, titulares del derecho de mando. El poder viene siempre de arriba; la legitimidad, de abajo. La democracia no es el gobierno del pueblo, sino el régimen en el que el poder es elegido y, por tanto, delegado. El mayor riesgo para las democracias es la generación de un dualismo destructivo, que conduzca a la ruptura de la concordia y a un gobierno revolucionario o, lo que es lo mismo, totalitario. Por eso, la democracia requiere educación, cultura y un exquisito juego limpio entre el Gobierno y la oposición. Y si negar legitimidad al Gobierno legítimo es pecado de lesa democracia, también lo es negar legitimidad a la oposición, que forma parte de la soberanía popular tanto como el Gobierno.

El ideario de la soberanía popular se sustenta en grandes valores morales y espirituales, en los que deben coincidir Gobierno y oposición. Una vez más, la concordia. «Sin esta coincidencia previa el derecho de oposición terminará convirtiéndose inexorablemente en el campo de batalla de un duelo mortal en el que los partidos, en vez de batirse caballerosamente según unas reglas del código del honor conocidas y respetadas por todos, tratarán de destruirse mutuamente».

En este sentido, el problema del socialismo es que su doctrina del poder le hace incompatible con el principio de legitimidad democrática. De ahí la tentación revolucionaria, es decir, totalitaria, que siempre padece el socialismo y a la que con tanta frecuencia sucumbe. Si todo lo anterior no está equivocado, entonces la mayor irresponsabilidad que puede cometer un Gobierno es contribuir a romper la concordia básica de la sociedad. Y en el pecado lleva la penitencia, pues, al destruir la concordia, destruye, a la vez, el principio de su propia legitimidad.

Ignacio Sánchez Cámara es Catedrático de Filosofía del Derecho


ABC - Opinión

EEUU. ¿Tan mal lo están haciendo los demócratas?. Por Ignacio Moncada

El motivo por el que los americanos comienzan a darle la espalda al Partido Demócrata es porque sus reformas, pese a su atractivo europeo, son lesivas para el contribuyente. Y por tanto para la economía.

El Partido Demócrata de Estados Unidos esperaba dar un bajón en las elecciones parciales que se producirán en noviembre. Pero, según se acerca la fecha clave, amenaza con convertirse en una pesadilla. En las mid-term elections se renuevan 37 de los 100 escaños del Senado y la totalidad de la Cámara de Representantes. Y las perspectivas demócratas no son buenas. Robert Gibbs, el secretario de Prensa de la Casa Blanca, encendió las alarmas del partido al ponerle voz al temor que gravita sobre la formación política del presidente Obama: admitió que podían perder la mayoría en el Congreso, y que el Senado estaría disputado. Lo que hace pocas semanas era impensable, perder el Senado, ahora es factible. Y podría ir acompañado de un golpe psicológico mayor. Los republicanos pueden lograr la llamada trifecta: hacerse con los escaños que antes ocupaban Obama por Illinois y el vicepresidente Biden por Delaware, y la silla que ocupa Harry Reid, el líder de la mayoría Demócrata en el Senado.

La política estadounidense siempre parece sorprender desde Europa. El clima mediático europeo es propenso a caer del lado demócrata y a recelar del Partido Republicano. Por eso, diversos líderes de opinión europeos se preguntan extrañados: pero, ¿tan mal lo están haciendo los demócratas? Los logros de Obama y los suyos durante esta primera mitad de legislatura pueden parecer satisfactorios. Se han aprobado estímulos económicos por valor de un trillón de dólares, se han rescatado de la bancarrota gigantes industriales como General Motors o Chrysler, se ha aprobado la ambiciosa reforma sanitaria con la que tantos presidentes han soñado, y se ha sacado adelante la tan ansiada regulación financiera. Si sobre el papel da la sensación de que el balance es razonablemente exitoso para los demócratas, ¿a qué se debe este desplome electoral?

Es cierto que las políticas anteriores son muy atractivas para el europeo medio. Pero en Estados Unidos encuentran una gran oposición por un motivo muy sencillo: atacan directamente al bolsillo de los contribuyentes. La reforma sanitaria, los estímulos económicos y los rescates industriales van a suponer un coste inmenso para la economía del país. La nueva regulación del sistema financiero incrementa el intervencionismo del Gobierno en los negocios privados de los ciudadanos, y por tanto genera costosas ineficiencias que a la larga se pagan. La economía americana arroja cifras preocupantes. El paro está estancado por encima del 9,5%, el déficit público está disparado y la deuda pública podría llegar en diciembre a cerca del 100% del PIB. Ahí está la clave de las elecciones. El motivo por el que los americanos comienzan a darle la espalda al Partido Demócrata es porque sus reformas, pese a su atractivo europeo, son lesivas para el contribuyente. Y por tanto para la economía.


Libertad Digital - Opinión

Viajeros o rehenes

La eventual convocatoria de huelga durante la segunda quincena de agosto crea una situación de inseguridad para los pasajeros y produce pérdidas de difícil reparación para el sector turístico.

NADIE pone en duda que los controladores aéreos ejercen una función muy cualificada y que, como los profesionales de cualquier otro sector, tienen derecho a plantear sus legítimas reivindicaciones. Sin embargo, la Unión Sindical de Controladores Aéreos se equivoca cuando utiliza a millones de usuarios de los aeropuertos españoles como rehenes en su guerra sin cuartel contra el Ministerio de Fomento. En este sentido, resulta inaceptable la ambigüedad sobre la eventual convocatoria de huelga durante la segunda quincena de agosto, porque crea una situación de inseguridad para los pasajeros y produce pérdidas de difícil reparación para el sector turístico en una época de grave crisis económica. La opinión pública percibe determinadas actitudes como un chantaje a la Administración, y ello debería mover a reflexión a los responsables sindicales, que dejan abierta la fecha de su convocatoria de huelga y lanzan un ultimátum a José Blanco como «último aviso» para que los reciba en las próximas horas. Se trata, sin duda, de una medida de presión ante la negociación del convenio colectivo con AENA, pero su principal objetivo es conseguir que recaiga sobre el ministro toda la responsabilidad de un conflicto en el que ambas partes deberían ser conscientes de que es imprescindible actuar en función del interés público.

Fomento ha gestionado con escaso acierto el apoyo recibido por parte del Congreso de los Diputados, tal vez porque José Blanco se ha tomado el asunto como una operación de imagen política. No obstante, es cierto —como dijo ayer— que no es posible admitir los privilegios de ningún colectivo y que sólo cabe la negociación en el marco de la legislación vigente. Así lo deben aceptar los controladores, puesto que la razón se pierde cuando las posiciones se llevan al extremo y se incurre en el chantaje.

ABC - Opinión

Violencia doméstica sin freno

Los datos proporcionados ayer por el delegado del Gobierno para la violencia de género son estremecedores y obligan a replantearse de manera realista si la política y la estrategia gubernamentales son las adecuadas para combatir esta lacra. Pese a las campañas publicitarias y a los recursos empleados, los resultados no acompañan al esfuerzo, y durante el primer semestre de este año son peores que los de 2009. Así, el número de mujeres asesinadas por sus parejas asciende a 42, lo que supone un aumento del 26%. Si se tiene en cuenta que lo peor está por llegar, pues está comprobado que la segunda quincena de agosto es la que registra más homicidios de todo el año, es muy probable que las cifras de 2010 se disparen a cotas sin precedentes. Al analizar los datos más en detalle se aprecia que, de manera inopinada, se han producido ciertos cambios en las pautas estadísticas, de modo que en estos seis meses ha caído el volumen de denuncias, hay menos solicitudes de protección, los homicidios con órdenes de alejamiento han descendido y ha aumentado el número de víctimas que no habían presentado denuncia. Es decir, los datos apuntan a que se ha difuminado la percepción del riesgo entre las mujeres amenazadas, lo que las convierte en mucho más vulnerables. Aunque no conviene sacar conclusiones apresuradas sobre estos cambios de tendencia, pues las estadísticas hay que analizarlas a través de periodos de tiempo más dilatados, lo cierto es que no pueden caer en saco roto ni archivarse a beneficio de inventario con la esperanza de que el segundo semestre sea menos trágico y «salve» el ejercicio, que es lo que parece preocuparle a determinados responsables del Gobierno. Por el contrario, el pésimo balance publicado ayer obliga a todos los sectores implicados en esta lucha a revisar sus estrategias. Empezando por el Ministerio de Igualdad, cuyas iniciativas, campañas y actividades se han revelado insuficientes y, a veces, más orientadas a la propaganda que a la eficacia. Nadie le exige que haga milagros, porque combatir un fenómeno en el que intervienen multitud de factores requiere la acción combinada de diferentes agentes e instituciones, desde las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad hasta los jueces y fiscales, desde los colegios hasta los medios de comunicación, pasando por el papel insustituible de las familias y del entorno vecinal. Precisamente porque es imprescindible el concurso de tantos y tan diferentes actores, el Ministerio de Igualdad, como responsable que debe liderar la lucha, no puede caer en improvisaciones, ni ocurrencias, ni frivolidades. Especialmente dañina resulta esa «ideología de género» que inspira algunos de los planes ministeriales, en virtud de la cual sólo son aceptables aquellos postulados feministas y de izquierda. Al politizar e ideologizar el problema se generan polémicas estériles y se pierde credibilidad, pues se transmite a los ciudadanos, y sobre todo a las mujeres, que la lucha contra la violencia doméstica está contaminada por intereses partidistas. Este combate será muy difícil de ganar, sin duda, pero lo será aún más si se mezcla con ideologías de género y se provoca la división de fuerzas.

La Razón - Editorial

Abuso de posición

Una huelga en las actuales condiciones sería el mayor error de los controladores aéreos.

Los controladores aéreos han votado ir a la huelga en contra de la variación de sus condiciones laborales, pero delegando en la junta directiva de su sindicato la fijación de la fecha de inicio y duración de la misma. Con ello dejan abierta la posibilidad de no formalizar la convocatoria mientras prosiguen las negociaciones, que ayer se reanudaron, pero a la vez refuerzan la presión sobre la sociedad porque la incertidumbre extiende los efectos de la amenaza: provoca cambios de planes de vacaciones, cancelaciones de viajes y de reservas hoteleras por un periodo indefinido.

Con ello no solo amargan la vida a mucha gente sino que perjudican gravemente a la principal industria del país, el turismo, que pugna por superar la crisis. Los controladores tratraron ayer de desviar contra el ministro de Fomento (al que acusan de interferir en la negociación mediante decretos) la responsabilidad de esos trastornos, pero entre las reivindicaciones de su plataforma han incluido la aplicación inmediata del real decreto aprobado el viernes pasado por el Gobierno fijando los horarios laborales y periodos de descanso. El argumento es que más vale una mala regulación que la situación actual.


Es incoherente, pero puede interpretarse como un gesto para favorecer la negociación, al que ha respondido el ministro con su disposición a discutir ese y otros puntos de la plataforma sindical. Si llega a producirse, será la primera huelga legal del sector, aunque hay antecedentes de huelgas encubiertas, de celo o por la vía de bajas médicas simuladas como las desplegadas desde que el Gobierno aprobó, en febrero, modificaciones que afectaban sobre todo al regimen salarial. Especialmente, al sistema de computar como horas extras, pagadas al triple que las ordinarias, gran parte de la jornada laboral real.

Los 2.200 controladores españoles han estado cobrando sueldos muy altos y disfrutando de unas condiciones laborales y organizativas que perpetuaban esa situación. Lo han podido hacer porque su posición les otorgaba una fuerte capacidad de intimidación sobre los administradores públicos: una huelga de controladores puede paralizar un país (hay antecedentes) y provocar graves destrozos económicos. A cambio, han suscitado una antipatía social sin parangón: algo que ha comenzado a preocuparles, como demuestran sus declaraciones de las últimas horas diciendo que ellos no harán una huelga salvaje.

Según AENA, entre el 16 y el 20 de agosto están previstas 27.000 operaciones en los aeropuertos españoles. Una huelga de controladores en agosto y en plena crisis económica sería un hecho muy grave. Los portavoces de su sindicato dicen ser conscientes de ello, y seguramente también lo son de que no les conviene que llegue a producirse, pero a la vez se resisten a renunciar a sus privilegios. El Gobierno tiene razón en su intención de poner fin a las inercias que han llevado a esta situación. Mantener el pulso contra una opinión pública ya muy irritada sería el mayor error que los controladores podrían cometer.


El País - Editorial

El problema no era el 3%, sino el 4%

El nacionalismo ha convertido a Cataluña en un oasis en el que impera, no la tranquilidad, sino la ley del silencio. Sus políticos en todo momento lo tuvieron claro: entre el Estatut y el 3%, Maragall no dudó un instante en elegir el primero.

Como ya ocurriera con el caso de Banca Catalana, entidad financiera catalana que tras una ruinosa, imprudente y poco clara gestión del Molt Honorable Jordi Pujol tuvo que ser rescatada con el dinero de todos los españoles, el nacionalismo catalán no ha tardado ni un minuto en ocultar toda la basura del oasis debajo de la alfombra cuatribarrada. En este caso, los protagonistas son distintos, pero el partido dentro del que han desarrollado sus tramas no.

Cada vez hay más indicios de que Convergència i Unió, el partido que gobernó con mano de hierro Cataluña hasta el año 2003, se financió de manera ilegal entre 1999 y 2009 a través de la Fundación del Palau de la Música, presidida por el imputado por corrupción Félix Millet.


El informe de la Agencia Tributaria que acaba de hacerse público es meridianamente claro a este respecto: Millet –y su mano derecha, Jordi Montull – actuaba como intermediario entre CiU y empresas privadas que recibían adjudicaciones de las distintas administrciones donde gobernaban los nacionalistas catalanes. Gracias a esta ímproba labor, Millet se embolsaba un 4% de los fondos recibidos. Al parecer, el exiguo 3% no bastaba para colmar las aspiraciones económicas del nacionalismo.

El caso más sonado es el de Ferrovial, que llegó a convertirse en el principal patrón de una fundación supuestamente dedicada a promover la cultura catalana pero en la práctica ocupada, según se desprende de los informes que tiene en su poder el juez, al blanqueo de dinero y a la financiación de partidos políticos. Ferrovial recibía adjudicaciones de las administraciones catalanas y, a cambio, ingresaba suculentas contribuciones al Palau que, tras la mordida del 4% de Millet, iban a parar a CiU o a fundaciones cercanas a la formación, como la Trias Fargas.

Entre las obras públicas cuyas adjudicaciones a distintas empresas redundaron en sinuosos movimientos de fondos se encuentran la reforma del propio Palau de la Música, la edificación del pabellón deportivo de Sant Cugat del Vallés o la construcción de la Ciudad de la Justicia.

Si la presunta financiación irregular, que de momento alcanza la cifra de los 6 millones de euros (1.000 millones de las antiguas pesetas), no se ha convertido en un escándalo nacional de la magnitud de Gürtel o Filesa (donde se acreditó un desvío de 1.200 millones de pesetas) es simplemente porque los propios implicados han comenzado a agitar la "cuestión nacional" a cuenta del Estatut y la sentencia del Tribunal Constitucional. Lo patriota es centrarse en la independencia y en la defensa de la nación catalana y, en todo caso, dejar para la era postespañola la depuración de los delitos de sus políticos.

El nacionalismo ha convertido a Cataluña en un oasis en el que impera, no la tranquilidad, sino la ley del silencio. Sus políticos en todo momento lo tuvieron claro: cuando Mas le dio a elegir a Maragall entre el Estatut y el 3%, el entonces president no dudó un instante en retirar sus acusaciones. Ahora vemos que no era el 3%, sino el 4%, pero la sociedad está tan anestesiada que parece que no habría ningún tipo de contestación ni aunque se hubiese tratado del 100%.


Libertad Digital - Editorial

Un gobierno amortizado

Desde 2004, el PP no había obtenido unos datos tan favorables en los estudios del CIS, con el valor añadido de que la encuesta sigue mostrando un sesgo desfavorable.

EL Centro de Investigaciones Sociológicas, dependiente del Ministerio de la Presidencia, ha confirmado la tendencia constatada por la mayoría de las encuestas realizadas desde que el presidente del Gobierno anunció el plan de recorte de prestaciones sociales y salarios públicos. El Partido Popular marca ya una diferencia de 6,3 puntos porcentuales y llega al 41,2 por ciento del voto estimado, con un aumento de 1,7 puntos desde abril. Por su parte, el Partido Socialista pierde 3,1 puntos y se queda en el 34,9 por ciento, ocho puntos y medio menos que los obtenidos en los comicios generales de 2008. Si este dato del voto estimado resulta significativo, más lo es el de la intención directa de voto, porque revela que el PP ya está por delante de los socialistas, con el 24,8 por ciento de los encuestados, frente al 20,8 por ciento que opta por el PSOE. Desde 2004, el PP no había obtenido unos datos tan favorables en los estudios del CIS, con el valor añadido de que la encuesta sigue mostrando un sesgo desfavorable al PP, que cuenta con un recuerdo de voto muy inferior al que obtuvo en las elecciones de 2008.

Para el PSOE, este sondeo, unido a sus problemas endémicos en Madrid y al pésimo dato de la tasa de paro de la EPA del segundo trimestre, representa un serio revés para Rodríguez Zapatero, porque el tiempo pasa, las medidas anticrisis no han generado confianza en los ciudadanos y la vuelta del verano —con el fin de la contratación estacional y los efectos de la supresión de ayudas públicas, como las previstas para la compra de coches— puede arreciar con un empeoramiento de los datos económicos. Los ciudadanos lo perciben en la encuesta, con un pronóstico negativo mayoritario sobre la evolución de la economía para el próximo año. Con pesimismo y sin confianza, no es realista esperar una reactivación significativa de la economía.

Otro dato negativo para el PSOE es que la imagen de Rajoy, cuestionada por los encuestados, no perjudica el incremento del PP, mientras que la de Rodríguez Zapatero lastra de forma clara los resultados socialistas. Por la razón que sea, los ciudadanos han asimilado una determinada percepción del líder de la oposición que no les impide optar por el PP, cada vez en mayor número, antes que por el PSOE. Definida ya por la desconfianza que genera en la opinión pública, la gestión de Rodríguez Zapatero es valorada negativamente por el 78,9 por ciento de los encuestados, lo que determina el sentido de su voto y certifica el descrédito de un Gobierno al que los ciudadanos ya dan por amortizado.


ABC - Editorial